Sebastián Tobón hace un breve repaso por distintas fases de la historia del cine nacional y rastrea las palabras de algunos directores de cine que ya han filmado dos películas para preguntarse por las intrincadas conexiones que tienen todos los agentes del "mundo audiovisual colombiano". El texto se concentra en la relación de los cineastas con la creación de pensamiento y sus posturas frente a las empresas y a los organismos benefactores. Y, en últimas, si todo esto podría eventualmente dar paso a una ansiada esfera pública cinematográfica.
Obra, industria y Estado. Cualquier reflexión seria que tenga la intención de considerar el cine en su complejidad y en su destino histórico no puede dejar de lado ninguno de estos elementos. El cine es obra, pero es industria y, dentro de su propio destino, está también el ser objeto de la vida política de un país específico. Justamente, esta es la perspectiva que esta consideración cultural quisiera conservar. Si nos hacemos la pregunta por la obra, tenemos que formular, al mismo tiempo, la pregunta por la relación entre el esfuerzo artístico por construir obra y el papel que juegan la industria y el Estado.
El caso colombiano es paradigmático a la hora de mostrar las tensiones que se manifiestan en las interacciones de estos tres ejes. No hay duda de que la historia colombiana de la producción cinematográfica permite ya afirmar que existen esfuerzos individuales y colectivos por construir lo que, en estricto sentido, podemos llamar obra, aun cuando, justamente, lo que queremos problematizar sea el hecho concreto de cómo se ha concebido esta noción. Y no hay duda, también, de que los pulimientos legislativos y las transformaciones institucionales son clara muestra de un esfuerzo por construir un entramado industrial lo suficientemente sólido y autosustentable alrededor del quehacer cinematográfico.
Por otro lado, es evidente también que, en este proceso, el papel del Estado colombiano ha sido central. Con claridad habría que decir que en Colombia no podría haber cine al margen del papel financiero que han jugado algunas instituciones de corte estatal. Estos tres fenómenos (obra, industria y Estado) han alcanzado, entonces, un grado de robustez tal que permite la formulación de la pregunta por los mutuos entramados que se han construido en el curso de las interacciones entre cada uno de sus campos de acción.
Desde esta perspectiva, en esta investigación de corte cultural nos interesa, justamente, indagar por las formas concretas de estas relaciones en el terreno del trabajo de campo cinematográfico y en los niveles institucionales. Como el lector muy temprano se puede dar cuenta, la pregunta por el público y su papel en este entramado tendrá que quedar latente en esta formulación inicial y preservarse a flote para cobrar el protagonismo que necesita en cada una de las exploraciones que este reporte tiene planeado. Es necesario, así, que se conserve tal inquisición para que no se pierda el norte al cual se aspira a llegar.
Ahora bien, es importante recordar que este texto es resultado de un trabajo de investigación que ha tenido como objetivo central la pregunta por la construcción de la obra cinematográfica, específicamente, por su estado actual en lo referente a los caminos y medios reales con los que cuenta un país como Colombia. En tanto que una de las intenciones subyacentes a este proyecto fue construir y realizar una serie de entrevistas a directores nuevos y, también, a aquellos de quienes se puede predicar una cierta trayectoria, se intentará integrar nuestras propias reflexiones a los resultados concretos que fueron arrojados en estas entrevistas realizadas a distintos directores en distintas etapas de sus carreras. Sin embargo, es también pertinente precisar que, de todos los directores que fueron entrevistados para estos fines, en este texto serán considerados, sobre todo, aquellos que en su camino de construcción de obra artística ya han alcanzado un momento más avanzado, es decir, han superado ese límite crítico tan tempranero que suele atravesarse entre la ópera prima y la segunda obra. En este sentido, es posible también ganar una cierta visión de los dilemas propios de este camino y de sus aprendizajes cuando ya se ha alcanzado un nivel de trayectoria que —como suele percibirse en el propio medio de creación fílmica— señala el momento que separa al profesional del amateur.
1. Historia de una paradoja
El entramado por el que nos preguntamos tiene una columna vertebral fundamental: la legislación cinematográfica y la tradición instaurada alrededor de esta legislación. Como es bien conocido ya, la historia del cine colombiano puede dividirse en dos grandes momentos que, a su vez, pueden encontrar otro tipo de divisiones, según sea la intención. Una gran división comenzaría por separar la historia del cine colombiano en un momento en el que el cine es, en estricto sentido, una empresa privada, un esfuerzo no reglado, una actividad al margen de cualquier noción institucional; asimismo, otro momento del cine colombiano se entendería como un producto del fomento estatal, es decir, como parte de la actividad pública del país. En efecto, esta división permite también diferenciar un estado del cine colombiano abandonado a su suerte —o a la suerte de empresas titánicas de carácter privado, como bien lo demuestran los casos paradigmáticos de las productoras pioneras (Acevedos) y de las primeras casas de exhibición (Di Domenicos)—, al lado de una etapa donde comienza todo un proceso que, hasta hoy, ha permitido estructurar esfuerzos por construir un órgano general de producción y puesta en escena. Pues bien, si nos atenemos a esta distinción, sabemos también que el entramado obra cinematográfica, industria y función pública se empieza a fraguar, en efecto, con la aparición en el panorama institucional de la Compañía de Fomento Cinematográfico (conocida en el argot jurídico como el decreto 1924 del 78), y alcanza su punto más alto dentro de este relato con la Ley de Cine (ley 814 de 2003). Fue este impulso normativo y burocrático el que ha permitido la configuración de una constelación de creación, producción y recepción de obra fílmica en el país y el que —también se puede decir— permite esta misma discusión en el presente.
A partir de la creación de FOCINE se constituye una dinámica que va a favorecer la creación de cine en Colombia en la misma medida en que la va a impedir. Como bien señala Simón Puerta en su ilustrativo ensayo Cine y nación (Puerta, Simón (2015). Cine y Nación. Negociación, construcción y representación identitaria en Colombia. Ed. Universidad de Antioquia), en referencia al crítico de cine colombiano Diego Rojas, esta entidad incubó tres estadios claves en la comprensión de la producción de obra fílmica, entendida como mixtura industrial-estatal: un momento de impulso industrial y puramente financiero, en el que los estímulos tenían el espíritu de un crédito bancario; otro en el que los estímulos bancarios se convierten a la forma de créditos condonables; y un último momento, en el que el papel de la institución financiero-estatal muta completamente hacia la forma de una productora que participa, ella misma, del desarrollo de proyectos cinematográficos. Esta fue una época del cine colombiano que permitió a ciertos directores emprender el camino de búsqueda de lo que en los círculos especializados se ha denominado “una voz propia”, tal y como ha sido el caso de Sergio Cabrera, Víctor Gaviria o del Grupo de Cali.
Tras la desaparición de FOCINE y a partir de la orfandad productiva que suscitó su desmantelamiento, la comunidad de productores cinematográficos y de gestores culturales entabló diversas discusiones que darían como resultado la Ley de Cine, constituida en dos grandes pasos: la creación del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica, con la Ley 397 de 1997, y la constitución final del mecanismo con la Ley 814 de 2003. En este esfuerzo mancomunado de sectores públicos y privados se delinearían los mecanismos que determinan la actual construcción de producción cinematográfica y se crearía un contexto para nuestras consideraciones acerca de la construcción de obra en Colombia. Lo que interesa en esta reconstrucción es, justamente, señalar lo que en el título de este segmento hemos llamado una “paradoja”. Ésta constituye el marco discursivo en el que pretende moverse el presente análisis.
Hay un rasgo común entre el funcionamiento de FOCINE y el funcionamiento del Fondo. Sus enfoques han estado determinados por fuerzas de muy distinta naturaleza en las que, como puede parecer obvio, aquellas que buscan defender y representar intereses privados, reflejados en la posibilidad de hacer empresa cinematográfica, han sido prevalentes. Este es un factor que, en condiciones económico-sociales normales, no debería representar un problema. Sin embargo, lo es en un contexto en el que el desarrollo económico influye directamente en el desarrollo técnico, por un lado, y en el desarrollo formativo-intelectual de los públicos, por el otro. Así, pues, las ideas de “fomento” y de “promoción” que están detrás de tales proyectos públicos se dan la mano con la necesidad de ganancia por parte del lado “privado” de la ecuación. Y, reiteramos, esto no debería ser un problema en principio, pero lo es también debido a la forma como fue diseñado el mecanismo.
