Ahora que el exterior se volvió un terreno exclusivo del cine, nosotros volvemos a las películas que desafían la vejez y el deterioro. Minnelli no envejece y menos sus películas “fuera de rieles”. En la sombra de su celebrada fama por el sonido de la música y la coordinación de uno o varios bailarines descansa un dardo ácido que podría comprobar lo poco que el mundo cambia, que los cineastas –cuando en el ejercicio de todas sus capacidades– adivinan el futuro y que el cine, en el mejor de los casos, está lejos de tener “películas antiguas”.
Una primera aproximación para definir el universo Minnelli incluiría lo siguiente: es cómplice de la alegría, es ampliamente conocido por la vitalidad de sus colores, por la elocuencia corporal de sus sujetos y la emoción de los sonidos del piano. Sin embargo, en ese mismo lugar de coordenadas musicales, donde una canción impulsa, resume y adivina un destino, existe la posibilidad para un descubrimiento especial y novedoso: los trenes fuera de sus rieles. Es decir, películas que, en una mirada apenas superficial, se salen de lo minnelliano. Locomotoras a todo vapor, animadas por algún sentir de la urgencia, de la intuición de la denuncia –desterrar un tema de las tinieblas–, impulsadas por una obsesión tan clara y definitiva que tiende a acelerar el ritmo de las cosas y obliga a pensar a sus personajes y a los espectadores con rapidez. Es decir, películas construidas alrededor de un único personaje, generalmente solitario, que se declara, al descubrirse pieza averiada del universo, ciudadano único y alma en pena. No obstante, el motor definitivo de Minnelli, distinguido con aguda percepción por Miguel Marías como “el conflicto entre la realidad y el deseo, entre la apariencia y la acción, entre el éxito y los sentimientos, entre la colaboración y la creación solitaria”, permanece intacto.
Las películas de Minnelli tampoco abandonan el país de la teoría del color: son como flores explosivas y recuerdan constantemente a las pinturas de Delacroix, apasionadas, extravagantes, donde los tonos vivos y puros de las figuras más cercanas a la vista del observador se apoderan de su control emocional, como si representaran reflectores o poderosas fuentes de luz eléctrica avant la lettre, motivando una tensión por la combinación de colores, una colisión inesperada entre cierta homogeneidad tonal de los fondos y el derroche de color penetrante en apenas un lugar puntual del cuadro. Una estrategia similar utiliza Minnelli para revelar quién es o quién podría llegar a ser una figura clave en sus películas (imborrable el momento en The Band Wagon cuando Cyd Charisse literalmente revela el color de su traje –un rojo deslumbrante, lleno de vibraciones–, robándose toda la atención y resaltando entre un fondo más o menos uniforme de grises y rosado pastel, opacando incluso a su compañero de escena, Fred Astaire).
(Les pido que me admitan un pequeño giro adicional sobre Delacroix y Minnelli: Delacroix fue el colorista más grande de todos, Minnelli el más sensible, su color es espíritu. El propio Delacroix sostenía que la “superioridad” del color estaba en el poder que tenía sobre la mirada y el corazón. Minnelli en su obra cree lo mismo. A propósito del pintor francés, el también pintor Odilon Redon escribió: “Venecia, Parma y Verona solo han considerado el color desde el aspecto material. Delacroix desarrolla la moral del color. Esa es su obra maestra y por lo que destacará en la posteridad”. Minnelli, en cambio, se labró la posteridad por otro lado. ¿Cuál?, preguntarán. Una respuesta: desarrolla como nadie las estructuras pasionales de sus sujetos)
Lo que bien podría diferenciar estos frenéticos impulsos que andan sin la necesidad de rieles es otra idea de temblor y choque: estas películas piensan la violencia que orbita al encuentro entre un espíritu libre y un mundo que lo desprecia y vomita. Minnelli encara los altercados y las consecuencias de esas reacciones no como si fueran números musicales –pasión, roce, habilidad física, sorpresa– sino como si se trataran de múltiples bombas que amenazan con destruir una ciudad entera –peligro, tensión, preocupación, el respeto por cada segundo que pasa–.
Entre esas raras avis hay una decidida a observar con ira un mundo donde nada de lo musical, ni de lo voluble y elástico de los cuerpos, tiene cabida. Se llama Tea and Sympathy, construida desde la ansiedad, hecha después de Lust for Life (también de la categoría rara avis) y antes de Designing Woman. Es una película propensa a cierta uniformidad tonal –se prefiere el azul o el gris sobre el rojo o el amarillo, acusados falsamente de “chillones”– interrumpida únicamente por Laura Reynolds (Deborah Kerr, de cuerpo encendido y cansada de las fachadas), espíritu protector de aquella pieza averiada.
El mundo cerril que se ve en la película es estrictamente competitivo (incluso no regalar primero un libro implica la alteración de la cotidianidad), es habitado por regidores solemnes que operan como niños (los saludos entre esos hombres a cargo no dejan otra cosa para pensar) y reproducen el mandato paterno sin melancolías y pesares. Está anquilosado en la restricción de los placeres (la película pretende solucionarse falsamente con una escena –imposible– de sexo: allí el sexo es prueba superior de hombría pero nunca nadie parece practicarlo. Puros cuentos y mentiras) y es propenso a las fachadas para encubrir cualquier desvío. A través del levantamiento de las fachadas y los repentinos derrumbes y saqueos a las que son sometidas, los personajes poco a poco van revelando sus complejidades y sus límites. Así es como la Kerr, por ejemplo, puede pasar de madre a amante, y viceversa, en solo contados segundos. La regulación en la que se funda este mundo es en la de la atracción, por eso, quien pueda ejercer su deseo sin fachadas es alguien que pone en jaque todo el universo.
