Como el cielo después de llover, de Mercedes Gaviria Jaramillo
El primer largo de Mercedes Gaviria Jaramillo es una película de distancias y una liberación. Más que un parricidio, una carta de amor sincera: "tú aquí, yo allá". Desde Suiza, en el Visions du Réel global vía internet, una primera aproximación:
Podemos suponer, también como algo parecido podríamos decir de Daniela Abad (hijas de padres públicos), que Mercedes Gaviria tenía que hacer esta película. Que era una obligación de su destino. Al menos si, como venía haciendo, quería dedicar su vida entera al cine (esto se confirma cuando, conversando sobre su ópera prima con la también directora Elena López Riera, cuenta que el punto de nacimiento del film fue exactamente después de que un crítico de cine amigo de su padre viera uno de sus proyectos universitarios y dictaminara, con un juicio desatento y total, de esos que marcan el destino de cualquier individuo, “Esperaba más de la hija de Víctor Gaviria”. A todas cuentas una frase desmedida y frívola. ¿Estaba aquel crítico mirando la película de la hija o las películas del padre?). Bajo la sombra del más mítico de los cineastas colombianos ella, como cineasta de derecho propio, no podía vivir.
Viajó a Buenos Aires, la última gran ciudad antes del fin del mundo, y, sin que esta sombra del padre (un padre sensible, cariñoso, poeta, pero padre en todo caso) la alcanzara, armó una nueva vida. (Después de todo, en Argentina el cine de Víctor Gaviria era también incomprendido y los alcances de su mito no eran totales, quizás apenas un referente leído-y-no-visto del cine colombiano. Flavia de la Fuente y Quintín, en medio de su cobertura al Cannes del 98 para la revista El amante, escribieron este escueto párrafo sobre La vendedora de Rosas: “Nosotros asistimos a nuestra primera función de prensa: La vendedora de rosas, del colombiano Víctor Gaviria, "una ventana abierta a la humanidad", según decía el director en el pressbook. Fue un muy mal comienzo. El film trata sobre los chicos de la calle en Medellín, con una perspectiva policial y apelando a la truculencia y al realismo mágico. Es un cine de hace veinte años al que se agrega un sensacionalismo televisivo. Lo peor de todo es descubrir que este tipo de película irrelevante y siniestra sigue siendo lo que muchos europeos (en particular, los seleccionadores del festival) siguen esperando del cine latinoamericano: un espectáculo exótico, patético y esclerótico. La idea de todos esos tipos de smoking viendo esa película y cediendo a su chantaje emocional y a su nulidad artística es una de las decepciones más grandes que uno puede sufrir en un festival que tiene a su disposición todas las películas del mundo y cuya selección 98 se anunciaba como la más exigente y lograda en años”. Los grandes críticos también se equivocan rotunda y estrepitosamente. No obstante, Mercedes Gaviria estaba a salvo.)
Como el cielo después de llover es una amorosa expiación sin jeremiadas. El deseo de una hija de viajar al corazón de su padre (el rodaje de una de sus películas, que era por lo que tanto corría y por lo que sacrificaba una vida normal al dedicarse al “trabajo más difícil del mundo”, como cuenta la hija que decía, con furia o sin furia, de su propio oficio). El viaje significa para la directora por fin soltar ese fantasma del realismo más completo y total del cine colombiano: después de ver el monstruo a los ojos reclama su victoria. Esta película-despedida (también medio literal porque todo casi que termina en la puerta de salidas del aeropuerto José María Córdova) es el adiós definitivo, es el fin de la tarea de Mercedes por convertirse en la mejor conocedora del cine de su padre solo para dejarlo ir, para romper con sus cadenas (vemos que creció con los imponentes afiches de las películas de su padre en las paredes de su casa y ella, una niña diminuta, tendría que alzar los ojos y la cabeza para verlos; eran una presencia, ojos que todo lo ven).