En este punto, la reconstrucción histórica del sistema de apoyos y estímulos a la realización de cine se toca muy de cerca con nuestra pregunta inicial: ¿contribuye este sistema, en verdad, a la consolidación de obras artísticas cinematográficas? ¿Aporta, en general, a una idea orgánica de industria cinematográfica en el país? Por un lado, se podría responder sí a la pregunta, siempre y cuando se piense como construcción de obra la efectiva realización de proyectos cinematográficos. Por otro lado, cuando se consideran las condiciones bajo las cuales es pensada la accesibilidad general a este tipo de creaciones y, en este sentido, cuando se es consciente de la casi imposibilidad de que exista un impacto público de esa producción de obras en la sociedad, parece que, en efecto, la idea de una obra como herramienta de choque social queda completamente desestimada.
En efecto, tanto FOCINE como el Fondo lograron contribuir a dar un paso hacia la absoluta superación de la precariedad en la realización de proyectos de cine. El apoyo estatal, en este caso, ha fungido como soporte para que no sólo directores muy experimentados puedan llevar a cabo sus proyectos, sino también para que jóvenes estudiantes de cine y directores en ciernes puedan iniciar una carrera cinematográfica. Por otro lado, ninguno de estos sistemas de financiación estatales ha logrado establecer lazos lo suficientemente vinculantes con las cadenas privadas de distribuidores y exhibidores, de tal manera que las películas que milagrosamente se llegan a producir puedan también —de un modo milagroso— hacer parte de los circuitos públicos en condiciones adecuadas.
Esta ruptura fundamental entre producción asistida y exhibición, en el marco del interés privado, ha creado un vacío difícil de subsanar, o cuyos intentos de superación tampoco han sido suficientes. En efecto, el sistema de financiación de la última versión de la Ley de Cine ha conseguido que la asistencia financiera a la producción de películas nacionales no dependa de los vaivenes del presupuesto nacional; esto es, ha logrado un esquema de autofinanciación que vincula directamente a los distribuidores y exhibidores, a través de la estipulación de unos sobrecostos en la taquilla de cine que van directamente al fondo con el cual se subsidian costos de realización. Sin embargo, este “obligatorio” sobrecosto no necesariamente enlaza a los distribuidores pues, en último término, quienes lo pagan son los usuarios del cine en Colombia, es decir, los espectadores.
Lo problemático en este sistema paradojal es que esta “imposición” sobre el sistema privado de exhibición también ha ido acompañada de un absoluta libertad de decisión en manos de los privados para la escogencia de horarios, intensidades de exhibición y cambios en la programación de las salas de cine. En este esquema, entra una cuestión adicional que es la que trataremos de dilucidar con este análisis: ¿cómo es posible que un cine tenga un impacto positivo sobre la sociedad colombiana si los esquemas de exhibición favorecen permanentemente —por el bien de la taquilla y, por tanto, por el bien de la financiación del cine en Colombia— a las producciones de espíritu industrial y mercantil? ¿Cómo hablar satisfactoriamente de una construcción de obra en condiciones en las que las películas no alcanzan a llegar ni siquiera a las salas de cine? ¿Es posible una obra sin público que pueda avalar tal obra? ¿Es posible, en general, hablar de una producción cinematográfica con sentido cuando no hay un camino claro para que ésta impacte en la sociedad?
2. La voz del director
Intentaremos considerar estas preguntas desde las perspectivas que tienen algunos directores colombianos acerca del fenómeno de la realización de obra. Lo interesante de algunas de las entrevistas es que, justamente, entre los entrevistados se encuentran realizadores que se ocupan de tipos de cine muy diversos. Es probable que en esta diversidad de opiniones se logren encontrar ciertos claroscuros que coadyuven a la intención de este texto.
Nos interesa, en primer lugar, centrarnos en el problema del tránsito de la primera a la segunda obra. Al formular la pregunta por este paso, sus dificultades y aprendizajes, lo que se tenía en mente era indagar por las condiciones generales en el país —condiciones que, necesariamente, implican a la industria cinematográfica (productoras, realizadoras, etc.)—, así como por las facilidades de acceso más allá —o, mejor, más acá— de cualquier inquietud sobre el papel de las subvenciones estatales en la realización de obra cinematográfica.
Varias características se traslucen cuando se intenta aprehender, de manera general, los resultados de las entrevistas; en este sentido, todo dependerá siempre del grado de inmersión dentro de un circuito ya existente de apoyo financiero para la realización de trabajos fílmicos. Así, se da por sentada la excesiva dificultad de la realización de una primera obra, en tanto que la segunda aparece, en realidad, como el momento decisivo en la carrera cinematográfica. Tal percepción general puede tener muchos factores de base, pero, sobre todo, su importancia gravita en lo que promete tal éxito de cara al futuro de la carrera como director.
En una de las entrevistas, la joven directora Daniela Abad —Carta a una sombra (2015), The smiling Lombana (2019)— señala una cuestión de suma importancia a la hora de entender la realización de obra en Colombia. A la pregunta por las diferencias entre realizar una primera o una segunda producción, Abad se refería a la primera como aquella que, en el imaginario general del espectador, es la que decide el éxito o no de un director: “[e]xiste el estigma de que la primera película debe ser una gran obra”. En tal expresión está contenido el temor inicial de todo cineasta, esto es, la idea de que, en medio de la precariedad productiva y de la escasez de trabajos, cada obra no sólo es milagrosa por sus condiciones de producción, sino que lo es también desde el punto de vista creativo. La idea de que una obra es producto exclusivo de un talento singular afecta, en términos generales, el hecho concreto de que una primera obra es, en realidad, un trabajo preparatorio. Como lo reconoce la misma Abad, “las primeras películas sirven para hacer la segunda, y la segunda para la tercera”. En su propia perspectiva, las dificultades de hacer la primera, y hasta la segunda, implican, en términos generales, la posibilidad de que la tercera sea “un poco menos difícil”. Así, es claro que para un nuevo director, esta primera producción —e incluso la segunda— es la posibilidad de consolidar aprendizajes teóricos que bien pueden haber adquirido en la escuela de cine o a través de un interés personal por el oficio. Al asumir el proceso de esta manera, el paso de una primera a una segunda película se determinaba más por una preocupación de orden financiero que por una cuestión de orden creativo, pues, según la directora, en cuanto a la concepción de la segunda obra, supo aprovechar tanto el momento creativo como el impulso que le había dado la primera producción.
Para otros directores como William Vega —La sirga (2012), Sal (2018)—, la segunda película, por el contrario, se constituye en una especie de desafío de producción. Para Vega, esta es una especie de recompensa que se ha obtenido por el hecho de haber realizado la primera película. En sus propias palabras, es la segunda producción la que se caracteriza, como “un reto creativo”, como una oportunidad que le “permitió ser más arriesgado”. En su visión creativa, la segunda producción genera un espacio de autenticidad que se nutre necesariamente del hecho de haber realizado una primera película. En este sentido, tal expresión es coherente con lo que hemos analizado más arriba: la primera producción está enmarcada dentro de un ecosistema de realización de cine que no es del todo amable en términos institucionales, ni mucho menos en términos de un público fértil.
Para este director, la realización de la segunda película es también, entonces, producto de ciertos sacrificios formales y compositivos que se llevan a cabo en la primera. La segunda es producto de ciertas concesiones que se hacen a una industria que exige taquilla y a un público que demanda sentidos transparentes. En estos términos, Vega entiende su segundo trabajo como una “vuelta al comienzo”, en la cual se padece una absoluta soledad: “[s]i en el fútbol haces un buen partido, te compran, te invitan; en el cine no necesariamente: hay soledad”. Para él era claro que con la segunda producción “uno quiere hacer su verdadera primera película”. Más adelante volveremos a estas ideas cuando consideremos el papel del Estado y de la industria en este momento de tránsito entre la primera y la segunda producción.
Por su parte, la directora Libia Stella Gómez —Historia del baúl rosado (2005), Ella (2015)— ve en la realización de obras inaugurales la culminación de procesos formativos. En sus propias palabras, “hacer una película y ponerla en los cines es como la graduación”. Según Gómez, Colombia es un país de óperas primas y, en general, “es más difícil —dice— hacer una segunda que una primera”. Si se piensa el sistema de estímulos para la realización de la primera película como un impulso a la culminación exitosa de un proceso formativo, es claro que la realización de una segunda película, visto desde esta perspectiva, tiene el problema de no inscribirse ya en el terreno de la formación de directores. Su propia experiencia, al pasar de su primera producción (Historia del baúl rosado) a la segunda (Ella), fue, justamente, que por mor de una consecución de recursos para la realización de la obra, ella debía reducir sus expectativas, pues se “había planteado un proyecto muy grande”.