Aunque no lo parezca, estos habitantes se pueden dividir en dos grupos: 1) aquellos que como pueden se hacen cargo de sus complejidades y/o factores diferenciales (entran perdiendo y están destinados a sufrir por un largo tiempo), y de esos solo vemos dos en la película: los dos actores que se apellidan igual. Y 2) los que, operando bajo el escondite y los asaltos de violencia, hacen a un lado sus falsas disfuncionalidades y desvíos autorregulando aquello que los revele desviados o monstruosos, levantando con cada día que pasa una fachada.
Parece entonces apenas justo –pero es, por la reticencia, asombroso y gradual– que sea la Kerr el personaje capaz de ver más allá del horizonte chato de ese mundo y descubrir en aquel solitario protagonista un gran hombre en potencia. Ella misma ve en él su pasado, que más que días de viejas glorias es algo así como su vida pasada, su otro destino interrumpido por una muerte a manos de ese sistema que filma la película pero nunca nadie nombra. Ese mundo –demasiado real–, donde apenas la más mínima sugerencia de cualquier cosa dulce e inclasificable es leída como amenaza hacia su estructura invisible pero poderosa, es un lugar donde el té y la simpatía son obsoletos, apenas placebos inventados por el propio orden de las cosas.
Al principio, la cámara errante, reacia hasta el último momento de revelar un rostro líder, un protagonista, prefigura el concepto de toda la película: todos los acontecimientos serán la evidencia de la historia de todos los hombres del universo. Porque para Minnelli los hombres o son de la manada o están condenados a una soledad que pocas veces desaparece. Tom Robinson Lee (John Kerr, extraviado, de pelo radiante tirado con juicio hacia su lado derecho, devoto a su intuición y estoico frente a la bronca y la autoridad del otro), con traje y corbata, asiste a una abrumadora reunión de egresados en su antigua institución educativa (el concepto del lugar, mezcla entre internado, universidad e infierno, no me deja saber con precisión si se trata de un lugar que hace las veces de High School o si es post-High School). Atrapado por la melancolía, solo, sin esposa para presentar y sin encontrarse con alguien para saludar, Tom recorre el pequeño town construido a la medida de ese “universo educativo” (después nos daremos cuenta de que es también uno de los peores inventos de la sociedad: una escuela solo para hombres). Por mandato de sus pies camina hacia una casa particular, se detiene en su frente mientras observa una ventana y las cortinas movidas por el viento. Cruza el umbral de la puerta. Una inscripción dorada en la primera habitación que ve pausa su recorrido. Sube unas escaleras de madera, sabe lo que busca. Hace 10 años vivió en ese lugar. Tom está tocando parte de su pasado. Entra a su vieja habitación –la de la ventana–, descansa sobre algún mueble y abre las cortinas para la cámara, que parece fuera a lanzarse por ese pequeño vacío. Un momento hipnótico ampliado por la música. Es así como Tom se devuelve a su pasado y la película adquiere la estructura de un recuerdo no siempre idílico.
¿Lo primero que vemos? ¡Deborah Kerr en el jardín! Cuidando plantas sabremos que podrá después ser el refugio que necesita Tom. No lo sabemos todavía pero es la gran heroína de la película. Esta heroína, sin embargo, no es infalible y quizás el motor de su conducta, obstinada en salvar tanto como pueda –incluso su propio matrimonio, por lo demás aburrido y sujeto a una conducta de represión del placer que puede hacer aburrir a cualquiera (paradójicamente ese escondite del placer es el primer requisito para ser habitante legal y conseguir la benevolencia de los demás)– y sin importar el precio, tenga que ver, al menos al comienzo, con un efecto de culpa.
Tom, queriendo descansar y hablar con alguien, sabe dónde descansa la Kerr y las otras esposas de los profesores (y atención que ese modelo de hábitat educativo muestra otro círculo del infierno: los profesores y sus esposas viven con los estudiantes, apenas separados por muros de drywall. Minnelli insiste en otra idea: los lugares “tradicionales” de la educación –nunca vemos a estos jóvenes recibir clase– son, a veces, apenas pasillos por los que pasan fantasmas). Va “desprevenidamente” a su encuentro en la playa. Se sienta con ellas y trata de iniciar una conversación fluida (un plano para los rostros de Kerr y Tom y otro para el de las dos amigas, un plano más amplio los observa a todos desde el lado izquierdo y otro plano los ve a todos desde atrás, con unas piedras y buena parte del mar en el fondo). Las mujeres están cosiendo. Tom se ofrece a mostrar sus habilidades para arreglar un botón que necesita un refuerzo. Extrañadas y asombradas, las mujeres lo ven coser. Minnelli, en silencio, introduce humor de doble sentido y silencios que amenazan con la tranquilidad de la conversación. La revelación no demora: la más incómoda en la situación es la Kerr. Por otro lado, la playa, luminosa, parece incorruptible.Tom parece feliz. De repente: el horror (apenas un plano). Una pelota de fútbol americano cae cerca de las mujeres. Dos jóvenes, presumiblemente compañeros de curso de Tom, van a recogerlo. La imagen de Lee cosiendo les provoca lo indecible. Sus caras revelan que han visto a un monstruo. Lee no se da cuenta de esas miradas apremiantes. La Kerr sí: su cuerpo revela el peligro que intuye. Una de sus amigas, en uno de las mejores diálogos de la película, les dice a los dos jóvenes “Hi! Come join the sewing club!” (Hola. Vengan a unirse al club de costura). Los dos sujetos no saben qué hacer, se miran perplejos y retroceden. Silencio eterno. La Kerr, un poco aterrada también, insiste en que Tom vaya a juntarse con “el equipo”. Tom, que deja de mirar el botón que está arreglando, la mira a los ojos. Solo encuentra una “orden” para ir donde están “los otros chicos”. Al espectador le parece una traición, para Tom es una puñalada doble. Sus miradas en ese momento sobrepasan cualquier acción venidera. Quien creía su aliada lo empuja a los leones: la horda de deportistas que, bañados en sudor, van eliminando poco a poco cualquier tipo de sensibilidad que no les sirva para producir, precisamente, más sudor. Tom, vencido, entrega su avance en los arreglos y en el silencio más hiriente del mundo se va. Minelli hace un primer plano de la Kerr mirando a Tom partir. Decir que es estremecedor apenas raspa un poco en la superficie de las consecuencias emocionales de esa expresión y de esa cara, de pelo rojo y ojos azules duros y salvajes, como el mar bravo en la base de un peñasco.
