“Le digo que estoy mortalmente cansado de representar lo humano sin tomar parte en lo humano” Thomas Mann, Tonio Kröger, citado en los créditos finales de Cuidado con una santa prostituta (Warnung vor einer heiligen Nutte, 1970)
La historia de una familia
La obra de Rainer Werner Fassbinder es inseparable de su persona, de su mundo personal, de sus amigos, de sus experiencias. No hay otra manera de expresar esta realidad sino con esta frase trivial que se repite siempre que se habla de un artista. Pero esta frase tiene, en el caso de Fassbinder, un sentido y un grado que no se había alcanzado jamás en el cine. Ni siquiera en Bergman o Fellini, en quienes los elementos personales pasan siempre por el filtro de una cierta pose artística, de una cierta censura estética. Nadie, ningún artista, se ha expuesto jamás como Fassbinder en su episodio de Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1977-1978) y nadie ha dejado un número tan grande de obras en las que hayan quedado tan reflejados, tan acuñados, su miedo, su nostalgia, su amor, su muerte. Para hablar, pues, de estas cuarenta y dos películas por él realizadas, para hablar de su obra teatral (de gran significado en el mundo escénico alemán), para hablar del estilo, de los artistas que hizo posibles con su estímulo (actores, decorados, músicos, camarógrafos), para amarlo o para odiarlo, es necesario hablar de él, de su vida, hay que preguntarle a quienes estuvieron cercanos a él, hay que interpretar sus películas en el contexto de sus vivencias y experiencias. Las personas claves de esta vida no están representadas en su cine sino presentes directamente: su madre, Liselotte Eder (o Lilo Pempeit); su esposa (por poquísimo tiempo), Ingrid Caven; Hanna Schygulla, Kurt Raab, Armin Meier y El Hedi Ben Salem, Michael Ballhaus, Margit Carstensen. Barbara Valentin…
La iconografía del mundo fassbinderiano es completamente indiferenciable en la pantalla y en la vida real. El ver que estos nombres se repiten una y otra vez en sus películas puede llevar a creer que el cine de Fassbinder es el resultado de un colectivo, de un grupo particularmente bien establecido al que todos contribuyen, en mayor o menor medida, para lograr un resultado que después, por convención o arbitrario, toma el nombre del más sobresaliente del grupo. Nada más alejado de la verdad. Si bien el estilo de trabajo puede evocar el modo de comuna o de Factory, de un Andy Warhol, Rainer Werner Fassbinder no hizo otra cosa que plegar a un número de personas sin talentos muy definidos a sus obsesiones más personales, a su manera de ver el mundo. Al convertirlos, sin piedad, en instrumentos de su individualísima idiosincracia, ellos, a su vez, encontraron en la obra de Fassbinder la posibilidad de una definición. Kurt Raab fue declarado decorador, Hanna Schygulla estrella, Peer Raben compositor. A partir de esta declaración, aparentemente arbitraria y casual, ellos comenzaron a ser todas estas cosas de modo admirable, como si Fassbinder hubiera premiado su absoluta fidelidad, su permitirle ser a través de ellos, constituyéndolos en brillantes y apreciados artista. Todos ellos tienen historias que contar, historias de fidelidad, de rebelión y de rechazo. La Schygulla fue enviada a las tinieblas exteriores durante cuatro años, para tornar a convertirse, entonces sí, en estrella de talla internacional. Kurt Raab tuvo que oirle decir a su dios que no soportaba más su rostro, después de haberle dado en Bolwieser (1976-1977) y en El asado de Satán (Satansbraten, 1975 - 1976) interpretaciones protagónicas magistrales. Margit Carstensen, la maravillosa intérprete epónima de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die Bitteren tränen der Petra von Kant,1972), Martha (1973) y Nora Helmer (1973), fue humillada radicalmente durante el rodaje de La ruleta china (Chinesisches Roulette, 1976), porque Fassbinder decidió que no le gustaba su persona y se empeñó en hacerla aburrir a toda costa, exigiéndole lo imposible y afeando su presencia en los planos de la película. Michael Ballhaus, el director de fotografía que le prestara a Fassbinder su técnica para que este la convirtiera en un estilo óptico inconfundible, llegó en El matrimonio de María Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1979) al final de la paciencia, después de que él y su mujer Helga fueran sometidos a absurdas humillaciones y a órdenes contradictorias. Después de esta película, la pareja de dejó de trabajar con Fassbinder y rechazó, incluso trabajos tan importantes como Berlin Alexanderplatz (1979 - 1980) con tal de no tener que volver a sufrir infiernos semejantes. Pero tanto Ballhaus como Raab, como la Schygulla y la Carstensen, que con frecuencia se refieren a Fassbinder con palabras duras, se declaran vigorosamente de su lado al reconocer que él les dio mucho de lo mejor de sus vidas. En la premiación del Festival de Berlín de 1979, Hanna Schygulla ganó el Oso de Oro por la mejor interpretación femenina en Maria Braun. La película, en cambio, fue ignorada por el jurado. Al recibir la estatua, la rubia actriz exclamó con fuerza hacia el público: “¡Este premio no tendría que ser para mí, sino para Rainer Werner Fassbinder!”. Y el público respondió con “¡buuuus!”, pues las acciones de Fassbinder en Alemania estaban en ese momento en su punto más bajo. Y Michael Ballhaus, libre ya del abrazo insoportable, y a veces ineludible, del director, decía con honestidad en Medellín: “Fassbinder me hizo famoso. No puedo negar que le debo mucho de lo que soy”. Kurt Raab, por su parte, distanciado de Fassbinder en sus últimos tiempos y visiblemente amargado por él, escribió poquísimos días después de la muerte de su amigo de muchos años: “En 1977 me fui. Sufrí durante varios meses. Tanto que no pude hacer otra cosa que dedicarme al alcohol. Después seguí sufriendo, sufrí hasta su muerte y seguro tendré todavía que sufrir. A pesar de todo, el actor que tuvo la suerte de trabajar con Fassbinder tiene que estar agradecido. A pesar de todas las necesidades que es capaz de causarle a uno, a pesar de todas las presiones a las que lo somete, nadie como Fassbinder es capaz de crearle a uno tal seguridad y confianza en sus propias capacidades”.