Esta idea de ponerse límites aparece también en las consideraciones del director caleño Jaime Osorio —El páramo (2011), Siete cabezas (2017)—, para quien el carácter más experimental de su segunda producción estuvo, justamente, determinado por una correlativa disminución del riesgo a nivel financiero. En este caso, tal y como lo concibe el director, la disminución de expectativas financieras en la realización —y, precisamente, gracias a la realización de una primera producción que sirve como respaldo cualitativo— le ha permitido construir una propuesta más “arriesgada” en términos formales, una producción de corte menos narrativo y más experimental. Este director también ha afirmado algo que puede ser interesante en el contexto de la pregunta y que coordina bien con las intenciones de nuestra indagación; así, ante la pregunta sobre el significado de una segunda obra, Osorio afirmó que su interés “no es hacer películas, sino hacer cine”, queriendo significar con ello que “hacer una primera película es sólo el primer paso para hacer cine”.
Este es, sin embargo, el panorama de aquellos que han recibido, de una u otra manera, un apoyo por parte del FDC. Existen, por ejemplo, otro tipo de experiencias de algunos realizadores que, sea debido a su contacto con instituciones privadas o gracias a un esfuerzo acumulado con miras a la realización de otras producciones, han logrado sacar adelante diferentes proyectos cinematográficos sin recurrir a fondos de carácter público. Este es el caso de directores como Orlando Pardo —Karma. El precio de tus actos (2006) y Alma de héroe (2019)—. Este director, consciente de que una “segunda película es una quijotada”, también es muy consciente de cuáles son los tipos de historia que deben contarse para que la actividad de creación cinematográfica sea un producto apetecible para los financiadores particulares. Pardo, para quien “el bicho corporativo” parece ser una experiencia permanente de la realización audiovisual —y quien ha sabido distribuir su actividad creativa entre la televisión, el cine y la publicidad—, conoce bien cuáles son las estrategias para, en la realización de sus dos películas, no haber tenido que acudir al FDC en ninguna de las ocasiones. Más allá de las cualidades objetivas de este tipo de producciones —en las que, claramente, hay una constitución atractiva para el mercado, atracción que, en las condiciones actuales, implica el deterioro cualitativo en términos de un cine valioso en términos artísticos—, la experiencia de este director evidencia algo importante: los modelos cinematográficos de autofinanciación sólo son posibles a partir del sacrificio de reflexiones fundamentales en torno a la actividad creativa y a la esfera pública cinematográfica. Apartarse del sistema de estímulos en Colombia también parece suponer una separación de todo un universo de significados donde el cine aún tiene algo qué construir socialmente.
Ahora bien, esto permite entrar en el terreno de indagación que toca con el papel del Estado y de la industria en estos esfuerzos particulares de construir obra. A la hora de identificar el papel de las entidades públicas en la construcción de sus obras individuales, muchos de los entrevistados apuntaron a similares defectos y virtudes de la Ley de Cine, del funcionamiento del Fondo de Desarrollo Cinematográfico y de la composición del CNACC. Por otro lado, casi todos concuerdan con la opinión claramente expresada por la directora Daniela Abad, para quien parece evidente que “si el FDC no existiera […] no podríamos hacer películas [...], se acabaría la industria”, pues, respecto de los demás fondos internacionales disponibles para la realización de obra, “lo normal es no ganar”.
Por su parte, se encuentra un concepto sumamente interesante en el razonamiento de William Vega, pues la pregunta por el papel de los entes estatales se vuelve aún más seria cuando lo que está en juego es la posibilidad de crear una obra no comercial, es decir, de poner en concurso y de someter a la posibilidad de financiación proyectos fílmicos que, de antemano, tienen claras sus posibilidades de articularse en el gusto general del espectador colombiano. Aquí, justamente, se expresa la tensión a la que ya hemos hecho referencia, pues “ser arriesgado”, como el mismo director lo reconoce, es someterse a la soledad creativa que aparecía en la cita de su propio testimonio.
En estos ires y venires de las obras, en las posibilidades de que entren o no dentro del gusto mayoritario del público, yace también un condicionamiento tácito de que su trabajo pueda ser o no apoyado posteriormente. Esta tensión —que hace parte de la paradoja ya expuesta del funcionamiento institucional del sistema de fomento cinematográfico en Colombia— tiene una consecuencia: un proceso de aprendizaje en el director de cine. Este proceso de aprendizaje no es sólo en términos de una aumentada experiencia técnica o un conocimiento más profundo de la actividad productiva en el cine, sino que se trata, también, de una paulatina introyección de la censura, de un permanente proceso de adaptación a la sensibilidad hegemónica de los públicos y, en último término, de una adaptación a las exigencias tácitas, y a veces explícitas, de las instituciones de fomento. Es un proceso, como bien lo reconoce Vega, en el que el esfuerzo “autocrítico [termina por] censurar otros proyectos”.
Dice además: “la contención de las propias ideas al final lo que busca es que la película tenga un montón de ojos que la procesen”, es decir, que la película pueda lograr cierta amplitud en su audiencia. Este es un trámite que no se logra sin una necesaria pérdida de autenticidad en el trabajo, que está claramente obligada por la necesidad que tiene el autor de hacerse una carrera en su propio campo de desempeño.
Para otros directores como Osorio y como Pardo, por el contrario, el Fondo opera de tal manera que sólo cierto tipo de películas suelen ser beneficiarias. Pardo, que se tiene a sí mismo como un “contador de historias”, manifiesta críticamente su interés de que el FDC se decante también por proyectos que están pensados como obras afines al gusto mayoritario de la audiencia cinematográfica. A pesar de nunca haber tenido un aval del FDC, dice que no le interesa la política y que, justamente, está a favor de una despolitización de esta institución que opera a partir de una ley a la que “le hace falta claridad”, y que, como lo sugiere, tiene preferencias en sus directores beneficiarios.
Osorio, por su parte, ve la necesidad de que haya películas acerca de todos los temas, de que todo tipo de producciones puedan acceder a los estímulos.
En la perspectiva de Libia Stella Gómez, “el fondo falla bastante en incentivar la trayectoria”. En su perspectiva, hay una inclinación hacia el fomento de obras que abren carrera cinematográfica, es decir, hay una “preferencia por las óperas primas”, cuando, desde su visión, la verdad sería que “entre la primera y la segunda película las cosas son muy difíciles”. Esta última perspectiva deja ver un problema concreto en el funcionamiento del Fondo: si bien parece que no hay una clara política de apoyo a la construcción de obra —pues es a partir de la primera y la segunda que se conciben como óperas prima—, el Fondo no estipula un apoyo a la construcción posterior de una voz cinematográfica. A partir de la segunda película, todos los directores deben entrar en directa competencia con otros que ya han logrado establecer una trayectoria. Esto, aunado a los problemas de las exhibidoras, crea pedagógicamente una dificultad, pues, como lo dice la misma directora, a la luz de estas evidentes dificultades en el mundo del trabajo cinematográfico, “¿cómo incentivar a los chicos [los estudiantes] a que se lancen a este universo?”. Para Gómez, mientras no exista una política clara respecto de las distribuidoras y las exhibidoras, y no haya una reglamentación más comprometida respecto de las salas de arte y de ensayo, el panorama de la labor cinematográfica parece ser oscuro.
3. ¿Se puede hacer obra cinematográfica en Colombia?
Probablemente en el mundo de la producción cinematográfica colombiana la pregunta por la constitución de obra sea una de las más sensibles. Sin temor a exagerar, se podría decir que las respuestas se dividen entre quienes piensan que Víctor Gaviria es el único director con obra cinematográfica o, por otro lado, aquellos que, sin ironía, consideran que Dago García es el único que ha logrado un conjunto de producciones en serie y que se ha garantizado para sí —y para otros— un modo de funcionamiento cinematográfico sostenible. Quienes piensan en estas dos direcciones, sin embargo, responden a la pregunta con criterios completamente diferentes. A partir de esta diferencia uno puede acercarse más conscientemente al problema. Quienes creen que Dago García es el único director en Colombia con obra autosustentable lo afirman en el mismo sentido que el director Orlando Pardo afirma que este realizador “es el único que sabe para quién hace una película”, esto es, es el único que conoce su público y en torno a este condicionamiento industrial construye su propia estructura de trabajo. En este sentido, obra se entendería como la posibilidad de hacer aquello que se quiera sin las molestias de una preocupación permanente por los medios para llevarlo a cabo. Quienes así piensan, poco reflexionan acerca de los contenidos de estas producciones, acerca de algún tipo de función social que el cine deba satisfacer, o acerca de la producción de visiones del mundo que, en último término, han de convertirse en factores políticos. A este modo de producción le interesa la ganancia, sea cual sea su finalidad.
El otro tipo de respuesta basaría su juicio, por el contrario, en aspectos de otro tipo. Muy probablemente argumentaría, como bien lo hizo ya el crítico de cine Luis Alberto Álvarez (Álvarez, Luis Alberto. Victor Gaviria. Un autor. El Colombiano 4/28/85) a través de la idea de que Gaviria ha alcanzado una voz propia —un carácter de autor— no necesariamente por el despliegue técnico de sus obras, sino porque en ellas ha mediado unos materiales específicos de la realidad colombiana que, a su vez, ha transformado y expuesto por medio de una poética propia. En este tipo de respuestas se evidencia un proceso mental y estético de otro cuño. No nos concentramos tanto en las discusiones sobre las fuentes financieras, ni sobre cómo se logró la película, o si ella misma es un milagro. La discusión pasa inmediatamente al terreno puramente estético y, en ello, la palabra obra parece cobrar otro significado.