El peso de la espalda se le esfuma a la Gaviria hija. Ahora puede abrazar sin contradicciones, sin miedos, sin atavismos y sin panegíricos su propio cine, su otra idea de realismo e imágenes: más íntima, concentrada en la escucha y el fuera de campo. Es decir, el opuesto exacto del cine de su padre. Recuerdo al propio Víctor, en la inauguración del hoy extinto festival de cine colombiano que organizaba cada agosto en Medellín, quejándose dulcemente porque parecía que en Colombia estaban desapareciendo las grandes películas, las que tomaban de rehén para su rodaje partes de la ciudad, las que requerían de excesivo esfuerzo físico. Las que eran también una batalla contra el clima y amenazaban siempre con atentar la sanidad de sus realizadores. Esto lo dijo como una reflexión suelta justo antes de que iniciara la proyección de la pequeña Crónica del fin del mundo, de Mauricio Cuervo. La idea del cine de Gaviria atraviesa la recreación de una realidad para mirarla como un científico mira su objeto de estudio. La de su hija parte de la realidad como una cosa que se nos da para ser leída y escuchada de otras formas, para atravesar sus significados con herramientas mucho más sutiles.
Es difícil comprender los giros que da siempre la vida y las peripecias que de uno termina exigiendo. La vida le pedía a esta joven realizadora este ajuste de cuentas, su batalla campal con el peso de una herencia que no quería para sí misma. Ella, quizás como todos, tenía que también matar a su padre, pero lo de ella no es venganza, es un adiós amoroso. Los padres escriben nuestro destino y Gaviria hija filmó para dejar de ser escrita por él. Si el padre es o no es la primera metáfora del poder (como nota el escritor Renato Cisneros) poco le interesa a esta hija, su interés es su segundo nacimiento: ella traída al mundo por sí misma.
Este destino, entonces, le exigía a Mercedes Gaviria otra cosa: convertirse en crítica de cine con una especialidad finita: el cine de su padre (a quien se refiere durante la voz en off de las imágenes del rodaje de La mujer del animal apenas con un seco Víctor: ya no es su padre sino su objeto de estudio). Convertida en crítica-especialista podría por fin construir la línea destinada a separarlos. Como el cielo después de llover, retrato de todos los hijos,es el documento menos de una intimidad familiar (parecida a todas las demás en sus pequeñas desgracias y efímeras alegrías: enojos, peleas, temores, la llegada de un nuevo bebé, la lectura de un diario empolvado, el empecinamiento de la vida por andar sola y sin esperar a nadie) que de un tratado de la independencia. Y ahí puede encontrar uno un logro máximo de la película: Mercedes habla de su familia para hablarle al espectador de su propia familia, que probablemente no tenga nada que ver con el cine ni con personalidades legendarias. Es una vacilación entre apasionado orgullo y admiración y la espesa negrura que siempre separa a una hija o a un hijo de su padre.
Y si Mercedes hace una película para irse de su padre, para marcar una escisión, su madre, dice, ha vivido con el miedo de no tenerlo a su lado. En la historia de amor de sus padres ella busca también las pistas para su nuevo nacimiento. Tantos años después vuelve al diario que preparó su primera llegada. Y entre los silencios actuales de su madre y las palabras empolvadas de hace tantos años lee una tranquilidad apenas aparente que le alimenta el lugar paradójico en el que siente siempre ha estado. De ahí que este archivo de la diferencia sea también bastante conmovedor.
El corte definitivo con la leyenda de su padre (y ese es el punto de vista de toda la película, un ataque a lo legendario del apellido Gaviria: vemos a Víctor Gaviria, el poeta y papá de tantos otros –sus actores primero y después otros tantos espectadores–, también borracho, que duerme sin camisa, limpiando la mierda de sus gatos, que pelea con vehemencia con sus hijos y sus hijos, también en guardia, sostienen la batalla. Víctor Gaviria, dice Mercedes, aunque no sabemos si se lo cree del todo, es un hombre común, el más común de todos) significa también la lectura precisa del papel de su madre en esa historia de cuatro películas, dos hijos, e incalculables triunfos. La mujer del animal le sirve como punto de partida: la historia de Margarita Gómez frente a toda la violencia machista del mundo, conducida por otro hombre y materializada también por muchos hombres. El compromiso con la realidad del padre le hace evadir el fuera del campo, en cambio la hija lo prefiere (y lo sospecha desde que lee el guion de aquella película-viaje).
Si Gaviria en La mujer del animal hizo una especie de recorrido por todos los círculos del infierno, la figura de su hija, entre Virgilio y Beatriz, acompañante en ese viaje, hace su propio trayecto silencioso para ser tajante en su decisión: el cine de ella está en otra parte.