El derrumbe de Tom, incapaz de establecer vínculos duraderos con la comunidad de su generación, condenado a deambular en soledad, empezará ahí, silencioso; sin embargo, nadie podría haber imaginado el estrépito que causaría después. Así es como ese ruido –eco viajero– de destrucción retardado hace adquirir a la película una estructura de ondas. Como un lago que recibe un golpe en el medio, dispensando pequeñas perturbaciones sobre su superficie, vemos las ondas conjurarse y a Tom –en el papel de la orilla: última en enterarse del estrépito– recibirlas. Minnelli trabaja la propagación. Aunque se presente como una película sobre la silenciosa crueldad y violencia de la que son capaces genes manufacturados y heredados de generación en generación, Tea and Sympathy, en realidad, constituye una fábula de amarga alegría destinada a explorar los beneficios –a largo plazo– de perseguir las más nobles aspiraciones –la música, obvio– y rechazar la conducta impuesta por un mecanismo sin nombre.
Pero marchemos un poco hacia atrás. Después de la primera vez que vemos a la Kerr, Tom y ella tienen un dulce momento de intimidad (con té y una conversación sobre el luto del amor en el medio): Tom necesita medirse un vestido porque para una obra de teatro hará el papel de una mujer. Esa primera vez es Tom quien sabe del peligro: le pide a su confidente no mencionar nunca el momento a su padre. La idea que anima la película también es un tren que no espera a nadie. Minelli juega todas las cartas al principio. Es como un lector del tarot que no construye intriga y lee el destino de su paciente en cuestión de segundos. También nos enteramos desde ahí que los vestidos son en la película grandes gritos de euforia.
Tea and Sympathy es una reunión asombrosa de Sirk y Ray (en el ánimo de este hijo que se rebela contra su padre y de un hombre que se levanta contra todas las instituciones que lo rodean: el Ray de They Live By Night, Rebel Without a Cause y Bigger Than Life) creada para registrar un proceso de asfixia. No digo, pues, que Minnelli sea para mí, por su capacidad de fusión, el mejor de los tres. Ray y Sirk son tan grandes como él –quizás un poco más–. Pero es Minnelli el único dispuesto a traicionar la realidad, a abrir en dos el realismo agreste y encontrar el destello de la fábula y la fantasía. Si Sirk es el cineasta de los secretos y Ray el de lo indecible, Minnelli es el cineasta de los sueños, incluso cuando filma una película sobre el atropello y el carácter de los hombres.
La operación precisa de la estructura asfixiante le importa poco a Minnelli, él busca obstinadamente sus métodos, cumpliendo a cabalidad ese destino extraño de un director de cine: observar a la gente, oírla hablar y prever su conducta; saber leer una o varias series de indicios donde el destino de una o más vidas –humanas, animales, vegetales– se escriben. Tom Lee, condenado en parte por su belleza, distinta a la de los otros jóvenes, es un pequeño asfixiado por el entorno y apenas encuentra en las mujeres mayores amistad, posibilidad de socialización. En el realismo aterrador y salvaje de la película no hay ahorro para evitar hacernos saber qué tan duro, largo y ancho es el camino de Tom, su propia pasión y su propia cruz a cuestas. No vemos un mártir, es un adolescente confundido porque se le hace creer que no está hecho para la vida. Que prefiera la música al deporte no tiene explicación en ese pequeño mundo (reducido a una gran casa que a la fuerza intenta semejar un hogar familiar: padres de familia en un piso y hermanos en otro piso).
En esa(s) juventud(es), las diminutas batallas se plantean en términos más grandes. No se sabe bien pero es en esos breves segundos de pausa, de silencio y desesperación entre el cambio repentino y la respuesta que exige, donde la juventud se juega su destino. El ánimo de la película es pues la respuesta a ¿qué podrá ahora hacer Tom? Minnelli persigue la imagen de un hombre frente a su propio dédalo. Los métodos de respuesta para Tom cada vez se van haciendo más inútiles. A pesar del éxito en el tenis, fallará. A la fuerza intentará aprender a caminar mejor, su padre le sugiere/ordena un corte de cabello. Como todo falla, debe recurrir al último gran intento de respuesta: aparecer con la mujer del restaurante del campus.
Cuando Tom va a visitar el apartamento de la mesera, ya sin más opciones, enfrentado al diluvio y al desánimo total, podemos suponer un frío y un aguante parecido al de los mártires cristianos soltados a la merced de los animales. Los cristianos sentían el acontecer de su destino, Tom pensaba por fin en dar al mundo la evidencia de su hombría. El acto se hace con miedo pero con la seguridad de que algo mejor pasa después, sea la llegada al Paraíso o la posibilidad de vivir sin ojos juzgadores a sus espaldas.