La historia de Fassbinder es, pues, necesariamente, la historia de esta familia de sus colaboradores, de este extraño grupo de gente que compartía todo con él, dejándolo, sin embargo, en su profunda, insuperables, irremediable soledad.
“Una enfermedad mental”
36 años y un mes tenía Fassbinder cuando murió. Una juventud plena. Michael Ballhaus decía: “Rainer tiene diez años menos que yo, pero ha vivido muchos, muchísimos años más”.
Sin duda, ya se ha dicho con frecuencia, la creatividad de Fassbinder ha sido única en la historia del medio cinematográfico. Habría que buscar razones muy complejas para explicarlo debidamente. El mismo Fassbinder se refiere a ella, irónicamente, como una “especie de enfermedad mental”. El hecho es que su trabajo se convirtió, desde el principio, en la razón fundamental de la existencia del director alemán, en el lugar vital, en el sitio para establecer y mantener relaciones, en su vida.
La figura de Fassbinder, vista superficialmente, evoca asociaciones que no tienen nada que ver con la realidad (lo demuestra el tono de la prensa amarilla alemana, particularmente el del infame Bild Zeitung). Su apariencia no muy agradable hacía pensar que fuera un ser desorganizado, abandonado. Su tono de voz mascullado y bajo creó la leyenda de que hablaba con lenguaje burdo y de bajos fondos. Su dominio de personas y situaciones le dio la imagen de hombre maduro y sin sentimientos. Pero nada de eso era verdad. Fassbinder era una persona de asombrosa capacidad organizativa y de total dedicación a sus responsabilidades de trabajo. Su discurso era de una absoluta lucidez y precisión y su carácter, realmente, de una enorme fragilidad y ternura. Es cierto que, tanto su vida como sus películas, están llenas, casi plagadas, de situaciones contradictorias, de actitudes que parecen, a primera vista, completamente disparatadas y opuestas. Lo genial es que estas posiciones tienen, muchas veces, una lógica perfecta entre sí. Por eso, sería simplista calificar a Fassbinder de rebelde, de oportunista, de fascista, de antisemita, de anarquista o de tantas otras cosas diferentes, como con frecuencia se ha hecho, sobre todo en Alemania. Su misma productividad lo hacía enfrentarse a ideas y situaciones con instrumentos, con elementos de juicio que no eran nunca los del cliché, los de la la ideología instantánea. Por eso es absurdo calificar una película como Petra von Kant de feminista o anti-feminista, una como La ley del más fuerte(Faustrecht der Freiheit, 1974) de ataque a los homosexuales o de defensa de los mismo, o calificar El miedo devora el alma (Angst Essen Seele Auf, 1973) de análisis sociológico, de declaración sobre la situación de los extranjeros en Alemania.
Un mundo profundamente humanista, pero contradictorio, personal pero nunca exhibicionista, complejo y multifacético, se asoma en cada uno de los personajes. Si la estética del melodrama lleva a estos personajes, algunas veces, a un toque de caricatura o de irrealidad, nunca se puede decir que son esquemáticos o transportadores de mensajes prefabricados. Todos estos personajes son, además, parte de Fassbinder mismo, retratos parciales del director. Este hecho es más interesante si se tiene en cuenta que nunca, o casi nunca, hubo una película realmente autobiográfica o un personaje en el cual el director se plasmara directamente. El único Fassbinder total es el de Alemania en otoño y, tal vez, ese director de cine, arrogante, egoísta y vampiresco, representado por Lou Castel, en Cuidado con una santa prostituta (Warnung vor einer heiligen Nutte, 1970). Pero, de modo más libre, y por tanto más preciso, Fassbinder es Petra von Kant y es Franz Biberkopf, es la vieja Emmi de El miedo devora el alma y es el absurdo poeta Walter Kranz de El asado de Satán. Es el Franz angelical de La ley del más fuerte, pero es también Eugen y Max, que lo explotan brutalmente. Fassbinder se ve reflejado en la niña inteligente y paralítica que pone a jugar a todos su ruleta china y en el pobre jefe de estación Bolwieser, que ama hasta lo indecible y perece de amar. Fassbinder está en Maria Braun que espera cada noche durante años la consumación de su felicidad conyugal y en Elvira Eishaupt, antes Erwin Eishaupt, que ha cambiado su sexo, instado por un amante cruel que ahora le reprocha su fealdad y su envejecimiento y que ahora siente que no es de aquí ni de allá y desciende a los infiernos en la película más desgarradora de todas la de Fassbinder: En un año con trece lunas (In Einem Jahr mit 13 Monden, 1978). Esa Elvira que, en palabras de Fassbinder, muere de “corazón roto”... como él, pocos años después. Y Fassbinder es, naturalmente, Veronika Voss, la actriz de cine que muere después de haberse entregado por completo a la morfina y de haber sido explotada sin misericordia por los que se han enriquecido suministrándosela.
Un mundo profundamente humanista, pero contradictorio, personal pero nunca exhibicionista, complejo y multifacético, se asoma en cada uno de los personajes.