En una entrevista realizada al exdirector de cinematografía del CNACC, Julián David Correa, éste fue enfático al afirmar que los problemas con la industria del cine colombiano no tienen tanto que ver con una falta de soporte estructural de la institución, sino con el hecho de que no hay un esfuerzo por crear trabajo autoral. En sus palabras, ya no se trata de “un problema de plata, es un problema de concepto”. En términos generales, Correa defiende el funcionamiento de la institucionalidad colombiana encargada de los fomentos al cine, y sólo ve como deficitaria la velocidad de adaptación a las nuevas plataformas de reproducción. De esta opinión resulta interesante la perplejidad por la falta de voz autoral o, como él lo denomina, la falta de “concepto”. Creo que, como enunciamos más arriba, esta carencia de concepto nos remite al problema central de la producción de obra en el país. Sin embargo, suele atribuirse a una especie de falta de formación generalizada o a una falta de potencia creativa, atribuible a los realizadores individualmente considerados. Esta sería una opinión errada, de cara a lo que, justamente, venimos evaluando en esta reflexión. Como ya se ha insistido, es imposible separar la noción de un trabajo disciplinado de producción cinematográfica de una adecuada plataforma institucional. Sería inadecuado, en todo caso, tratar de desligar las condiciones de producción artística de las condiciones más amplias de la vida política y social. Habría que poner, entonces, nuevamente los ojos sobre el funcionamiento de los mecanismos de fomento.
En el curso de esta investigación también se tuvo la oportunidad de discutir con el profesor y también realizador de cine Gabriel Alba. En esta discusión, y ante la pregunta de por qué era tan difícil la constitución de una obra consistente, el entrevistado dejó claro que, además de que en Colombia “la mayoría de cineastas son fondodependientes”, hay carencias en términos conceptuales, semejantes a las que se han enunciado ya con la opinión de Correa. Sin embargo, esta falta de un trabajo conceptual consciente sobre la obra la pone en relación Alba con el funcionamiento de los fondos públicos. En su perspectiva, las segundas películas siempre padecen bajo unas dificultades de producción tremendas y esa es la razón de que sean tan diferentes a las primeras producciones. En sus palabras: “[c]on la primera película se responde a la pregunta ¿qué me gusta a mí?; con la segunda se responde a la pregunta ¿qué le gusta al público?”. Esto se vincula, en su opinión, al hecho de que no hay disciplina ni formación en la producción, así como a que “falta formación para constitución de guiones”.
Esta opinión apunta —probablemente sin quererlo— al hecho de que hay una desvinculación fundamental entre el trabajo intelectual particular de los realizadores y el modo como se financian públicamente las obras. No es necesariamente problemático que los cineastas sean “fondodependientes”, como sí el hecho de que el sistema, en su totalidad, sólo esté pensado como un mecanismo de apoyo para la producción y no para la exhibición. ¿Por qué esto sería un problema para la constitución de obra? Pues, precisamente, como se ha señalado ya un par de veces arriba, en esta dinámica de apoyo preeminente a la producción, y de descuido o “privatización” de los circuitos de exhibición, se crea una circunstancia donde, fácilmente, se somete la voz del cineasta a las necesidades estéticas de las mayorías y, en último término, al arbitrio de los programadores de cartelera en salas de exhibición capturadas por afanes meramente mercantiles.
Entre nuestros entrevistados fue Celmira Zuluaga quien se expresó a este respecto. En sus respuestas a nuestros interrogantes, Zuluaga fue enfática en responsabilizar a los fondos públicos de un descuido sistemático en el aspecto de la exhibición. En sus palabras, “[e]l gobierno debe obligar a los exhibidores”, es decir, debe procurar que las películas tengan más tiempo en exhibición y que puedan competir en igualdad de condiciones con otras películas de industrias extranjeras. En su diagnóstico, de continuarse la circunstancia en la cual los tiempos de exhibición dependen absolutamente de los deseos de monetización de los empresarios, “el cine colombiano se va a morir”; y añade, “nadie va a hacer más películas en esas condiciones”.
4. El público (y la crítica)
Como ya se ha insinuado, entonces, la búsqueda de una obra no puede ser la pregunta ingenua por la persona del creador. O, al menos, no puede ser sólo esa pregunta. En el país de Víctor Gaviria y de Dago García, es imperativo crear una especie de ecosistema pleno en el que no sólo cierto tipo de cine pueda ser autosustentable, sino que todo tipo de cine, por experimental que sea, pueda encontrar una cierta tranquilidad de construcción. Pero tampoco se trata solamente de las condiciones económicas, sino de unas condiciones generales de las que participan todas las instituciones sociales: se trata de una esfera pública cinematográfica. Con esto se apunta a la necesidad de ser conscientes de que la imbricación Estado-industria-obra obedece a una necesidad que va más allá de las necesidades propias del mundo del cine. El cine está allí porque, más allá de sí mismo, está la sociedad a la cual se debe. En este sentido, la pregunta por la obra tiene que ser la pregunta por la totalidad de las condiciones para el pensamiento —sea éste en forma de arte o de conocimiento—. A la triada con la que iniciábamos este texto tenemos entonces que vincular a la sociedad en general como receptora del trabajo estético.
A uno de los cuestionamientos sobre la necesidad de una formación de públicos y la posibilidad de que ésta también estuviera directamente subvencionada por los estímulos a la actividad cinematográfica, el director William Vega ha respondido con una agudeza digna de considerar de cerca: “[e]l asunto de la formación de públicos, visto de una manera asistida, será insuficiente si la formación de públicos no opera, por ejemplo, desde las instituciones educativas”. El autor complementaba su respuesta argumentando que, si existían, en general, asignaturas en las instituciones de formación básica en las que se enseñaba literatura y apreciación literaria, era necesario que la formación de públicos de cine estuviera determinada desde estas edades tempranas, que hubiera una formación de la sensibilidad para la apreciación del cine.
En esta respuesta encontramos varios elementos valiosos para nuestra reflexión. Por un lado, es claro que no se trata sólo de una “subvención”. Si queremos tener obra cinematográfica, si queremos tener cine, si se pretende tener una vida institucional coherente con las necesidades estéticas y cognitivas de una nación, es importante superar esa visión de que el Estado sólo logra su presencia a través de la “asistencia”. En esto están implicados procesos mucho más profundos y que, necesariamente, deben ir al comienzo mismo de la formación del sujeto y del ciudadano.
En segundo lugar, y por otro lado, tampoco es suficiente con este tipo de dinámicas educativas. Está claro que por mucho que se imparta literatura en los colegios, esto no necesariamente repercute en un público formado para la apreciación literaria, ni mucho menos le garantiza al negocio editorial un futuro próspero. Es aquí donde la idea de una formación de la sensibilidad se vuelve transversal e implica los esfuerzos de todos los sectores de la sociedad y del Estado. En su artículo “El cine colombiano: una industria cultural incipiente”, Guillermo D´abbraccio Krentzer apunta al lugar al que buscamos llegar: “[l]a apuesta por la formación de públicos es un imperativo […], pero esta (idea) no es posible de diseñar, formalizar y ejecutar sino se articula con la formación de lectores, y eso es un problema de política educativa unida a política cultural” (D´abbraccio Krentzer, Guillermo (2011). El cine colombiano: una industria cultural incipiente. III Congreso InveCom). Es imposible pensar en un público para el cine a menos que se conciba un público en general, si no hay un esfuerzo por crear propiamente el espacio de lo público en el que se articulen todas las dimensiones de la vida en comunidad.
Aquí quizá sea apropiada una última reflexión acerca de la crítica cinematográfica. Con lo dicho también queda claro de qué se trata nuestro reclamo, como críticos, a que esta actividad cobre relevancia no sólo en el entramado del terreno cinematográfico, sino, en general, en la vida cultural del país. Cuando se reclama renovar el valor del crítico de cine o del crítico cultural, no se trata sólo de salvar una expresión del periodismo como arandela suelta de las esferas públicas tradicionales. Aquí se trata, más bien, de salvar al público que se expresa en el acto de la crítica como una forma de manifestación particular de la ciudadanía. Cuando hablamos de salvar al cine y de salvar la crítica, se trata de salvarnos todos como nación.