El universo de la juventud es también el universo de las pesadillas: debajo de sus disfraces de salud y energía eterna, músculos tiesos y alegría desenfrenada, se esconde la capacidad de aplicar lacerante violencia al más débil de sus miembros. Una manada no se había visto tan bien filmada. El mundo de la juventud no tiene nada que ver con universos de pura luz y desenvoltura.
Minnelli es severo (insiste ferozmente en que la erradicación de esta violencia es más o menos imposible) pero no descuida su objetivo: en medio de desterrar un tema de las tinieblas escoge el bando de su protagonista. Hábilmente, Tom no se corta el pelo y hasta cierto momento –antes del desborde– sabe cómo hacerle frente a los empujones del mundo (sus compañeros, su profesor, su hogar). Aunque el mundo le pide evidencias, Tom tiene una facultad que pasa desapercibida: es el único con el don de la mirada (no en vano su destino no será después ser músico sino escritor). Allí donde nadie puede ver, él tiene un ventana completa a su disposición. Minnelli le ha regalado a su personaje la observación juiciosa. Su habitación es la única que da al mundo exterior. Los demás compañeros de su hogar, para ver, entran en manada a su pieza. La tranquilidad de Tom siempre está siendo atacada. Esa visión que persigue el atrofiado colectivo tiene un solo matiz: la señal del acceso a la anatomía del sexo opuesto. Esa ventana-ojo es una ventaja que nadie toma como tal. Aquel personaje tiene el poder de una visión distinta, de una visión abierta, pero, como joven, nunca exenta del rechazo y la incertidumbre más negra
El juego de la visión no acaba allí, la pregunta-impulso de la película –¿Qué podrá ahora hacer Tom?– avanza porque alguien ve lo que no tenía que ver, alguien dice algo que debía mantener en secreto. Las miradas son también juicios. Aparece después el temor a la desesperante consecuencia de todas estas recriminaciones hechas en el nombre de la nada más absoluta: un tercer ojo de repente abierto y para siempre en vela. Tom no podrá moverse igual, hablar igual, peinarse igual. Dentro de sí ya hay un otro intruso que le dice cómo habitar el mundo, contrariando con sus ideas más propias. Así, el estado natural de este adolescente será la confusión más violenta, más severa. Y entonces es difícil no pensar que, como las grandes obras del cine, Tea and Sympathy es una película estrictamente personal (da la leve impresión de que en esas crudas escenas de Tom enfrentado a él mismo Minnelli es capaz de hacer visibles secretos interiores). El pulso de Minnelli solo lo puede suministrar un conocimiento atávico sobre este mundo, la certeza absoluta de que este ciclo del protagonista se había repetido ya mil veces y que en el futuro se repetirá mil más.
La escena en el salón de ensayos musicales (el hábitat natural de Tom) es determinante y combina a la perfección el difícil equilibro de la película: una ternura especial por los pocos seres orbitando alrededor de Tom, una personificación del animal indefenso, y el desenfado que provoca en él estar contra la pared por razones que considera estúpidas y que no sabe justificar de ninguna manera (al borde del colapso no sabrá más cómo comportarse sin escuchar algún reproche). Es particularmente doloroso ver su frustración al saberse maniatado y desposeído de razón cuando intenta repetir, como si se tratara de un mantra, la manera de caminar de su único amigo.
El partido de tenis, determinante para el destino de Tom, aunque no importa si pierde o gana, se filma como si se filmara una reacción química. Paso a paso, segundo a segundo, y plano a plano, se busca todo lo que delate la buena terminación de la combinación de los elementos. Aunque hay un árbitro que mira desde arriba la rapidez de la pelota, es el padre de Tom, encuadrado en ese plano asfixiante, serio, como si su vida dependiera de lo que ve al frente, que sigue la bola con una atención desafiante, el que escribe apenas con gestos las reglas y el proceder del juego. El silencio en la cancha es casi litúrgico, aunque nada bueno se celebre; y el padre de Tom se convierte en una especie de apóstol Pablo porque ante la interrogación de un viejo amigo no es capaz de revelar que es su hijo, por el que nadie da un peso –apenas tres geeks desconocidos, filmados en uno de los planos más alegres de todo el film– , el que juega. Cuando el padre abandona la cancha no solo dejamos de ver el partido sino que una estructura colapsa. La mirada final de la Kerr parece revelarlo.
El padre, quizás movilizado por la culpa –quién podrá saberlo–, busca a su hijo, aislado, en los casilleros, donde la juerga sudorosa después del partido se lleva a cabo y los grandes y pequeños insultos aparecen: las navajas de las palabras susurradas, dichas con la ambivalencia de sugerir un secreto máximo y dichas también con la más rigurosa planeación para que sean oídas por el sujeto al que van dirigidas en clave de enigma. Un arma dolorosa que solo puede ser, como parece probarlo Minnelli, invención del pantano terrible de la juventud (Édouard Louis en uno de sus libros –cito de memoria– dice: “Uno nunca se acostumbra a que lo insulten”). Y Tom, ya apodado Sister Boy, es sometido al juicio doble: su rígido padre ha también de escucharlas. Es la fiel materialización del temor más elemental de los hijos del mundo: que los padres descubran cómo los tratan los demás fuera de casa, destruyendo el ya frágil equilibrio que se había construido en secreto.