Sentimientos que se compran y que matan
Rainer Werner Fassbinder vino al mundo en un no-hogar. De su padre, el médico Hellmuth Fassbinder, sabemos muy poco. Solo que soñaba con ser poeta. Fassbinder pensó en él para su Walter Kranz en El asado de Satán. A la madre, Leselotte Eder, la vemos con mucha frecuencia en las películas de su hijo, bajo este nombre o el de Lilo Pempeit. Era traductora de profesión. La pareja se divorció cuando el único hijo era muy pequeño y la infancia de Rainer transcurrió como algo muy difícil de definir: ni triste, ni carente de afecto sino, más bien, algo completamente indiferente y solitario. El nos cuenta que vivía en una casa a la cual iba mucha gente con la cual no tenía ningún tipo de relaciones clasificadas o jerarquizadas. De hecho, dice haber tomado conciencia de la relación madre-hijo sólo mucho más tarde, cuando esta relación ya no podría aportarle mucho. A esta madre que para obtener tranquilidad en su trabajo de traductora, enviaba a su hijo al cine todos los días, Fassbinder decidió tenerla muy cerca en su carrera; el conflicto y la ambigüedad permanecieron hasta el final y están ejemplificados directamente en la discusión sobre el terrorismo que ambos sostienen en Alemania en otoño. La mujer afirma que por cada secuestrado se debería asesinar a un terrorista preso y que mejor que una democracia sería un señor autoritario que, en todo caso, tendría que ser “bueno”. Según Michael Ballhaus, Lisellote Eder se sentía muy orgullosa de tener un hijo tan famoso y él la trataba de manera muy diferente cada vez, a veces con extrema dureza y desprecio. Fassbinder dice que intentó tener con ella una relación de amistad al nivel de las otras relaciones de su grupo. Esta madre de Fassbinder permanecerá en la historia del cine como aquella madre de Pier Paolo Pasolini, la virgen María al pie de la cruz de El evangelio de San Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964). De hecho, ninguna de las apariciones de la mamá de Fassbinder en sus películas revela una aproximación de ternura de parte del director. Hay momentos incluso, en que su papel tiene algo de bruja o de vampiro, al nivel de las figuras de los cuentos de hadas. Es posible que, viéndola, Fassbinder recordara los días en que buscaba su comida en los puestos de salchichas de la esquina, porque su vivienda no funcionaba como un hogar con horas comunes de comida o solaz. Con todo, en sus declaraciones no mostró nunca resentimiento o deseo de venganza por su infancia perdida. “Más que una infancia perdida”, decía en una entrevista, “es una no-infancia” y afirmaba que ni siquiera estaba seguro de si esto le había deparado sufrimiento o no.
Lo que sí puede decirse es que en toda la obra de Fassbinder hay una búsqueda incesante y variada en muchísimos tonos de un ternura, de una experiencia familiar. Ninguna de sus películas, ni siquiera El asado de Satán, que es la que estaría más cerca de esto, puede llamarse cínica. Cuando salen a flote toques humorísticos, estos son con frecuencia desesperados, ahogados en la garganta del miedo. La tercera generación (Die dritte Generation, 1978-1979), El asado de Satán, son los ápices dolorosos de esta actitud, son sus únicas comedias. Y las demás películas muestran esa búsqueda de afecto, esa dificilísima ternura entre persona desiguales, esa terrible traición a la que el amor se ve sometido.
Uno de los temas que han permanecido constantes, irreductibles, podría denominarse el de los sentimientos letales. El sentimiento lleva con frecuencia a las personas a la catástrofe. Petra von Kant pierde su equilibrio, sus finas maneras, su status cultural, a causa de un sentimiento que la arrastra, la traiciona y la deja reducida al desamparo que no quería reconocer. Joanna y Margarethe entregan a su Franz a la muerte en El amor es más frío que la muerte (Liebe ist kälter als der Tod, 1969) y en Dioses de la peste (Götter del Pest, 1969), porque lo aman. El amor por su hermano y por su madre distrae al gángster Ricky en El soldado americano (Der Amerikanische Soldat, 1970) y permite que la policía lo acribille. En Coto de caza (Wildweschel, 1972), Hanni logra convencer a Franz de que asesine a su padre; y el joven, por amor a ella, no duda en hacerlo. Martha y Effi Briest son dos mujeres cuyo sufrimiento extremo, muerte o parálisis, proviene del amor total que han otorgado a sus respectivos maridos, sin exigirles nada a cambio. Franz cree haber encontrado un amigo en Eugen y es víctima de la traición total en La ley del más fuerte. A la Madre Küster, el fiel amor a su marido muerto le cuesta su propia vida y honra. Peter llega hasta el asesinato, en su obsesiva ansia de ser amado, en una película cuyo título sería el de toda la obra de Fassbinder: Yo sólo quiero que me amen (Ich will doch nur, dass ihr mich liebt, 1975 - 1976). Elvira Weishaupt y el jefe de estación Bolwieser, ya lo mencionamos, mueren de “corazón roto”, son aplastados por sus sentimientos sin control. Es explicable que su cine del más despreciado de los géneros hollywoodianos, el melodrama.
Artificialidad que libera
El melodrama muestra los sentimientos en forma exasperada, más allá de todo control por parte del buen gusto. Presenta, además, un mundo artificioso y encerrado en sí mismo, que se presta a las mil maravillas para un análisis de la naturaleza de la emoción, del sufrimiento, del condicionamiento social de las relaciones humanas, de los deseos. Douglas Sirk supo, en sus años de Hollywood, emplearlo en este sentido y Fassbinder, a su vez, lo convirtió en el instrumento ideal de su sensibilidad y de su comentario sobre la realidad. Es la distancia, la convención que este género le confiere lo que hace que sus películas no se hundan en un penoso psicoanálisis, en un exhibicionismo insoportable de sus propias obsesiones y deseos, de sus relaciones personales. Esas obsesiones y deseos, esas relaciones, están incorporadas a un cuerpo muy grande películas diversas pero que llevan, indefectiblemente, el sello de su autor.
Fassbinder mostró desde siempre su predilección por la expresión artificiosa, sea en el género melodrama, sean en la estilización de motivos de otros géneros, particularmente los del cine de gangsters. En Josef von Sternberg, Fassbinder admiraba la “posibilidad de no contar historias de modo directo, sino por medio de rodeos… la extrema artificialidad”. Porque, en su opinión, “mientras más hechas y preparadas y puestas en escena sean las películas, tanto más libres y liberadoras son.”
La utopía fraternal
Las películas de Fassbinder podrían, con un poco de esfuerzo, ser agrupadas temática y estilísticamente. Hasta se podría decir que hay una evolución notoria desde los ambientes secos, minimalistas, deprimentes, de suburbio, de sus primeras películas hasta la elaborada maquinaria de las últimas. Pero esto evolución no le quita nada a la permanencia y a la continuidad de los temas y de las formas fundamentales. Entre esas primeras películas, que en su aparición pudieron ser vistas como jugueteos cinéfilos de un amateur, y las últimas, reconocidas universalmente como el cine de un profesional impecables, hay conexiones mucho más profundas de lo que puede parecer a primera vista. El tratamiento del terrorismos en La tercera generación, por ejemplo, está íntimamente ligado con la descripción del mísero bajo mundo muniqués en que se mueven los personajes de El amor es más frío que la muerte, Dioses de la peste y El soldado americano. En las primeras películas hay, con frecuencia, una amante que ama intensamente y después traiciona. Esto, que es un esquema con equivalentes muy claros en el cine de Hollywood, resulta ser el portador de la temática más propia de Fassbinder, la de las relaciones que se desmoronan, la del amor que deja de existir antes de que se perciba.