Como el cielo después de llover es, además, el contracampo de todas, o casi todas, las primeras películas colombianas. Es la imagen del rechazo del director por una o varias maneras de hacer cine en Colombia. Mercedes Gaviria no hace otra cosa que pensar su lugar en el cine. Gaviria hija rechaza la herencia que tiene en su sangre y, como tantos otros, la encuentra en otra latitud y en otros nombres. Ella también ha filmado la idea de sus películas por venir.
En un breve momento, quizás cuando la tormenta del título acontece, pasa un milagro. El padre y otros familiares disfrutan de la piscina mientras llueve. La luz es oscura, una mínima capa de tiniebla cubre el plano. Detrás, al fondo, en lo más profundo de la imagen, está el cerro tusa. Vemos apenas una parte del raro triángulo que lo caracteriza. Hay también mucha niebla. Las gotas caen una a una en la superficie del agua. Es lindo pero no deja de ser inquietante: todo se moja por todos los lados. Víctor, en papel de padre, llama a su hijo menor para que disfrute, también él, la piscina (un llamado para no perderse nada de lo bueno del mundo). Mercedes, la directora, detrás de cámara, aprovecha el llamado y le pide a su hermano que corra una matera que tiene al frente, antes de sus sujetos, lo que suponemos le importa más. Aquella matera es ahora un estorbo, “ensucia el plano”. El hermano, Matías, no entiende el favor extraño. “Eso no va a cambiar nada”, grita. Mientras, el padre ha olido ya la situación. No será la primera vez que el hermano se niega a una petición de la hermana. Como si la propia Mercedes se lo hubiera pedido a él, el padre sale de la piscina y mueve la matera. Ella acaba de filmar la expresión completa de un amor. La imagen, por su lado, persiste en el misterio. No sabemos si el objeto último de ese amor es la imagen cinematográfica o la hija y sus deseos. Sea como sea ella es ahora libre. Ha estudiado a su papá con dedicación extrema y puede por fin desembarazarse de él y sus imágenes. Hará el cine que más quiera. Nosotros lo esperaremos con ansias.
Más resultados...
Más resultados...
EL PODER DE LA DISTANCIA
Como el cielo después de llover, de Mercedes Gaviria Jaramillo
El primer largo de Mercedes Gaviria Jaramillo es una película de distancias y una liberación. Más que un parricidio, una carta de amor sincera: "tú aquí, yo allá". Desde Suiza, en el Visions du Réel global vía internet, una primera aproximación:
Podemos suponer, también como algo parecido podríamos decir de Daniela Abad (hijas de padres públicos), que Mercedes Gaviria tenía que hacer esta película. Que era una obligación de su destino. Al menos si, como venía haciendo, quería dedicar su vida entera al cine (esto se confirma cuando, conversando sobre su ópera prima con la también directora Elena López Riera, cuenta que el punto de nacimiento del film fue exactamente después de que un crítico de cine amigo de su padre viera uno de sus proyectos universitarios y dictaminara, con un juicio desatento y total, de esos que marcan el destino de cualquier individuo, “Esperaba más de la hija de Víctor Gaviria”. A todas cuentas una frase desmedida y frívola. ¿Estaba aquel crítico mirando la película de la hija o las películas del padre?). Bajo la sombra del más mítico de los cineastas colombianos ella, como cineasta de derecho propio, no podía vivir.
Viajó a Buenos Aires, la última gran ciudad antes del fin del mundo, y, sin que esta sombra del padre (un padre sensible, cariñoso, poeta, pero padre en todo caso) la alcanzara, armó una nueva vida. (Después de todo, en Argentina el cine de Víctor Gaviria era también incomprendido y los alcances de su mito no eran totales, quizás apenas un referente leído-y-no-visto del cine colombiano. Flavia de la Fuente y Quintín, en medio de su cobertura al Cannes del 98 para la revista El amante, escribieron este escueto párrafo sobre La vendedora de Rosas: “Nosotros asistimos a nuestra primera función de prensa: La vendedora de rosas, del colombiano Víctor Gaviria, "una ventana abierta a la humanidad", según decía el director en el pressbook. Fue un muy mal comienzo. El film trata sobre los chicos de la calle en Medellín, con una perspectiva policial y apelando a la truculencia y al realismo mágico. Es un cine de hace veinte años al que se agrega un sensacionalismo televisivo. Lo peor de todo es descubrir que este tipo de película irrelevante y siniestra sigue siendo lo que muchos europeos (en particular, los seleccionadores del festival) siguen esperando del cine latinoamericano: un espectáculo exótico, patético y esclerótico. La idea de todos esos tipos de smoking viendo esa película y cediendo a su chantaje emocional y a su nulidad artística es una de las decepciones más grandes que uno puede sufrir en un festival que tiene a su disposición todas las películas del mundo y cuya selección 98 se anunciaba como la más exigente y lograda en años”. Los grandes críticos también se equivocan rotunda y estrepitosamente. No obstante, Mercedes Gaviria estaba a salvo.)