Los métodos que se empecina en filmar Minnelli, aunque difíciles de discernir pues sus causas y efectos están entrelazados las más de las veces, nos permiten inventar y describir un sistema de dosis de medida para la violencia. Podríamos decir que existen tres clases: la violencia de forma, la violencia de sonido y color y la violencia de rigidez. A su vez, cada categoría se divide en tres clases más dependiendo de las consecuencias: primarias (causan desaliento y tristeza), hostiles (implican la condena a cierto ostracismo), físicas (representan un peligro físico) y represivas (se meten en la cabeza del sujeto y obligan a cambiar su conducta). La violencia de forma tiene que ver con levantar “un secreto”, es todo aquello que se hace para que Tom quede señalado como el desviado (Tom descubre el grafitti en la puerta de su habitación; un grupo de deportistas intenta privarlo del “sentido democrático” de un juego que raya con la tortura; Tom termina literalmente marcado por algunas heridas después de la fogata). La violencia de sonido y color tiene que ver con las apariencias y los secretos, es la más ejercida en la película (su padre lo hace rechazar el papel en la obra solo porque debe usar un vestido; su padre le insinúa que debe cortarse el pelo; la Kerr intenta buscarle una pareja de su edad para el baile; la Kerr lo hecha de su grupo de costura improvisado; la insistencia del padre, después de percibir las energías en el partido de tenis, por hacer los amigos “correctos”). La violencia de la rigidez es cuando se reciben ataques de todos los bandos y de todas partes, como si se tratara de un resumen de las dos anteriores (cuando la mesera se ríe de él al recordar quién es; cuando todos callan la celebración de sus puntos en el tenis; cuando se rompe un libro –que se filma como el hecho más violento de todos–; cuando los adultos se reúnen para discutir el destino de Tom; cuando Tom es forzado a renunciar a la obra de teatro delante de sus “caseros”).
Es, en efecto, una búsqueda por cierto origen del malestar, de la violencia en su estado más puro. ¿Cómo olvidar esa angustia que leemos tan claramente en el rostro de Tom? Sin embargo, no se le puede tachar a Minnelli de violento o abusivo. Siempre es uno de esos realizadores sutiles, de emociones soterradas a riesgo de embozar sus intenciones. Minnelli nos presenta a Tom ya graduado, solo pero seguro de sí mismo, con la capacidad emocional de presentarse, ante el literal asombro de algunos cuantos, a su reunión de egresados. Incluso Tom, a pesar de saber que su condena es impuesta por una sociedad ciega que ha inventado a los hijos para soportar los males y estragos de la institución del matrimonio, nunca descree de esa sociedad y apenas al final, al borde de sus propios límites, desconfía del poder de la vida. Como el propio Minnelli, Tom sospecha que los individuos solo están averiados en la medida en que han decidido desechar sus intuiciones. Es así como su encuentro con la Kerr, en sintonía con su instinto, es de proporciones gigantescas. No importa, pues, lo que pase y las respuestas que nos dé a la pregunta motor la película, sabemos que Tom estará bien. Al final, sabremos también que ha escrito un libro, que está casado y es feliz.
Si los vestidos y las flores de color son vitales para Minnelli, la luz de neón de una heladería multipropósito (el producto esencial de ventas es la malteada pero el café y los cigarrillos también están disponibles) es estructural: funciona como un oráculo para Tom. Es ese aviso que ve de día y de noche el que limita el horizonte que Tom puede ver por su ventana y también es el aviso y lo que encierra (la mujer que parece regentar el negocio) lo que sus compañeros de piso quieren ver. El día de un diluvio –la única vez que llueve en la película y la segunda que la noche se vuelve fundamental–, justamente entre esas luces y un vestido verde, la vida de Tom se juega al destino. Como se sabe, no existe en la vida de cualquier persona algo más traicionero que el destino: la prueba que Tom pensaba superar es una especie de ultimátum que lo lleva al colapso. La reunión en el apartamento desvencijado, apenas vivo (hecho un hogar, como lo habrá dicho Tom al comienzo) por una flor amarilla, y la irrupción de la risa condensa todos los temores de Tom. Ahí mismo, sin él saberlo bien, entra en su propio purgatorio.
Al otro día, simbólicamente el día del cumpleaños de Tom, después del cataclismo y de que la minucia del plan saliera terriblemente mal, los adultos se reúnen, pero no para celebrar sino para pensar cómo contener los estragos de la noche anterior. Lo que se avecina, todos lo saben después de las revelaciones de rigor, no será bueno. Tom desaparece, está perdido en él mismo y perdido también para los demás en ese mundo escolar. Intuyendo su paradero por una confidencia hecha al inicio, la Kerr se monta en su carro con el propósito de encontrarlo y devolverlo a la vida, cumpliendo su última misión como heroína paralela de la película.
Ese carro avanza en el plano y Tea and Sympathy se dirige también hacia otro lugar. De ese realismo sin escrúpulos, Minnelli pasa a una fábula fantástica. Y quizás, así, inaugurando toda una tradición en la que los artistas trabajarán para dar forma a las vidas de los perdidos, los desviados, los excluidos por su forma de hablar, de caminar, de responder al otro, de dirigir su amor. Solo apelando a la fantasía estas otras vidas podrán verse florecidas. La Kerr desciende del carro y percibe la barrera entre mundos. Está a punto de entrar a un portal.