Lo hermoso de la evolución de las películas de Fassbinder es que existe una absoluta consecuencia desde el jugueteo con los géneros del principio hasta la exposición abierta del director ante su público. Muy pronto uno se da cuenta de que las mujeres traidoras son solo una metáfora de las traiciones de cualquier amor, del de Petra y Karin, del de Eugen y Franz, del de las parejas de La ruleta china y de ninguna manera un toque de misoginia. Es característico que Hannah Schygulla, la traicionera de las primera películas, se convierta en el símbolo mismo de la fidelidad, del aferrarse a un amor hasta las últimas consecuencias, como Maria Braun. Ello no es una contradicción, sino un ejemplo del mundo de Fassbinder, que a sus reconocimientos pesimistas opone siempre el planteamiento de utopías, de toque amargo pero esperanzado, a través de su obra. Desde la pareja de amigos de Río das Mortes (1970), que van en búsqueda del mítico tesoro peruano, hasta Emmi que se promete curar a su Ali con amor y paciencia en El miedo devora el alma, pasando por la utopía desesperada u oscura de los terroristas de La tercera generación y por Efii Briest, que en su lecho de muerte se esfuerza por comprender y perdonar a su cruel Instettent; así como la visión inesperadamente optimista de El mundo en el cable (Welt am Draht, 1973) o las dos parejas, la de los ancianos y la de los jóvenes, la de los ancianos y la de los jóvenes, en Ocho horas no son un día (Acht Stunden sind kein Tag, 1972), que se oponen al aparato burocrático con iluminadora y vital anarquía. En todas las películas de Fassbinder hay hermanos y hermanas que con frecuencia se sienten cercanos, que se aman fuertemente o que se otorgan mutuamente lucidez y ánimo. Este planteamiento de la fraternidad como alternativa a la desesperación es un fenómeno muy diciente en un artista que nunca tuvo un hermano.
Todas estas relaciones fueron vividas por Fassbinder a través de los escasos años de su vida. Y la fragilidad de las mismas fue experimentada también con profunda amargura. Cuando Michael Ballhaus asistía a los rodajes con su esposa Helga y a veces con sus dos hijos, Fassbinder sentía terriblemente el aguijón de la soledad. En una ocasión decidió que él también debería tener una familia auténtica, hijos y demás. Fue entonces cuando le pidió a su amigo El Hedi Ben Salem, el árabe protagonista de El miedo devora el alma, que se trajera del Norte de África a los hijos que tenía allá, con el fin de que él, Fassbinder, los adoptara como hijos, les pagara los estudios y les ofreciera cariño y comodidades. Sobra decir que el experimento resultó una verdadera catástrofe. Los hijos de Salem terminaron envueltos en enormes líos, con drogas y otros asuntos, destrozados por el doloroso capricho del director alemán. Salem, con quien Fassbinder intentó una relación estable, sucumbió al abrazo amoroso y letal de su amigo europeo. Su sencilla manera no resistió el ritmo y las complicaciones de un artista tan complejo. Fue encontrado muerto, tiempo después, en una cárcel francesa. La experiencia se repitió en términos igualmente trágicos con Armin Meier, a quien podemos ver en varias películas del último periodo y que hace su propio papel en Alemania en otoño, escenas tanto más electrizantes cuando se sabe que son auténticas. Después de vivir un tiempo con Fassbinder, Armin se suicidó, incapaz, al parecer, de resistir esa presencia aplastante que todo lo exigía. Toda la carga de sentimientos frágiles, explosivos, de ternura imposible y mercantilizada que aparece en las películas de Fassbinder es, pues, parte de su propia vida. La muerte de Armin, por ejemplo, lo precipitó en la peor crisis de su existencia, lo mismo que las duras experiencias en una de las ciudades más crueles del mundo, Frankfurt am Main, en donde permaneció por un breve tiempo, como director artístico del Theater am Turm. Armin y Frankfurt fueron el material, la fuente que hizo posible una película como En un año con trece lunas, tal vez la película sobre el sufrimiento más sobrecogedora de la historia del cine; una obra que, en el arte, es solo equiparable a la música de Mahler.
En la obra de Fassbinder tiene Alemania su más precioso documento cinematográfico, llevado a cabo por una de las sensibilidades más vibrantes de nuestra época, por un artista que habrá que continuar descubriendo, poco a poco, con mucha paciencia. El Bild-Zeitung, el periódico del magnate Axel Springer, que representa todo lo que Fassbinder y la joven generación de cineastas alemanes rechaza en su propio país –Schlöndorff documentó los manejos de esta prensa en El honor perdido de Katharina Blum y Fassbinder en El viaje al cielo de la Madre Küster– anunciaba recientemente un ciclo que la televisión alemana está dedicando al fallecido director. Los términos del anuncio no pueden ser más despectivos. Algo así como “Ya se esperaba que la televisión daría alguna película de este tipo que nunca hizo nada que sirviera y que no logró nada ni en Alemania ni en el exterior.” Con lo cual, el periódico constata sin querer lo que Fassbinder siempre quiso expresar: la ceguera, la mezquindad, la infamia insoportable de ciertas estructuras. “En todas mis películas doy expresión a mi convicción de que determinadas instituciones ya no sirven en nuestra sociedad. No soy un filósofo, profesor o cura, pero opino que la tarea del artista es la de alertar al público y no dejar que acepte a ciegas determinados valores. Hasta los valores positivos, cuando se los traga sin crítica, se convierten en valores negativos”. Como Pier Paolo Pasolini para la italiana, el valor de Rainer Werner Fassbinder para la cultura alemana contemporánea solo se irá reconociendo gradualmente. Yo considero que es fundamental. Además, su cine, esa obra de una vida, concentrada en solo diez breves años de existencia, ocupará de necesidad en la historia del medio.
Originalmente publicado en la Revista Kinetoscopio, edición de noviembre - diciembre, 1992, número 16.