Las entrevistas utilizadas para este texto fueron realizadas por Mauro Rivera
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CONSTRUCCIÓN DE OBRA EN UN PAÍS SIN PÚBLICO
Sebastián Tobón hace un breve repaso por distintas fases de la historia del cine nacional y rastrea las palabras de algunos directores de cine que ya han filmado dos películas para preguntarse por las intrincadas conexiones que tienen todos los agentes del "mundo audiovisual colombiano". El texto se concentra en la relación de los cineastas con la creación de pensamiento y sus posturas frente a las empresas y a los organismos benefactores. Y, en últimas, si todo esto podría eventualmente dar paso a una ansiada esfera pública cinematográfica.
Obra, industria y Estado. Cualquier reflexión seria que tenga la intención de considerar el cine en su complejidad y en su destino histórico no puede dejar de lado ninguno de estos elementos. El cine es obra, pero es industria y, dentro de su propio destino, está también el ser objeto de la vida política de un país específico. Justamente, esta es la perspectiva que esta consideración cultural quisiera conservar. Si nos hacemos la pregunta por la obra, tenemos que formular, al mismo tiempo, la pregunta por la relación entre el esfuerzo artístico por construir obra y el papel que juegan la industria y el Estado.
El caso colombiano es paradigmático a la hora de mostrar las tensiones que se manifiestan en las interacciones de estos tres ejes. No hay duda de que la historia colombiana de la producción cinematográfica permite ya afirmar que existen esfuerzos individuales y colectivos por construir lo que, en estricto sentido, podemos llamar obra, aun cuando, justamente, lo que queremos problematizar sea el hecho concreto de cómo se ha concebido esta noción. Y no hay duda, también, de que los pulimientos legislativos y las transformaciones institucionales son clara muestra de un esfuerzo por construir un entramado industrial lo suficientemente sólido y autosustentable alrededor del quehacer cinematográfico.
Por otro lado, es evidente también que, en este proceso, el papel del Estado colombiano ha sido central. Con claridad habría que decir que en Colombia no podría haber cine al margen del papel financiero que han jugado algunas instituciones de corte estatal. Estos tres fenómenos (obra, industria y Estado) han alcanzado, entonces, un grado de robustez tal que permite la formulación de la pregunta por los mutuos entramados que se han construido en el curso de las interacciones entre cada uno de sus campos de acción.
Desde esta perspectiva, en esta investigación de corte cultural nos interesa, justamente, indagar por las formas concretas de estas relaciones en el terreno del trabajo de campo cinematográfico y en los niveles institucionales. Como el lector muy temprano se puede dar cuenta, la pregunta por el público y su papel en este entramado tendrá que quedar latente en esta formulación inicial y preservarse a flote para cobrar el protagonismo que necesita en cada una de las exploraciones que este reporte tiene planeado. Es necesario, así, que se conserve tal inquisición para que no se pierda el norte al cual se aspira a llegar.
Ahora bien, es importante recordar que este texto es resultado de un trabajo de investigación que ha tenido como objetivo central la pregunta por la construcción de la obra cinematográfica, específicamente, por su estado actual en lo referente a los caminos y medios reales con los que cuenta un país como Colombia. En tanto que una de las intenciones subyacentes a este proyecto fue construir y realizar una serie de entrevistas a directores nuevos y, también, a aquellos de quienes se puede predicar una cierta trayectoria, se intentará integrar nuestras propias reflexiones a los resultados concretos que fueron arrojados en estas entrevistas realizadas a distintos directores en distintas etapas de sus carreras. Sin embargo, es también pertinente precisar que, de todos los directores que fueron entrevistados para estos fines, en este texto serán considerados, sobre todo, aquellos que en su camino de construcción de obra artística ya han alcanzado un momento más avanzado, es decir, han superado ese límite crítico tan tempranero que suele atravesarse entre la ópera prima y la segunda obra. En este sentido, es posible también ganar una cierta visión de los dilemas propios de este camino y de sus aprendizajes cuando ya se ha alcanzado un nivel de trayectoria que —como suele percibirse en el propio medio de creación fílmica— señala el momento que separa al profesional del amateur.
1. Historia de una paradoja
El entramado por el que nos preguntamos tiene una columna vertebral fundamental: la legislación cinematográfica y la tradición instaurada alrededor de esta legislación. Como es bien conocido ya, la historia del cine colombiano puede dividirse en dos grandes momentos que, a su vez, pueden encontrar otro tipo de divisiones, según sea la intención. Una gran división comenzaría por separar la historia del cine colombiano en un momento en el que el cine es, en estricto sentido, una empresa privada, un esfuerzo no reglado, una actividad al margen de cualquier noción institucional; asimismo, otro momento del cine colombiano se entendería como un producto del fomento estatal, es decir, como parte de la actividad pública del país. En efecto, esta división permite también diferenciar un estado del cine colombiano abandonado a su suerte —o a la suerte de empresas titánicas de carácter privado, como bien lo demuestran los casos paradigmáticos de las productoras pioneras (Acevedos) y de las primeras casas de exhibición (Di Domenicos)—, al lado de una etapa donde comienza todo un proceso que, hasta hoy, ha permitido estructurar esfuerzos por construir un órgano general de producción y puesta en escena. Pues bien, si nos atenemos a esta distinción, sabemos también que el entramado obra cinematográfica, industria y función pública se empieza a fraguar, en efecto, con la aparición en el panorama institucional de la Compañía de Fomento Cinematográfico (conocida en el argot jurídico como el decreto 1924 del 78), y alcanza su punto más alto dentro de este relato con la Ley de Cine (ley 814 de 2003). Fue este impulso normativo y burocrático el que ha permitido la configuración de una constelación de creación, producción y recepción de obra fílmica en el país y el que —también se puede decir— permite esta misma discusión en el presente.
A partir de la creación de FOCINE se constituye una dinámica que va a favorecer la creación de cine en Colombia en la misma medida en que la va a impedir. Como bien señala Simón Puerta en su ilustrativo ensayo Cine y nación (Puerta, Simón (2015). Cine y Nación. Negociación, construcción y representación identitaria en Colombia. Ed. Universidad de Antioquia), en referencia al crítico de cine colombiano Diego Rojas, esta entidad incubó tres estadios claves en la comprensión de la producción de obra fílmica, entendida como mixtura industrial-estatal: un momento de impulso industrial y puramente financiero, en el que los estímulos tenían el espíritu de un crédito bancario; otro en el que los estímulos bancarios se convierten a la forma de créditos condonables; y un último momento, en el que el papel de la institución financiero-estatal muta completamente hacia la forma de una productora que participa, ella misma, del desarrollo de proyectos cinematográficos. Esta fue una época del cine colombiano que permitió a ciertos directores emprender el camino de búsqueda de lo que en los círculos especializados se ha denominado “una voz propia”, tal y como ha sido el caso de Sergio Cabrera, Víctor Gaviria o del Grupo de Cali.
Tras la desaparición de FOCINE y a partir de la orfandad productiva que suscitó su desmantelamiento, la comunidad de productores cinematográficos y de gestores culturales entabló diversas discusiones que darían como resultado la Ley de Cine, constituida en dos grandes pasos: la creación del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica, con la Ley 397 de 1997, y la constitución final del mecanismo con la Ley 814 de 2003. En este esfuerzo mancomunado de sectores públicos y privados se delinearían los mecanismos que determinan la actual construcción de producción cinematográfica y se crearía un contexto para nuestras consideraciones acerca de la construcción de obra en Colombia. Lo que interesa en esta reconstrucción es, justamente, señalar lo que en el título de este segmento hemos llamado una “paradoja”. Ésta constituye el marco discursivo en el que pretende moverse el presente análisis.
Hay un rasgo común entre el funcionamiento de FOCINE y el funcionamiento del Fondo. Sus enfoques han estado determinados por fuerzas de muy distinta naturaleza en las que, como puede parecer obvio, aquellas que buscan defender y representar intereses privados, reflejados en la posibilidad de hacer empresa cinematográfica, han sido prevalentes. Este es un factor que, en condiciones económico-sociales normales, no debería representar un problema. Sin embargo, lo es en un contexto en el que el desarrollo económico influye directamente en el desarrollo técnico, por un lado, y en el desarrollo formativo-intelectual de los públicos, por el otro. Así, pues, las ideas de “fomento” y de “promoción” que están detrás de tales proyectos públicos se dan la mano con la necesidad de ganancia por parte del lado “privado” de la ecuación. Y, reiteramos, esto no debería ser un problema en principio, pero lo es también debido a la forma como fue diseñado el mecanismo.