La bruma y cierto misticismo se apodera de la película. Cruzando un bosque utópico y enjundioso, el héroe desfallecido y la heroína consciente de su misión se encuentran. Como las fábulas y los cuentos idílicos de las princesas, el hechizo mortal que la sociedad le ha impuesto a Tom se rompe en mil pedazos de vidrio invisible cuando besa a una mujer impulsado exclusivamente por el deseo. Y, para que ese beso-antídoto funcione, el impulso debe ser espejo. Es decir, las dos partes deben estar deseosas por tocar con sus labios los labios del otro. La Kerr sabe lo que tiene que hacer. En uno de los mejores y más apasionantes momentos de la película, Minnelli nos revela que este antídoto es también el encuentro con una entidad mística mucho más grande que cualquier individuo. El encuentro del beso, la paz y la tranquilidad, es el encuentro con Dios. La imagen de Kerr y Tom a punto de agarrarse firmemente las manos insiste en la memoria con el inmortal fresco de Michelangelo, La creación de Adán. Sugiriendo así que la tranquilidad se encuentra en escalas de emociones más vastas y casi sobrenaturales. Toda esa escena, todo el acontecer del beso-antídoto, sucede en un no-lugar del mundo. Sujetos uno del otro, uno frente al otro, los dos podrán volver a la vida. Fuera del purgatorio, Tom encontrará una escritura más clara de su futuro.
Minnelli confía y está absolutamente seguro de que las mujeres esculpen el destino de los hombres, al mismo tiempo asegura que el encuentro con lo místico (y eso se repite constantemente en sus otras películas) siempre tiene que ver con el amor.
Tea and Sympathy, también audaz y de lograda irrealidad, persiste en el tono de gran pequeña épica para abordar la jaula invisible del sistema decidido a hacer perecer las personalidades más vaporosas, extravagantes, hors la règle, legendarias y libres de sometimiento alguno. Como épica, la historia implica un tire de fuerzas importantes. El destino contra la planeación minuciosa es lo que colapsa en estas imágenes. Por eso, Tea and Sympathy se lee al mismo tiempo como una prevención dulce, un método de instrucciones para soportar con la cabeza en alto la cascada de violencia que la diferencia despierta entre la homogeneidad salvaje.
Justo después de que Tom regrese a la vida acaba también su recuerdo. Otra vez en la casa donde vivió, baja por las escaleras cargadas de filtros para la luz. La heroína volverá a hablarle después de tantos años. Recibirá una carta y ya la película nos dirá que no hay nada tan importante como la luz y el viento. En medio de aquel jardín, ahora olvidado y sin atención, con las memorias latentes, Tom recibe un último regalo: una flor y una dulce crítica sobre su novela (hecha por la mejor y más atenta lectora). Quizás una pequeña moraleja para la mejor fábula –cruda e idílica, ruda y amorosa, realista y misteriosa– jamás filmada.
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LA MEMORIA COMO FÁBULA
Tea and Sympathy, de Vincente Minnelli
Ahora que el exterior se volvió un terreno exclusivo del cine, nosotros volvemos a las películas que desafían la vejez y el deterioro. Minnelli no envejece y menos sus películas “fuera de rieles”. En la sombra de su celebrada fama por el sonido de la música y la coordinación de uno o varios bailarines descansa un dardo ácido que podría comprobar lo poco que el mundo cambia, que los cineastas –cuando en el ejercicio de todas sus capacidades– adivinan el futuro y que el cine, en el mejor de los casos, está lejos de tener “películas antiguas”.
Una primera aproximación para definir el universo Minnelli incluiría lo siguiente: es cómplice de la alegría, es ampliamente conocido por la vitalidad de sus colores, por la elocuencia corporal de sus sujetos y la emoción de los sonidos del piano. Sin embargo, en ese mismo lugar de coordenadas musicales, donde una canción impulsa, resume y adivina un destino, existe la posibilidad para un descubrimiento especial y novedoso: los trenes fuera de sus rieles. Es decir, películas que, en una mirada apenas superficial, se salen de lo minnelliano. Locomotoras a todo vapor, animadas por algún sentir de la urgencia, de la intuición de la denuncia –desterrar un tema de las tinieblas–, impulsadas por una obsesión tan clara y definitiva que tiende a acelerar el ritmo de las cosas y obliga a pensar a sus personajes y a los espectadores con rapidez. Es decir, películas construidas alrededor de un único personaje, generalmente solitario, que se declara, al descubrirse pieza averiada del universo, ciudadano único y alma en pena. No obstante, el motor definitivo de Minnelli, distinguido con aguda percepción por Miguel Marías como “el conflicto entre la realidad y el deseo, entre la apariencia y la acción, entre el éxito y los sentimientos, entre la colaboración y la creación solitaria”, permanece intacto.
Las películas de Minnelli tampoco abandonan el país de la teoría del color: son como flores explosivas y recuerdan constantemente a las pinturas de Delacroix, apasionadas, extravagantes, donde los tonos vivos y puros de las figuras más cercanas a la vista del observador se apoderan de su control emocional, como si representaran reflectores o poderosas fuentes de luz eléctrica avant la lettre, motivando una tensión por la combinación de colores, una colisión inesperada entre cierta homogeneidad tonal de los fondos y el derroche de color penetrante en apenas un lugar puntual del cuadro. Una estrategia similar utiliza Minnelli para revelar quién es o quién podría llegar a ser una figura clave en sus películas (imborrable el momento en The Band Wagon cuando Cyd Charisse literalmente revela el color de su traje –un rojo deslumbrante, lleno de vibraciones–, robándose toda la atención y resaltando entre un fondo más o menos uniforme de grises y rosado pastel, opacando incluso a su compañero de escena, Fred Astaire).