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LA DIFÍCIL TERNURA
Rainer Werner Fassbinder (1946 - 1982)
La difícil ternura
Por Luis Alberto Álvarez
“Le digo que estoy mortalmente cansado de representar lo humano sin tomar parte en lo humano” Thomas Mann, Tonio Kröger, citado en los créditos finales de Cuidado con una santa prostituta (Warnung vor einer heiligen Nutte, 1970)
La historia de una familia
La obra de Rainer Werner Fassbinder es inseparable de su persona, de su mundo personal, de sus amigos, de sus experiencias. No hay otra manera de expresar esta realidad sino con esta frase trivial que se repite siempre que se habla de un artista. Pero esta frase tiene, en el caso de Fassbinder, un sentido y un grado que no se había alcanzado jamás en el cine. Ni siquiera en Bergman o Fellini, en quienes los elementos personales pasan siempre por el filtro de una cierta pose artística, de una cierta censura estética. Nadie, ningún artista, se ha expuesto jamás como Fassbinder en su episodio de Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1977-1978) y nadie ha dejado un número tan grande de obras en las que hayan quedado tan reflejados, tan acuñados, su miedo, su nostalgia, su amor, su muerte. Para hablar, pues, de estas cuarenta y dos películas por él realizadas, para hablar de su obra teatral (de gran significado en el mundo escénico alemán), para hablar del estilo, de los artistas que hizo posibles con su estímulo (actores, decorados, músicos, camarógrafos), para amarlo o para odiarlo, es necesario hablar de él, de su vida, hay que preguntarle a quienes estuvieron cercanos a él, hay que interpretar sus películas en el contexto de sus vivencias y experiencias. Las personas claves de esta vida no están representadas en su cine sino presentes directamente: su madre, Liselotte Eder (o Lilo Pempeit); su esposa (por poquísimo tiempo), Ingrid Caven; Hanna Schygulla, Kurt Raab, Armin Meier y El Hedi Ben Salem, Michael Ballhaus, Margit Carstensen. Barbara Valentin…
La iconografía del mundo fassbinderiano es completamente indiferenciable en la pantalla y en la vida real. El ver que estos nombres se repiten una y otra vez en sus películas puede llevar a creer que el cine de Fassbinder es el resultado de un colectivo, de un grupo particularmente bien establecido al que todos contribuyen, en mayor o menor medida, para lograr un resultado que después, por convención o arbitrario, toma el nombre del más sobresaliente del grupo. Nada más alejado de la verdad. Si bien el estilo de trabajo puede evocar el modo de comuna o de Factory, de un Andy Warhol, Rainer Werner Fassbinder no hizo otra cosa que plegar a un número de personas sin talentos muy definidos a sus obsesiones más personales, a su manera de ver el mundo. Al convertirlos, sin piedad, en instrumentos de su individualísima idiosincracia, ellos, a su vez, encontraron en la obra de Fassbinder la posibilidad de una definición. Kurt Raab fue declarado decorador, Hanna Schygulla estrella, Peer Raben compositor. A partir de esta declaración, aparentemente arbitraria y casual, ellos comenzaron a ser todas estas cosas de modo admirable, como si Fassbinder hubiera premiado su absoluta fidelidad, su permitirle ser a través de ellos, constituyéndolos en brillantes y apreciados artista. Todos ellos tienen historias que contar, historias de fidelidad, de rebelión y de rechazo. La Schygulla fue enviada a las tinieblas exteriores durante cuatro años, para tornar a convertirse, entonces sí, en estrella de talla internacional. Kurt Raab tuvo que oirle decir a su dios que no soportaba más su rostro, después de haberle dado en Bolwieser (1976-1977) y en El asado de Satán (Satansbraten, 1975 - 1976) interpretaciones protagónicas magistrales. Margit Carstensen, la maravillosa intérprete epónima de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die Bitteren tränen der Petra von Kant,1972), Martha (1973) y Nora Helmer (1973), fue humillada radicalmente durante el rodaje de La ruleta china (Chinesisches Roulette, 1976), porque Fassbinder decidió que no le gustaba su persona y se empeñó en hacerla aburrir a toda costa, exigiéndole lo imposible y afeando su presencia en los planos de la película. Michael Ballhaus, el director de fotografía que le prestara a Fassbinder su técnica para que este la convirtiera en un estilo óptico inconfundible, llegó en El matrimonio de María Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1979) al final de la paciencia, después de que él y su mujer Helga fueran sometidos a absurdas humillaciones y a órdenes contradictorias. Después de esta película, la pareja de dejó de trabajar con Fassbinder y rechazó, incluso trabajos tan importantes como Berlin Alexanderplatz (1979 - 1980) con tal de no tener que volver a sufrir infiernos semejantes. Pero tanto Ballhaus como Raab, como la Schygulla y la Carstensen, que con frecuencia se refieren a Fassbinder con palabras duras, se declaran vigorosamente de su lado al reconocer que él les dio mucho de lo mejor de sus vidas. En la premiación del Festival de Berlín de 1979, Hanna Schygulla ganó el Oso de Oro por la mejor interpretación femenina en Maria Braun. La película, en cambio, fue ignorada por el jurado. Al recibir la estatua, la rubia actriz exclamó con fuerza hacia el público: “¡Este premio no tendría que ser para mí, sino para Rainer Werner Fassbinder!”. Y el público respondió con “¡buuuus!”, pues las acciones de Fassbinder en Alemania estaban en ese momento en su punto más bajo. Y Michael Ballhaus, libre ya del abrazo insoportable, y a veces ineludible, del director, decía con honestidad en Medellín: “Fassbinder me hizo famoso. No puedo negar que le debo mucho de lo que soy”. Kurt Raab, por su parte, distanciado de Fassbinder en sus últimos tiempos y visiblemente amargado por él, escribió poquísimos días después de la muerte de su amigo de muchos años: “En 1977 me fui. Sufrí durante varios meses. Tanto que no pude hacer otra cosa que dedicarme al alcohol. Después seguí sufriendo, sufrí hasta su muerte y seguro tendré todavía que sufrir. A pesar de todo, el actor que tuvo la suerte de trabajar con Fassbinder tiene que estar agradecido. A pesar de todas las necesidades que es capaz de causarle a uno, a pesar de todas las presiones a las que lo somete, nadie como Fassbinder es capaz de crearle a uno tal seguridad y confianza en sus propias capacidades”.