En este punto, la reconstrucción histórica del sistema de apoyos y estímulos a la realización de cine se toca muy de cerca con nuestra pregunta inicial: ¿contribuye este sistema, en verdad, a la consolidación de obras artísticas cinematográficas? ¿Aporta, en general, a una idea orgánica de industria cinematográfica en el país? Por un lado, se podría responder sí a la pregunta, siempre y cuando se piense como construcción de obra la efectiva realización de proyectos cinematográficos. Por otro lado, cuando se consideran las condiciones bajo las cuales es pensada la accesibilidad general a este tipo de creaciones y, en este sentido, cuando se es consciente de la casi imposibilidad de que exista un impacto público de esa producción de obras en la sociedad, parece que, en efecto, la idea de una obra como herramienta de choque social queda completamente desestimada.
En efecto, tanto FOCINE como el Fondo lograron contribuir a dar un paso hacia la absoluta superación de la precariedad en la realización de proyectos de cine. El apoyo estatal, en este caso, ha fungido como soporte para que no sólo directores muy experimentados puedan llevar a cabo sus proyectos, sino también para que jóvenes estudiantes de cine y directores en ciernes puedan iniciar una carrera cinematográfica. Por otro lado, ninguno de estos sistemas de financiación estatales ha logrado establecer lazos lo suficientemente vinculantes con las cadenas privadas de distribuidores y exhibidores, de tal manera que las películas que milagrosamente se llegan a producir puedan también —de un modo milagroso— hacer parte de los circuitos públicos en condiciones adecuadas.
Esta ruptura fundamental entre producción asistida y exhibición, en el marco del interés privado, ha creado un vacío difícil de subsanar, o cuyos intentos de superación tampoco han sido suficientes. En efecto, el sistema de financiación de la última versión de la Ley de Cine ha conseguido que la asistencia financiera a la producción de películas nacionales no dependa de los vaivenes del presupuesto nacional; esto es, ha logrado un esquema de autofinanciación que vincula directamente a los distribuidores y exhibidores, a través de la estipulación de unos sobrecostos en la taquilla de cine que van directamente al fondo con el cual se subsidian costos de realización. Sin embargo, este “obligatorio” sobrecosto no necesariamente enlaza a los distribuidores pues, en último término, quienes lo pagan son los usuarios del cine en Colombia, es decir, los espectadores.
Lo problemático en este sistema paradojal es que esta “imposición” sobre el sistema privado de exhibición también ha ido acompañada de un absoluta libertad de decisión en manos de los privados para la escogencia de horarios, intensidades de exhibición y cambios en la programación de las salas de cine. En este esquema, entra una cuestión adicional que es la que trataremos de dilucidar con este análisis: ¿cómo es posible que un cine tenga un impacto positivo sobre la sociedad colombiana si los esquemas de exhibición favorecen permanentemente —por el bien de la taquilla y, por tanto, por el bien de la financiación del cine en Colombia— a las producciones de espíritu industrial y mercantil? ¿Cómo hablar satisfactoriamente de una construcción de obra en condiciones en las que las películas no alcanzan a llegar ni siquiera a las salas de cine? ¿Es posible una obra sin público que pueda avalar tal obra? ¿Es posible, en general, hablar de una producción cinematográfica con sentido cuando no hay un camino claro para que ésta impacte en la sociedad?
2. La voz del director
Intentaremos considerar estas preguntas desde las perspectivas que tienen algunos directores colombianos acerca del fenómeno de la realización de obra. Lo interesante de algunas de las entrevistas es que, justamente, entre los entrevistados se encuentran realizadores que se ocupan de tipos de cine muy diversos. Es probable que en esta diversidad de opiniones se logren encontrar ciertos claroscuros que coadyuven a la intención de este texto.
Nos interesa, en primer lugar, centrarnos en el problema del tránsito de la primera a la segunda obra. Al formular la pregunta por este paso, sus dificultades y aprendizajes, lo que se tenía en mente era indagar por las condiciones generales en el país —condiciones que, necesariamente, implican a la industria cinematográfica (productoras, realizadoras, etc.)—, así como por las facilidades de acceso más allá —o, mejor, más acá— de cualquier inquietud sobre el papel de las subvenciones estatales en la realización de obra cinematográfica.
Varias características se traslucen cuando se intenta aprehender, de manera general, los resultados de las entrevistas; en este sentido, todo dependerá siempre del grado de inmersión dentro de un circuito ya existente de apoyo financiero para la realización de trabajos fílmicos. Así, se da por sentada la excesiva dificultad de la realización de una primera obra, en tanto que la segunda aparece, en realidad, como el momento decisivo en la carrera cinematográfica. Tal percepción general puede tener muchos factores de base, pero, sobre todo, su importancia gravita en lo que promete tal éxito de cara al futuro de la carrera como director.
En una de las entrevistas, la joven directora Daniela Abad —Carta a una sombra (2015), The smiling Lombana (2019)— señala una cuestión de suma importancia a la hora de entender la realización de obra en Colombia. A la pregunta por las diferencias entre realizar una primera o una segunda producción, Abad se refería a la primera como aquella que, en el imaginario general del espectador, es la que decide el éxito o no de un director: “[e]xiste el estigma de que la primera película debe ser una gran obra”. En tal expresión está contenido el temor inicial de todo cineasta, esto es, la idea de que, en medio de la precariedad productiva y de la escasez de trabajos, cada obra no sólo es milagrosa por sus condiciones de producción, sino que lo es también desde el punto de vista creativo. La idea de que una obra es producto exclusivo de un talento singular afecta, en términos generales, el hecho concreto de que una primera obra es, en realidad, un trabajo preparatorio. Como lo reconoce la misma Abad, “las primeras películas sirven para hacer la segunda, y la segunda para la tercera”. En su propia perspectiva, las dificultades de hacer la primera, y hasta la segunda, implican, en términos generales, la posibilidad de que la tercera sea “un poco menos difícil”. Así, es claro que para un nuevo director, esta primera producción —e incluso la segunda— es la posibilidad de consolidar aprendizajes teóricos que bien pueden haber adquirido en la escuela de cine o a través de un interés personal por el oficio. Al asumir el proceso de esta manera, el paso de una primera a una segunda película se determinaba más por una preocupación de orden financiero que por una cuestión de orden creativo, pues, según la directora, en cuanto a la concepción de la segunda obra, supo aprovechar tanto el momento creativo como el impulso que le había dado la primera producción.
Para otros directores como William Vega —La sirga (2012), Sal (2018)—, la segunda película, por el contrario, se constituye en una especie de desafío de producción. Para Vega, esta es una especie de recompensa que se ha obtenido por el hecho de haber realizado la primera película. En sus propias palabras, es la segunda producción la que se caracteriza, como “un reto creativo”, como una oportunidad que le “permitió ser más arriesgado”. En su visión creativa, la segunda producción genera un espacio de autenticidad que se nutre necesariamente del hecho de haber realizado una primera película. En este sentido, tal expresión es coherente con lo que hemos analizado más arriba: la primera producción está enmarcada dentro de un ecosistema de realización de cine que no es del todo amable en términos institucionales, ni mucho menos en términos de un público fértil.
Para este director, la realización de la segunda película es también, entonces, producto de ciertos sacrificios formales y compositivos que se llevan a cabo en la primera. La segunda es producto de ciertas concesiones que se hacen a una industria que exige taquilla y a un público que demanda sentidos transparentes. En estos términos, Vega entiende su segundo trabajo como una “vuelta al comienzo”, en la cual se padece una absoluta soledad: “[s]i en el fútbol haces un buen partido, te compran, te invitan; en el cine no necesariamente: hay soledad”. Para él era claro que con la segunda producción “uno quiere hacer su verdadera primera película”. Más adelante volveremos a estas ideas cuando consideremos el papel del Estado y de la industria en este momento de tránsito entre la primera y la segunda producción.
Por su parte, la directora Libia Stella Gómez —Historia del baúl rosado (2005), Ella (2015)— ve en la realización de obras inaugurales la culminación de procesos formativos. En sus propias palabras, “hacer una película y ponerla en los cines es como la graduación”. Según Gómez, Colombia es un país de óperas primas y, en general, “es más difícil —dice— hacer una segunda que una primera”. Si se piensa el sistema de estímulos para la realización de la primera película como un impulso a la culminación exitosa de un proceso formativo, es claro que la realización de una segunda película, visto desde esta perspectiva, tiene el problema de no inscribirse ya en el terreno de la formación de directores. Su propia experiencia, al pasar de su primera producción (Historia del baúl rosado) a la segunda (Ella), fue, justamente, que por mor de una consecución de recursos para la realización de la obra, ella debía reducir sus expectativas, pues se “había planteado un proyecto muy grande”.