Como el cielo después de llover es una amorosa expiación sin jeremiadas. El deseo de una hija de viajar al corazón de su padre (el rodaje de una de sus películas, que era por lo que tanto corría y por lo que sacrificaba una vida normal al dedicarse al “trabajo más difícil del mundo”, como cuenta la hija que decía, con furia o sin furia, de su propio oficio). El viaje significa para la directora por fin soltar ese fantasma del realismo más completo y total del cine colombiano: después de ver el monstruo a los ojos reclama su victoria. Esta película-despedida (también medio literal porque todo casi que termina en la puerta de salidas del aeropuerto José María Córdova) es el adiós definitivo, es el fin de la tarea de Mercedes por convertirse en la mejor conocedora del cine de su padre solo para dejarlo ir, para romper con sus cadenas (vemos que creció con los imponentes afiches de las películas de su padre en las paredes de su casa y ella, una niña diminuta, tendría que alzar los ojos y la cabeza para verlos; eran una presencia, ojos que todo lo ven).
El peso de la espalda se le esfuma a la Gaviria hija. Ahora puede abrazar sin contradicciones, sin miedos, sin atavismos y sin panegíricos su propio cine, su otra idea de realismo e imágenes: más íntima, concentrada en la escucha y el fuera de campo. Es decir, el opuesto exacto del cine de su padre. Recuerdo al propio Víctor, en la inauguración del hoy extinto festival de cine colombiano que organizaba cada agosto en Medellín, quejándose dulcemente porque parecía que en Colombia estaban desapareciendo las grandes películas, las que tomaban de rehén para su rodaje partes de la ciudad, las que requerían de excesivo esfuerzo físico. Las que eran también una batalla contra el clima y amenazaban siempre con atentar la sanidad de sus realizadores. Esto lo dijo como una reflexión suelta justo antes de que iniciara la proyección de la pequeña Crónica del fin del mundo, de Mauricio Cuervo. La idea del cine de Gaviria atraviesa la recreación de una realidad para mirarla como un científico mira su objeto de estudio. La de su hija parte de la realidad como una cosa que se nos da para ser leída y escuchada de otras formas, para atravesar sus significados con herramientas mucho más sutiles.
Es difícil comprender los giros que da siempre la vida y las peripecias que de uno termina exigiendo. La vida le pedía a esta joven realizadora este ajuste de cuentas, su batalla campal con el peso de una herencia que no quería para sí misma. Ella, quizás como todos, tenía que también matar a su padre, pero lo de ella no es venganza, es un adiós amoroso. Los padres escriben nuestro destino y Gaviria hija filmó para dejar de ser escrita por él. Si el padre es o no es la primera metáfora del poder (como nota el escritor Renato Cisneros) poco le interesa a esta hija, su interés es su segundo nacimiento: ella traída al mundo por sí misma.
Este destino, entonces, le exigía a Mercedes Gaviria otra cosa: convertirse en crítica de cine con una especialidad finita: el cine de su padre (a quien se refiere durante la voz en off de las imágenes del rodaje de La mujer del animal apenas con un seco Víctor: ya no es su padre sino su objeto de estudio). Convertida en crítica-especialista podría por fin construir la línea destinada a separarlos. Como el cielo después de llover, retrato de todos los hijos, es el documento menos de una intimidad familiar (parecida a todas las demás en sus pequeñas desgracias y efímeras alegrías: enojos, peleas, temores, la llegada de un nuevo bebé, la lectura de un diario empolvado, el empecinamiento de la vida por andar sola y sin esperar a nadie) que de un tratado de la independencia. Y ahí puede encontrar uno un logro máximo de la película: Mercedes habla de su familia para hablarle al espectador de su propia familia, que probablemente no tenga nada que ver con el cine ni con personalidades legendarias. Es una vacilación entre apasionado orgullo y admiración y la espesa negrura que siempre separa a una hija o a un hijo de su padre.