La historia de Fassbinder es, pues, necesariamente, la historia de esta familia de sus colaboradores, de este extraño grupo de gente que compartía todo con él, dejándolo, sin embargo, en su profunda, insuperables, irremediable soledad.
“Una enfermedad mental”
36 años y un mes tenía Fassbinder cuando murió. Una juventud plena. Michael Ballhaus decía: “Rainer tiene diez años menos que yo, pero ha vivido muchos, muchísimos años más”.
Sin duda, ya se ha dicho con frecuencia, la creatividad de Fassbinder ha sido única en la historia del medio cinematográfico. Habría que buscar razones muy complejas para explicarlo debidamente. El mismo Fassbinder se refiere a ella, irónicamente, como una “especie de enfermedad mental”. El hecho es que su trabajo se convirtió, desde el principio, en la razón fundamental de la existencia del director alemán, en el lugar vital, en el sitio para establecer y mantener relaciones, en su vida.
La figura de Fassbinder, vista superficialmente, evoca asociaciones que no tienen nada que ver con la realidad (lo demuestra el tono de la prensa amarilla alemana, particularmente el del infame Bild Zeitung). Su apariencia no muy agradable hacía pensar que fuera un ser desorganizado, abandonado. Su tono de voz mascullado y bajo creó la leyenda de que hablaba con lenguaje burdo y de bajos fondos. Su dominio de personas y situaciones le dio la imagen de hombre maduro y sin sentimientos. Pero nada de eso era verdad. Fassbinder era una persona de asombrosa capacidad organizativa y de total dedicación a sus responsabilidades de trabajo. Su discurso era de una absoluta lucidez y precisión y su carácter, realmente, de una enorme fragilidad y ternura. Es cierto que, tanto su vida como sus películas, están llenas, casi plagadas, de situaciones contradictorias, de actitudes que parecen, a primera vista, completamente disparatadas y opuestas. Lo genial es que estas posiciones tienen, muchas veces, una lógica perfecta entre sí. Por eso, sería simplista calificar a Fassbinder de rebelde, de oportunista, de fascista, de antisemita, de anarquista o de tantas otras cosas diferentes, como con frecuencia se ha hecho, sobre todo en Alemania. Su misma productividad lo hacía enfrentarse a ideas y situaciones con instrumentos, con elementos de juicio que no eran nunca los del cliché, los de la la ideología instantánea. Por eso es absurdo calificar una película como Petra von Kant de feminista o anti-feminista, una como La ley del más fuerte(Faustrecht der Freiheit, 1974) de ataque a los homosexuales o de defensa de los mismo, o calificar El miedo devora el alma (Angst Essen Seele Auf, 1973) de análisis sociológico, de declaración sobre la situación de los extranjeros en Alemania.
Un mundo profundamente humanista, pero contradictorio, personal pero nunca exhibicionista, complejo y multifacético, se asoma en cada uno de los personajes. Si la estética del melodrama lleva a estos personajes, algunas veces, a un toque de caricatura o de irrealidad, nunca se puede decir que son esquemáticos o transportadores de mensajes prefabricados. Todos estos personajes son, además, parte de Fassbinder mismo, retratos parciales del director. Este hecho es más interesante si se tiene en cuenta que nunca, o casi nunca, hubo una película realmente autobiográfica o un personaje en el cual el director se plasmara directamente. El único Fassbinder total es el de Alemania en otoño y, tal vez, ese director de cine, arrogante, egoísta y vampiresco, representado por Lou Castel, en Cuidado con una santa prostituta (Warnung vor einer heiligen Nutte, 1970). Pero, de modo más libre, y por tanto más preciso, Fassbinder es Petra von Kant y es Franz Biberkopf, es la vieja Emmi de El miedo devora el alma y es el absurdo poeta Walter Kranz de El asado de Satán. Es el Franz angelical de La ley del más fuerte, pero es también Eugen y Max, que lo explotan brutalmente. Fassbinder se ve reflejado en la niña inteligente y paralítica que pone a jugar a todos su ruleta china y en el pobre jefe de estación Bolwieser, que ama hasta lo indecible y perece de amar. Fassbinder está en Maria Braun que espera cada noche durante años la consumación de su felicidad conyugal y en Elvira Eishaupt, antes Erwin Eishaupt, que ha cambiado su sexo, instado por un amante cruel que ahora le reprocha su fealdad y su envejecimiento y que ahora siente que no es de aquí ni de allá y desciende a los infiernos en la película más desgarradora de todas la de Fassbinder: En un año con trece lunas (In Einem Jahr mit 13 Monden, 1978). Esa Elvira que, en palabras de Fassbinder, muere de “corazón roto”... como él, pocos años después. Y Fassbinder es, naturalmente, Veronika Voss, la actriz de cine que muere después de haberse entregado por completo a la morfina y de haber sido explotada sin misericordia por los que se han enriquecido suministrándosela.