Esta idea de ponerse límites aparece también en las consideraciones del director caleño Jaime Osorio —El páramo (2011), Siete cabezas (2017)—, para quien el carácter más experimental de su segunda producción estuvo, justamente, determinado por una correlativa disminución del riesgo a nivel financiero. En este caso, tal y como lo concibe el director, la disminución de expectativas financieras en la realización —y, precisamente, gracias a la realización de una primera producción que sirve como respaldo cualitativo— le ha permitido construir una propuesta más “arriesgada” en términos formales, una producción de corte menos narrativo y más experimental. Este director también ha afirmado algo que puede ser interesante en el contexto de la pregunta y que coordina bien con las intenciones de nuestra indagación; así, ante la pregunta sobre el significado de una segunda obra, Osorio afirmó que su interés “no es hacer películas, sino hacer cine”, queriendo significar con ello que “hacer una primera película es sólo el primer paso para hacer cine”.
Este es, sin embargo, el panorama de aquellos que han recibido, de una u otra manera, un apoyo por parte del FDC. Existen, por ejemplo, otro tipo de experiencias de algunos realizadores que, sea debido a su contacto con instituciones privadas o gracias a un esfuerzo acumulado con miras a la realización de otras producciones, han logrado sacar adelante diferentes proyectos cinematográficos sin recurrir a fondos de carácter público. Este es el caso de directores como Orlando Pardo —Karma. El precio de tus actos (2006) y Alma de héroe (2019)—. Este director, consciente de que una “segunda película es una quijotada”, también es muy consciente de cuáles son los tipos de historia que deben contarse para que la actividad de creación cinematográfica sea un producto apetecible para los financiadores particulares. Pardo, para quien “el bicho corporativo” parece ser una experiencia permanente de la realización audiovisual —y quien ha sabido distribuir su actividad creativa entre la televisión, el cine y la publicidad—, conoce bien cuáles son las estrategias para, en la realización de sus dos películas, no haber tenido que acudir al FDC en ninguna de las ocasiones. Más allá de las cualidades objetivas de este tipo de producciones —en las que, claramente, hay una constitución atractiva para el mercado, atracción que, en las condiciones actuales, implica el deterioro cualitativo en términos de un cine valioso en términos artísticos—, la experiencia de este director evidencia algo importante: los modelos cinematográficos de autofinanciación sólo son posibles a partir del sacrificio de reflexiones fundamentales en torno a la actividad creativa y a la esfera pública cinematográfica. Apartarse del sistema de estímulos en Colombia también parece suponer una separación de todo un universo de significados donde el cine aún tiene algo qué construir socialmente.
Ahora bien, esto permite entrar en el terreno de indagación que toca con el papel del Estado y de la industria en estos esfuerzos particulares de construir obra. A la hora de identificar el papel de las entidades públicas en la construcción de sus obras individuales, muchos de los entrevistados apuntaron a similares defectos y virtudes de la Ley de Cine, del funcionamiento del Fondo de Desarrollo Cinematográfico y de la composición del CNACC. Por otro lado, casi todos concuerdan con la opinión claramente expresada por la directora Daniela Abad, para quien parece evidente que “si el FDC no existiera […] no podríamos hacer películas [...], se acabaría la industria”, pues, respecto de los demás fondos internacionales disponibles para la realización de obra, “lo normal es no ganar”.
Por su parte, se encuentra un concepto sumamente interesante en el razonamiento de William Vega, pues la pregunta por el papel de los entes estatales se vuelve aún más seria cuando lo que está en juego es la posibilidad de crear una obra no comercial, es decir, de poner en concurso y de someter a la posibilidad de financiación proyectos fílmicos que, de antemano, tienen claras sus posibilidades de articularse en el gusto general del espectador colombiano. Aquí, justamente, se expresa la tensión a la que ya hemos hecho referencia, pues “ser arriesgado”, como el mismo director lo reconoce, es someterse a la soledad creativa que aparecía en la cita de su propio testimonio.
En estos ires y venires de las obras, en las posibilidades de que entren o no dentro del gusto mayoritario del público, yace también un condicionamiento tácito de que su trabajo pueda ser o no apoyado posteriormente. Esta tensión —que hace parte de la paradoja ya expuesta del funcionamiento institucional del sistema de fomento cinematográfico en Colombia— tiene una consecuencia: un proceso de aprendizaje en el director de cine. Este proceso de aprendizaje no es sólo en términos de una aumentada experiencia técnica o un conocimiento más profundo de la actividad productiva en el cine, sino que se trata, también, de una paulatina introyección de la censura, de un permanente proceso de adaptación a la sensibilidad hegemónica de los públicos y, en último término, de una adaptación a las exigencias tácitas, y a veces explícitas, de las instituciones de fomento. Es un proceso, como bien lo reconoce Vega, en el que el esfuerzo “autocrítico [termina por] censurar otros proyectos”.
Dice además: “la contención de las propias ideas al final lo que busca es que la película tenga un montón de ojos que la procesen”, es decir, que la película pueda lograr cierta amplitud en su audiencia. Este es un trámite que no se logra sin una necesaria pérdida de autenticidad en el trabajo, que está claramente obligada por la necesidad que tiene el autor de hacerse una carrera en su propio campo de desempeño.
Para otros directores como Osorio y como Pardo, por el contrario, el Fondo opera de tal manera que sólo cierto tipo de películas suelen ser beneficiarias. Pardo, que se tiene a sí mismo como un “contador de historias”, manifiesta críticamente su interés de que el FDC se decante también por proyectos que están pensados como obras afines al gusto mayoritario de la audiencia cinematográfica. A pesar de nunca haber tenido un aval del FDC, dice que no le interesa la política y que, justamente, está a favor de una despolitización de esta institución que opera a partir de una ley a la que “le hace falta claridad”, y que, como lo sugiere, tiene preferencias en sus directores beneficiarios.
Osorio, por su parte, ve la necesidad de que haya películas acerca de todos los temas, de que todo tipo de producciones puedan acceder a los estímulos.
En la perspectiva de Libia Stella Gómez, “el fondo falla bastante en incentivar la trayectoria”. En su perspectiva, hay una inclinación hacia el fomento de obras que abren carrera cinematográfica, es decir, hay una “preferencia por las óperas primas”, cuando, desde su visión, la verdad sería que “entre la primera y la segunda película las cosas son muy difíciles”. Esta última perspectiva deja ver un problema concreto en el funcionamiento del Fondo: si bien parece que no hay una clara política de apoyo a la construcción de obra —pues es a partir de la primera y la segunda que se conciben como óperas prima—, el Fondo no estipula un apoyo a la construcción posterior de una voz cinematográfica. A partir de la segunda película, todos los directores deben entrar en directa competencia con otros que ya han logrado establecer una trayectoria. Esto, aunado a los problemas de las exhibidoras, crea pedagógicamente una dificultad, pues, como lo dice la misma directora, a la luz de estas evidentes dificultades en el mundo del trabajo cinematográfico, “¿cómo incentivar a los chicos [los estudiantes] a que se lancen a este universo?”. Para Gómez, mientras no exista una política clara respecto de las distribuidoras y las exhibidoras, y no haya una reglamentación más comprometida respecto de las salas de arte y de ensayo, el panorama de la labor cinematográfica parece ser oscuro.
3. ¿Se puede hacer obra cinematográfica en Colombia?
Probablemente en el mundo de la producción cinematográfica colombiana la pregunta por la constitución de obra sea una de las más sensibles. Sin temor a exagerar, se podría decir que las respuestas se dividen entre quienes piensan que Víctor Gaviria es el único director con obra cinematográfica o, por otro lado, aquellos que, sin ironía, consideran que Dago García es el único que ha logrado un conjunto de producciones en serie y que se ha garantizado para sí —y para otros— un modo de funcionamiento cinematográfico sostenible. Quienes piensan en estas dos direcciones, sin embargo, responden a la pregunta con criterios completamente diferentes. A partir de esta diferencia uno puede acercarse más conscientemente al problema. Quienes creen que Dago García es el único director en Colombia con obra autosustentable lo afirman en el mismo sentido que el director Orlando Pardo afirma que este realizador “es el único que sabe para quién hace una película”, esto es, es el único que conoce su público y en torno a este condicionamiento industrial construye su propia estructura de trabajo. En este sentido, obra se entendería como la posibilidad de hacer aquello que se quiera sin las molestias de una preocupación permanente por los medios para llevarlo a cabo. Quienes así piensan, poco reflexionan acerca de los contenidos de estas producciones, acerca de algún tipo de función social que el cine deba satisfacer, o acerca de la producción de visiones del mundo que, en último término, han de convertirse en factores políticos. A este modo de producción le interesa la ganancia, sea cual sea su finalidad.