Y si Mercedes hace una película para irse de su padre, para marcar una escisión, su madre, dice, ha vivido con el miedo de no tenerlo a su lado. En la historia de amor de sus padres ella busca también las pistas para su nuevo nacimiento. Tantos años después vuelve al diario que preparó su primera llegada. Y entre los silencios actuales de su madre y las palabras empolvadas de hace tantos años lee una tranquilidad apenas aparente que le alimenta el lugar paradójico en el que siente siempre ha estado. De ahí que este archivo de la diferencia sea también bastante conmovedor.
El corte definitivo con la leyenda de su padre (y ese es el punto de vista de toda la película, un ataque a lo legendario del apellido Gaviria: vemos a Víctor Gaviria, el poeta y papá de tantos otros –sus actores primero y después otros tantos espectadores–, también borracho, que duerme sin camisa, limpiando la mierda de sus gatos, que pelea con vehemencia con sus hijos y sus hijos, también en guardia, sostienen la batalla. Víctor Gaviria, dice Mercedes, aunque no sabemos si se lo cree del todo, es un hombre común, el más común de todos) significa también la lectura precisa del papel de su madre en esa historia de cuatro películas, dos hijos, e incalculables triunfos. La mujer del animal le sirve como punto de partida: la historia de Margarita Gómez frente a toda la violencia machista del mundo, conducida por otro hombre y materializada también por muchos hombres. El compromiso con la realidad del padre le hace evadir el fuera del campo, en cambio la hija lo prefiere (y lo sospecha desde que lee el guion de aquella película-viaje).
Si Gaviria en La mujer del animal hizo una especie de recorrido por todos los círculos del infierno, la figura de su hija, entre Virgilio y Beatriz, acompañante en ese viaje, hace su propio trayecto silencioso para ser tajante en su decisión: el cine de ella está en otra parte.
Como el cielo después de llover es, además, el contracampo de todas, o casi todas, las primeras películas colombianas. Es la imagen del rechazo del director por una o varias maneras de hacer cine en Colombia. Mercedes Gaviria no hace otra cosa que pensar su lugar en el cine. Gaviria hija rechaza la herencia que tiene en su sangre y, como tantos otros, la encuentra en otra latitud y en otros nombres. Ella también ha filmado la idea de sus películas por venir.
En un breve momento, quizás cuando la tormenta del título acontece, pasa un milagro. El padre y otros familiares disfrutan de la piscina mientras llueve. La luz es oscura, una mínima capa de tiniebla cubre el plano. Detrás, al fondo, en lo más profundo de la imagen, está el cerro tusa. Vemos apenas una parte del raro triángulo que lo caracteriza. Hay también mucha niebla. Las gotas caen una a una en la superficie del agua. Es lindo pero no deja de ser inquietante: todo se moja por todos los lados. Víctor, en papel de padre, llama a su hijo menor para que disfrute, también él, la piscina (un llamado para no perderse nada de lo bueno del mundo). Mercedes, la directora, detrás de cámara, aprovecha el llamado y le pide a su hermano que corra una matera que tiene al frente, antes de sus sujetos, lo que suponemos le importa más. Aquella matera es ahora un estorbo, “ensucia el plano”. El hermano, Matías, no entiende el favor extraño. “Eso no va a cambiar nada”, grita. Mientras, el padre ha olido ya la situación. No será la primera vez que el hermano se niega a una petición de la hermana. Como si la propia Mercedes se lo hubiera pedido a él, el padre sale de la piscina y mueve la matera. Ella acaba de filmar la expresión completa de un amor. La imagen, por su lado, persiste en el misterio. No sabemos si el objeto último de ese amor es la imagen cinematográfica o la hija y sus deseos. Sea como sea ella es ahora libre. Ha estudiado a su papá con dedicación extrema y puede por fin desembarazarse de él y sus imágenes. Hará el cine que más quiera. Nosotros lo esperaremos con ansias.
El milagro:
Tal vez te interese:Ver todos los artículos
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
VER LOS ALIVIOS DEL DOLOR
LA IMPORTANCIA DE LA REPETICIÓN
Reflexiones semanales directo al correo.
El boletín de la Cero expande sobre las películas que nos sorprenden y nos apasionan. Es otra manera de reunirse y pensar el gesto del cine.
Las entregas cargan nuestras ideas sobre las nuevas y viejas cosas que nos interesan. Ese caleidoscopio de certezas e incertidumbres nos sirve para pensar el mundo que el cine crea.
Únete a la comunidadcontacto
Síguenos