Sentimientos que se compran y que matan
Rainer Werner Fassbinder vino al mundo en un no-hogar. De su padre, el médico Hellmuth Fassbinder, sabemos muy poco. Solo que soñaba con ser poeta. Fassbinder pensó en él para su Walter Kranz en El asado de Satán. A la madre, Leselotte Eder, la vemos con mucha frecuencia en las películas de su hijo, bajo este nombre o el de Lilo Pempeit. Era traductora de profesión. La pareja se divorció cuando el único hijo era muy pequeño y la infancia de Rainer transcurrió como algo muy difícil de definir: ni triste, ni carente de afecto sino, más bien, algo completamente indiferente y solitario. El nos cuenta que vivía en una casa a la cual iba mucha gente con la cual no tenía ningún tipo de relaciones clasificadas o jerarquizadas. De hecho, dice haber tomado conciencia de la relación madre-hijo sólo mucho más tarde, cuando esta relación ya no podría aportarle mucho. A esta madre que para obtener tranquilidad en su trabajo de traductora, enviaba a su hijo al cine todos los días, Fassbinder decidió tenerla muy cerca en su carrera; el conflicto y la ambigüedad permanecieron hasta el final y están ejemplificados directamente en la discusión sobre el terrorismo que ambos sostienen en Alemania en otoño. La mujer afirma que por cada secuestrado se debería asesinar a un terrorista preso y que mejor que una democracia sería un señor autoritario que, en todo caso, tendría que ser “bueno”. Según Michael Ballhaus, Lisellote Eder se sentía muy orgullosa de tener un hijo tan famoso y él la trataba de manera muy diferente cada vez, a veces con extrema dureza y desprecio. Fassbinder dice que intentó tener con ella una relación de amistad al nivel de las otras relaciones de su grupo. Esta madre de Fassbinder permanecerá en la historia del cine como aquella madre de Pier Paolo Pasolini, la virgen María al pie de la cruz de El evangelio de San Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964). De hecho, ninguna de las apariciones de la mamá de Fassbinder en sus películas revela una aproximación de ternura de parte del director. Hay momentos incluso, en que su papel tiene algo de bruja o de vampiro, al nivel de las figuras de los cuentos de hadas. Es posible que, viéndola, Fassbinder recordara los días en que buscaba su comida en los puestos de salchichas de la esquina, porque su vivienda no funcionaba como un hogar con horas comunes de comida o solaz. Con todo, en sus declaraciones no mostró nunca resentimiento o deseo de venganza por su infancia perdida. “Más que una infancia perdida”, decía en una entrevista, “es una no-infancia” y afirmaba que ni siquiera estaba seguro de si esto le había deparado sufrimiento o no.
Lo que sí puede decirse es que en toda la obra de Fassbinder hay una búsqueda incesante y variada en muchísimos tonos de un ternura, de una experiencia familiar. Ninguna de sus películas, ni siquiera El asado de Satán, que es la que estaría más cerca de esto, puede llamarse cínica. Cuando salen a flote toques humorísticos, estos son con frecuencia desesperados, ahogados en la garganta del miedo. La tercera generación (Die dritte Generation, 1978-1979), El asado de Satán, son los ápices dolorosos de esta actitud, son sus únicas comedias. Y las demás películas muestran esa búsqueda de afecto, esa dificilísima ternura entre persona desiguales, esa terrible traición a la que el amor se ve sometido.
Uno de los temas que han permanecido constantes, irreductibles, podría denominarse el de los sentimientos letales. El sentimiento lleva con frecuencia a las personas a la catástrofe. Petra von Kant pierde su equilibrio, sus finas maneras, su status cultural, a causa de un sentimiento que la arrastra, la traiciona y la deja reducida al desamparo que no quería reconocer. Joanna y Margarethe entregan a su Franz a la muerte en El amor es más frío que la muerte (Liebe ist kälter als der Tod, 1969) y en Dioses de la peste (Götter del Pest, 1969), porque lo aman. El amor por su hermano y por su madre distrae al gángster Ricky en El soldado americano (Der Amerikanische Soldat, 1970) y permite que la policía lo acribille. En Coto de caza (Wildweschel, 1972), Hanni logra convencer a Franz de que asesine a su padre; y el joven, por amor a ella, no duda en hacerlo. Martha y Effi Briest son dos mujeres cuyo sufrimiento extremo, muerte o parálisis, proviene del amor total que han otorgado a sus respectivos maridos, sin exigirles nada a cambio. Franz cree haber encontrado un amigo en Eugen y es víctima de la traición total en La ley del más fuerte. A la Madre Küster, el fiel amor a su marido muerto le cuesta su propia vida y honra. Peter llega hasta el asesinato, en su obsesiva ansia de ser amado, en una película cuyo título sería el de toda la obra de Fassbinder: Yo sólo quiero que me amen (Ich will doch nur, dass ihr mich liebt, 1975 - 1976). Elvira Weishaupt y el jefe de estación Bolwieser, ya lo mencionamos, mueren de “corazón roto”, son aplastados por sus sentimientos sin control. Es explicable que su cine del más despreciado de los géneros hollywoodianos, el melodrama.
Artificialidad que libera
El melodrama muestra los sentimientos en forma exasperada, más allá de todo control por parte del buen gusto. Presenta, además, un mundo artificioso y encerrado en sí mismo, que se presta a las mil maravillas para un análisis de la naturaleza de la emoción, del sufrimiento, del condicionamiento social de las relaciones humanas, de los deseos. Douglas Sirk supo, en sus años de Hollywood, emplearlo en este sentido y Fassbinder, a su vez, lo convirtió en el instrumento ideal de su sensibilidad y de su comentario sobre la realidad. Es la distancia, la convención que este género le confiere lo que hace que sus películas no se hundan en un penoso psicoanálisis, en un exhibicionismo insoportable de sus propias obsesiones y deseos, de sus relaciones personales. Esas obsesiones y deseos, esas relaciones, están incorporadas a un cuerpo muy grande películas diversas pero que llevan, indefectiblemente, el sello de su autor.
Fassbinder mostró desde siempre su predilección por la expresión artificiosa, sea en el género melodrama, sean en la estilización de motivos de otros géneros, particularmente los del cine de gangsters. En Josef von Sternberg, Fassbinder admiraba la “posibilidad de no contar historias de modo directo, sino por medio de rodeos… la extrema artificialidad”. Porque, en su opinión, “mientras más hechas y preparadas y puestas en escena sean las películas, tanto más libres y liberadoras son.”
La utopía fraternal
Las películas de Fassbinder podrían, con un poco de esfuerzo, ser agrupadas temática y estilísticamente. Hasta se podría decir que hay una evolución notoria desde los ambientes secos, minimalistas, deprimentes, de suburbio, de sus primeras películas hasta la elaborada maquinaria de las últimas. Pero esto evolución no le quita nada a la permanencia y a la continuidad de los temas y de las formas fundamentales. Entre esas primeras películas, que en su aparición pudieron ser vistas como jugueteos cinéfilos de un amateur, y las últimas, reconocidas universalmente como el cine de un profesional impecables, hay conexiones mucho más profundas de lo que puede parecer a primera vista. El tratamiento del terrorismos en La tercera generación, por ejemplo, está íntimamente ligado con la descripción del mísero bajo mundo muniqués en que se mueven los personajes de El amor es más frío que la muerte, Dioses de la peste y El soldado americano. En las primeras películas hay, con frecuencia, una amante que ama intensamente y después traiciona. Esto, que es un esquema con equivalentes muy claros en el cine de Hollywood, resulta ser el portador de la temática más propia de Fassbinder, la de las relaciones que se desmoronan, la del amor que deja de existir antes de que se perciba.