El otro tipo de respuesta basaría su juicio, por el contrario, en aspectos de otro tipo. Muy probablemente argumentaría, como bien lo hizo ya el crítico de cine Luis Alberto Álvarez (Álvarez, Luis Alberto. Victor Gaviria. Un autor. El Colombiano 4/28/85) a través de la idea de que Gaviria ha alcanzado una voz propia —un carácter de autor— no necesariamente por el despliegue técnico de sus obras, sino porque en ellas ha mediado unos materiales específicos de la realidad colombiana que, a su vez, ha transformado y expuesto por medio de una poética propia. En este tipo de respuestas se evidencia un proceso mental y estético de otro cuño. No nos concentramos tanto en las discusiones sobre las fuentes financieras, ni sobre cómo se logró la película, o si ella misma es un milagro. La discusión pasa inmediatamente al terreno puramente estético y, en ello, la palabra obra parece cobrar otro significado.
En una entrevista realizada al exdirector de cinematografía del CNACC, Julián David Correa, éste fue enfático al afirmar que los problemas con la industria del cine colombiano no tienen tanto que ver con una falta de soporte estructural de la institución, sino con el hecho de que no hay un esfuerzo por crear trabajo autoral. En sus palabras, ya no se trata de “un problema de plata, es un problema de concepto”. En términos generales, Correa defiende el funcionamiento de la institucionalidad colombiana encargada de los fomentos al cine, y sólo ve como deficitaria la velocidad de adaptación a las nuevas plataformas de reproducción. De esta opinión resulta interesante la perplejidad por la falta de voz autoral o, como él lo denomina, la falta de “concepto”. Creo que, como enunciamos más arriba, esta carencia de concepto nos remite al problema central de la producción de obra en el país. Sin embargo, suele atribuirse a una especie de falta de formación generalizada o a una falta de potencia creativa, atribuible a los realizadores individualmente considerados. Esta sería una opinión errada, de cara a lo que, justamente, venimos evaluando en esta reflexión. Como ya se ha insistido, es imposible separar la noción de un trabajo disciplinado de producción cinematográfica de una adecuada plataforma institucional. Sería inadecuado, en todo caso, tratar de desligar las condiciones de producción artística de las condiciones más amplias de la vida política y social. Habría que poner, entonces, nuevamente los ojos sobre el funcionamiento de los mecanismos de fomento.
En el curso de esta investigación también se tuvo la oportunidad de discutir con el profesor y también realizador de cine Gabriel Alba. En esta discusión, y ante la pregunta de por qué era tan difícil la constitución de una obra consistente, el entrevistado dejó claro que, además de que en Colombia “la mayoría de cineastas son fondodependientes”, hay carencias en términos conceptuales, semejantes a las que se han enunciado ya con la opinión de Correa. Sin embargo, esta falta de un trabajo conceptual consciente sobre la obra la pone en relación Alba con el funcionamiento de los fondos públicos. En su perspectiva, las segundas películas siempre padecen bajo unas dificultades de producción tremendas y esa es la razón de que sean tan diferentes a las primeras producciones. En sus palabras: “[c]on la primera película se responde a la pregunta ¿qué me gusta a mí?; con la segunda se responde a la pregunta ¿qué le gusta al público?”. Esto se vincula, en su opinión, al hecho de que no hay disciplina ni formación en la producción, así como a que “falta formación para constitución de guiones”.
Esta opinión apunta —probablemente sin quererlo— al hecho de que hay una desvinculación fundamental entre el trabajo intelectual particular de los realizadores y el modo como se financian públicamente las obras. No es necesariamente problemático que los cineastas sean “fondodependientes”, como sí el hecho de que el sistema, en su totalidad, sólo esté pensado como un mecanismo de apoyo para la producción y no para la exhibición. ¿Por qué esto sería un problema para la constitución de obra? Pues, precisamente, como se ha señalado ya un par de veces arriba, en esta dinámica de apoyo preeminente a la producción, y de descuido o “privatización” de los circuitos de exhibición, se crea una circunstancia donde, fácilmente, se somete la voz del cineasta a las necesidades estéticas de las mayorías y, en último término, al arbitrio de los programadores de cartelera en salas de exhibición capturadas por afanes meramente mercantiles.
Entre nuestros entrevistados fue Celmira Zuluaga quien se expresó a este respecto. En sus respuestas a nuestros interrogantes, Zuluaga fue enfática en responsabilizar a los fondos públicos de un descuido sistemático en el aspecto de la exhibición. En sus palabras, “[e]l gobierno debe obligar a los exhibidores”, es decir, debe procurar que las películas tengan más tiempo en exhibición y que puedan competir en igualdad de condiciones con otras películas de industrias extranjeras. En su diagnóstico, de continuarse la circunstancia en la cual los tiempos de exhibición dependen absolutamente de los deseos de monetización de los empresarios, “el cine colombiano se va a morir”; y añade, “nadie va a hacer más películas en esas condiciones”.
4. El público (y la crítica)
Como ya se ha insinuado, entonces, la búsqueda de una obra no puede ser la pregunta ingenua por la persona del creador. O, al menos, no puede ser sólo esa pregunta. En el país de Víctor Gaviria y de Dago García, es imperativo crear una especie de ecosistema pleno en el que no sólo cierto tipo de cine pueda ser autosustentable, sino que todo tipo de cine, por experimental que sea, pueda encontrar una cierta tranquilidad de construcción. Pero tampoco se trata solamente de las condiciones económicas, sino de unas condiciones generales de las que participan todas las instituciones sociales: se trata de una esfera pública cinematográfica. Con esto se apunta a la necesidad de ser conscientes de que la imbricación Estado-industria-obra obedece a una necesidad que va más allá de las necesidades propias del mundo del cine. El cine está allí porque, más allá de sí mismo, está la sociedad a la cual se debe. En este sentido, la pregunta por la obra tiene que ser la pregunta por la totalidad de las condiciones para el pensamiento —sea éste en forma de arte o de conocimiento—. A la triada con la que iniciábamos este texto tenemos entonces que vincular a la sociedad en general como receptora del trabajo estético.
A uno de los cuestionamientos sobre la necesidad de una formación de públicos y la posibilidad de que ésta también estuviera directamente subvencionada por los estímulos a la actividad cinematográfica, el director William Vega ha respondido con una agudeza digna de considerar de cerca: “[e]l asunto de la formación de públicos, visto de una manera asistida, será insuficiente si la formación de públicos no opera, por ejemplo, desde las instituciones educativas”. El autor complementaba su respuesta argumentando que, si existían, en general, asignaturas en las instituciones de formación básica en las que se enseñaba literatura y apreciación literaria, era necesario que la formación de públicos de cine estuviera determinada desde estas edades tempranas, que hubiera una formación de la sensibilidad para la apreciación del cine.
En esta respuesta encontramos varios elementos valiosos para nuestra reflexión. Por un lado, es claro que no se trata sólo de una “subvención”. Si queremos tener obra cinematográfica, si queremos tener cine, si se pretende tener una vida institucional coherente con las necesidades estéticas y cognitivas de una nación, es importante superar esa visión de que el Estado sólo logra su presencia a través de la “asistencia”. En esto están implicados procesos mucho más profundos y que, necesariamente, deben ir al comienzo mismo de la formación del sujeto y del ciudadano.
En segundo lugar, y por otro lado, tampoco es suficiente con este tipo de dinámicas educativas. Está claro que por mucho que se imparta literatura en los colegios, esto no necesariamente repercute en un público formado para la apreciación literaria, ni mucho menos le garantiza al negocio editorial un futuro próspero. Es aquí donde la idea de una formación de la sensibilidad se vuelve transversal e implica los esfuerzos de todos los sectores de la sociedad y del Estado. En su artículo “El cine colombiano: una industria cultural incipiente”, Guillermo D´abbraccio Krentzer apunta al lugar al que buscamos llegar: “[l]a apuesta por la formación de públicos es un imperativo […], pero esta (idea) no es posible de diseñar, formalizar y ejecutar sino se articula con la formación de lectores, y eso es un problema de política educativa unida a política cultural” (D´abbraccio Krentzer, Guillermo (2011). El cine colombiano: una industria cultural incipiente. III Congreso InveCom). Es imposible pensar en un público para el cine a menos que se conciba un público en general, si no hay un esfuerzo por crear propiamente el espacio de lo público en el que se articulen todas las dimensiones de la vida en comunidad.
Aquí quizá sea apropiada una última reflexión acerca de la crítica cinematográfica. Con lo dicho también queda claro de qué se trata nuestro reclamo, como críticos, a que esta actividad cobre relevancia no sólo en el entramado del terreno cinematográfico, sino, en general, en la vida cultural del país. Cuando se reclama renovar el valor del crítico de cine o del crítico cultural, no se trata sólo de salvar una expresión del periodismo como arandela suelta de las esferas públicas tradicionales. Aquí se trata, más bien, de salvar al público que se expresa en el acto de la crítica como una forma de manifestación particular de la ciudadanía. Cuando hablamos de salvar al cine y de salvar la crítica, se trata de salvarnos todos como nación.
Las entrevistas utilizadas para este texto fueron realizadas por Mauro Rivera
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