(Les pido que me admitan un pequeño giro adicional sobre Delacroix y Minnelli: Delacroix fue el colorista más grande de todos, Minnelli el más sensible, su color es espíritu. El propio Delacroix sostenía que la “superioridad” del color estaba en el poder que tenía sobre la mirada y el corazón. Minnelli en su obra cree lo mismo. A propósito del pintor francés, el también pintor Odilon Redon escribió: “Venecia, Parma y Verona solo han considerado el color desde el aspecto material. Delacroix desarrolla la moral del color. Esa es su obra maestra y por lo que destacará en la posteridad”. Minnelli, en cambio, se labró la posteridad por otro lado. ¿Cuál?, preguntarán. Una respuesta: desarrolla como nadie las estructuras pasionales de sus sujetos)
Lo que bien podría diferenciar estos frenéticos impulsos que andan sin la necesidad de rieles es otra idea de temblor y choque: estas películas piensan la violencia que orbita al encuentro entre un espíritu libre y un mundo que lo desprecia y vomita. Minnelli encara los altercados y las consecuencias de esas reacciones no como si fueran números musicales –pasión, roce, habilidad física, sorpresa– sino como si se trataran de múltiples bombas que amenazan con destruir una ciudad entera –peligro, tensión, preocupación, el respeto por cada segundo que pasa–.
Entre esas raras avis hay una decidida a observar con ira un mundo donde nada de lo musical, ni de lo voluble y elástico de los cuerpos, tiene cabida. Se llama Tea and Sympathy, construida desde la ansiedad, hecha después de Lust for Life (también de la categoría rara avis) y antes de Designing Woman. Es una película propensa a cierta uniformidad tonal –se prefiere el azul o el gris sobre el rojo o el amarillo, acusados falsamente de “chillones”– interrumpida únicamente por Laura Reynolds (Deborah Kerr, de cuerpo encendido y cansada de las fachadas), espíritu protector de aquella pieza averiada.
El mundo cerril que se ve en la película es estrictamente competitivo (incluso no regalar primero un libro implica la alteración de la cotidianidad), es habitado por regidores solemnes que operan como niños (los saludos entre esos hombres a cargo no dejan otra cosa para pensar) y reproducen el mandato paterno sin melancolías y pesares. Está anquilosado en la restricción de los placeres (la película pretende solucionarse falsamente con una escena –imposible– de sexo: allí el sexo es prueba superior de hombría pero nunca nadie parece practicarlo. Puros cuentos y mentiras) y es propenso a las fachadas para encubrir cualquier desvío. A través del levantamiento de las fachadas y los repentinos derrumbes y saqueos a las que son sometidas, los personajes poco a poco van revelando sus complejidades y sus límites. Así es como la Kerr, por ejemplo, puede pasar de madre a amante, y viceversa, en solo contados segundos. La regulación en la que se funda este mundo es en la de la atracción, por eso, quien pueda ejercer su deseo sin fachadas es alguien que pone en jaque todo el universo.
Aunque no lo parezca, estos habitantes se pueden dividir en dos grupos: 1) aquellos que como pueden se hacen cargo de sus complejidades y/o factores diferenciales (entran perdiendo y están destinados a sufrir por un largo tiempo), y de esos solo vemos dos en la película: los dos actores que se apellidan igual. Y 2) los que, operando bajo el escondite y los asaltos de violencia, hacen a un lado sus falsas disfuncionalidades y desvíos autorregulando aquello que los revele desviados o monstruosos, levantando con cada día que pasa una fachada.
Parece entonces apenas justo –pero es, por la reticencia, asombroso y gradual– que sea la Kerr el personaje capaz de ver más allá del horizonte chato de ese mundo y descubrir en aquel solitario protagonista un gran hombre en potencia. Ella misma ve en él su pasado, que más que días de viejas glorias es algo así como su vida pasada, su otro destino interrumpido por una muerte a manos de ese sistema que filma la película pero nunca nadie nombra. Ese mundo –demasiado real–, donde apenas la más mínima sugerencia de cualquier cosa dulce e inclasificable es leída como amenaza hacia su estructura invisible pero poderosa, es un lugar donde el té y la simpatía son obsoletos, apenas placebos inventados por el propio orden de las cosas.
Al principio, la cámara errante, reacia hasta el último momento de revelar un rostro líder, un protagonista, prefigura el concepto de toda la película: todos los acontecimientos serán la evidencia de la historia de todos los hombres del universo. Porque para Minnelli los hombres o son de la manada o están condenados a una soledad que pocas veces desaparece. Tom Robinson Lee (John Kerr, extraviado, de pelo radiante tirado con juicio hacia su lado derecho, devoto a su intuición y estoico frente a la bronca y la autoridad del otro), con traje y corbata, asiste a una abrumadora reunión de egresados en su antigua institución educativa (el concepto del lugar, mezcla entre internado, universidad e infierno, no me deja saber con precisión si se trata de un lugar que hace las veces de High School o si es post-High School). Atrapado por la melancolía, solo, sin esposa para presentar y sin encontrarse con alguien para saludar, Tom recorre el pequeño town construido a la medida de ese “universo educativo” (después nos daremos cuenta de que es también uno de los peores inventos de la sociedad: una escuela solo para hombres). Por mandato de sus pies camina hacia una casa particular, se detiene en su frente mientras observa una ventana y las cortinas movidas por el viento. Cruza el umbral de la puerta. Una inscripción dorada en la primera habitación que ve pausa su recorrido. Sube unas escaleras de madera, sabe lo que busca. Hace 10 años vivió en ese lugar. Tom está tocando parte de su pasado. Entra a su vieja habitación –la de la ventana–, descansa sobre algún mueble y abre las cortinas para la cámara, que parece fuera a lanzarse por ese pequeño vacío. Un momento hipnótico ampliado por la música. Es así como Tom se devuelve a su pasado y la película adquiere la estructura de un recuerdo no siempre idílico.