Lo hermoso de la evolución de las películas de Fassbinder es que existe una absoluta consecuencia desde el jugueteo con los géneros del principio hasta la exposición abierta del director ante su público. Muy pronto uno se da cuenta de que las mujeres traidoras son solo una metáfora de las traiciones de cualquier amor, del de Petra y Karin, del de Eugen y Franz, del de las parejas de La ruleta china y de ninguna manera un toque de misoginia. Es característico que Hannah Schygulla, la traicionera de las primera películas, se convierta en el símbolo mismo de la fidelidad, del aferrarse a un amor hasta las últimas consecuencias, como Maria Braun. Ello no es una contradicción, sino un ejemplo del mundo de Fassbinder, que a sus reconocimientos pesimistas opone siempre el planteamiento de utopías, de toque amargo pero esperanzado, a través de su obra. Desde la pareja de amigos de Río das Mortes (1970), que van en búsqueda del mítico tesoro peruano, hasta Emmi que se promete curar a su Ali con amor y paciencia en El miedo devora el alma, pasando por la utopía desesperada u oscura de los terroristas de La tercera generación y por Efii Briest, que en su lecho de muerte se esfuerza por comprender y perdonar a su cruel Instettent; así como la visión inesperadamente optimista de El mundo en el cable (Welt am Draht, 1973) o las dos parejas, la de los ancianos y la de los jóvenes, la de los ancianos y la de los jóvenes, en Ocho horas no son un día (Acht Stunden sind kein Tag, 1972), que se oponen al aparato burocrático con iluminadora y vital anarquía. En todas las películas de Fassbinder hay hermanos y hermanas que con frecuencia se sienten cercanos, que se aman fuertemente o que se otorgan mutuamente lucidez y ánimo. Este planteamiento de la fraternidad como alternativa a la desesperación es un fenómeno muy diciente en un artista que nunca tuvo un hermano.
Todas estas relaciones fueron vividas por Fassbinder a través de los escasos años de su vida. Y la fragilidad de las mismas fue experimentada también con profunda amargura. Cuando Michael Ballhaus asistía a los rodajes con su esposa Helga y a veces con sus dos hijos, Fassbinder sentía terriblemente el aguijón de la soledad. En una ocasión decidió que él también debería tener una familia auténtica, hijos y demás. Fue entonces cuando le pidió a su amigo El Hedi Ben Salem, el árabe protagonista de El miedo devora el alma, que se trajera del Norte de África a los hijos que tenía allá, con el fin de que él, Fassbinder, los adoptara como hijos, les pagara los estudios y les ofreciera cariño y comodidades. Sobra decir que el experimento resultó una verdadera catástrofe. Los hijos de Salem terminaron envueltos en enormes líos, con drogas y otros asuntos, destrozados por el doloroso capricho del director alemán. Salem, con quien Fassbinder intentó una relación estable, sucumbió al abrazo amoroso y letal de su amigo europeo. Su sencilla manera no resistió el ritmo y las complicaciones de un artista tan complejo. Fue encontrado muerto, tiempo después, en una cárcel francesa. La experiencia se repitió en términos igualmente trágicos con Armin Meier, a quien podemos ver en varias películas del último periodo y que hace su propio papel en Alemania en otoño, escenas tanto más electrizantes cuando se sabe que son auténticas. Después de vivir un tiempo con Fassbinder, Armin se suicidó, incapaz, al parecer, de resistir esa presencia aplastante que todo lo exigía. Toda la carga de sentimientos frágiles, explosivos, de ternura imposible y mercantilizada que aparece en las películas de Fassbinder es, pues, parte de su propia vida. La muerte de Armin, por ejemplo, lo precipitó en la peor crisis de su existencia, lo mismo que las duras experiencias en una de las ciudades más crueles del mundo, Frankfurt am Main, en donde permaneció por un breve tiempo, como director artístico del Theater am Turm. Armin y Frankfurt fueron el material, la fuente que hizo posible una película como En un año con trece lunas, tal vez la película sobre el sufrimiento más sobrecogedora de la historia del cine; una obra que, en el arte, es solo equiparable a la música de Mahler.
En la obra de Fassbinder tiene Alemania su más precioso documento cinematográfico, llevado a cabo por una de las sensibilidades más vibrantes de nuestra época, por un artista que habrá que continuar descubriendo, poco a poco, con mucha paciencia. El Bild-Zeitung, el periódico del magnate Axel Springer, que representa todo lo que Fassbinder y la joven generación de cineastas alemanes rechaza en su propio país –Schlöndorff documentó los manejos de esta prensa en El honor perdido de Katharina Blum y Fassbinder en El viaje al cielo de la Madre Küster– anunciaba recientemente un ciclo que la televisión alemana está dedicando al fallecido director. Los términos del anuncio no pueden ser más despectivos. Algo así como “Ya se esperaba que la televisión daría alguna película de este tipo que nunca hizo nada que sirviera y que no logró nada ni en Alemania ni en el exterior.” Con lo cual, el periódico constata sin querer lo que Fassbinder siempre quiso expresar: la ceguera, la mezquindad, la infamia insoportable de ciertas estructuras. “En todas mis películas doy expresión a mi convicción de que determinadas instituciones ya no sirven en nuestra sociedad. No soy un filósofo, profesor o cura, pero opino que la tarea del artista es la de alertar al público y no dejar que acepte a ciegas determinados valores. Hasta los valores positivos, cuando se los traga sin crítica, se convierten en valores negativos”. Como Pier Paolo Pasolini para la italiana, el valor de Rainer Werner Fassbinder para la cultura alemana contemporánea solo se irá reconociendo gradualmente. Yo considero que es fundamental. Además, su cine, esa obra de una vida, concentrada en solo diez breves años de existencia, ocupará de necesidad en la historia del medio.
Originalmente publicado en la Revista Kinetoscopio, edición de noviembre - diciembre, 1992, número 16.
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