¿Lo primero que vemos? ¡Deborah Kerr en el jardín! Cuidando plantas sabremos que podrá después ser el refugio que necesita Tom. No lo sabemos todavía pero es la gran heroína de la película. Esta heroína, sin embargo, no es infalible y quizás el motor de su conducta, obstinada en salvar tanto como pueda –incluso su propio matrimonio, por lo demás aburrido y sujeto a una conducta de represión del placer que puede hacer aburrir a cualquiera (paradójicamente ese escondite del placer es el primer requisito para ser habitante legal y conseguir la benevolencia de los demás)– y sin importar el precio, tenga que ver, al menos al comienzo, con un efecto de culpa.
Tom, queriendo descansar y hablar con alguien, sabe dónde descansa la Kerr y las otras esposas de los profesores (y atención que ese modelo de hábitat educativo muestra otro círculo del infierno: los profesores y sus esposas viven con los estudiantes, apenas separados por muros de drywall. Minnelli insiste en otra idea: los lugares “tradicionales” de la educación –nunca vemos a estos jóvenes recibir clase– son, a veces, apenas pasillos por los que pasan fantasmas). Va “desprevenidamente” a su encuentro en la playa. Se sienta con ellas y trata de iniciar una conversación fluida (un plano para los rostros de Kerr y Tom y otro para el de las dos amigas, un plano más amplio los observa a todos desde el lado izquierdo y otro plano los ve a todos desde atrás, con unas piedras y buena parte del mar en el fondo). Las mujeres están cosiendo. Tom se ofrece a mostrar sus habilidades para arreglar un botón que necesita un refuerzo. Extrañadas y asombradas, las mujeres lo ven coser. Minnelli, en silencio, introduce humor de doble sentido y silencios que amenazan con la tranquilidad de la conversación. La revelación no demora: la más incómoda en la situación es la Kerr. Por otro lado, la playa, luminosa, parece incorruptible.Tom parece feliz. De repente: el horror (apenas un plano). Una pelota de fútbol americano cae cerca de las mujeres. Dos jóvenes, presumiblemente compañeros de curso de Tom, van a recogerlo. La imagen de Lee cosiendo les provoca lo indecible. Sus caras revelan que han visto a un monstruo. Lee no se da cuenta de esas miradas apremiantes. La Kerr sí: su cuerpo revela el peligro que intuye. Una de sus amigas, en uno de las mejores diálogos de la película, les dice a los dos jóvenes “Hi! Come join the sewing club!” (Hola. Vengan a unirse al club de costura). Los dos sujetos no saben qué hacer, se miran perplejos y retroceden. Silencio eterno. La Kerr, un poco aterrada también, insiste en que Tom vaya a juntarse con “el equipo”. Tom, que deja de mirar el botón que está arreglando, la mira a los ojos. Solo encuentra una “orden” para ir donde están “los otros chicos”. Al espectador le parece una traición, para Tom es una puñalada doble. Sus miradas en ese momento sobrepasan cualquier acción venidera. Quien creía su aliada lo empuja a los leones: la horda de deportistas que, bañados en sudor, van eliminando poco a poco cualquier tipo de sensibilidad que no les sirva para producir, precisamente, más sudor. Tom, vencido, entrega su avance en los arreglos y en el silencio más hiriente del mundo se va. Minelli hace un primer plano de la Kerr mirando a Tom partir. Decir que es estremecedor apenas raspa un poco en la superficie de las consecuencias emocionales de esa expresión y de esa cara, de pelo rojo y ojos azules duros y salvajes, como el mar bravo en la base de un peñasco.
El derrumbe de Tom, incapaz de establecer vínculos duraderos con la comunidad de su generación, condenado a deambular en soledad, empezará ahí, silencioso; sin embargo, nadie podría haber imaginado el estrépito que causaría después. Así es como ese ruido –eco viajero– de destrucción retardado hace adquirir a la película una estructura de ondas. Como un lago que recibe un golpe en el medio, dispensando pequeñas perturbaciones sobre su superficie, vemos las ondas conjurarse y a Tom –en el papel de la orilla: última en enterarse del estrépito– recibirlas. Minnelli trabaja la propagación. Aunque se presente como una película sobre la silenciosa crueldad y violencia de la que son capaces genes manufacturados y heredados de generación en generación, Tea and Sympathy, en realidad, constituye una fábula de amarga alegría destinada a explorar los beneficios –a largo plazo– de perseguir las más nobles aspiraciones –la música, obvio– y rechazar la conducta impuesta por un mecanismo sin nombre.
Pero marchemos un poco hacia atrás. Después de la primera vez que vemos a la Kerr, Tom y ella tienen un dulce momento de intimidad (con té y una conversación sobre el luto del amor en el medio): Tom necesita medirse un vestido porque para una obra de teatro hará el papel de una mujer. Esa primera vez es Tom quien sabe del peligro: le pide a su confidente no mencionar nunca el momento a su padre. La idea que anima la película también es un tren que no espera a nadie. Minelli juega todas las cartas al principio. Es como un lector del tarot que no construye intriga y lee el destino de su paciente en cuestión de segundos. También nos enteramos desde ahí que los vestidos son en la película grandes gritos de euforia.
Tea and Sympathy es una reunión asombrosa de Sirk y Ray (en el ánimo de este hijo que se rebela contra su padre y de un hombre que se levanta contra todas las instituciones que lo rodean: el Ray de They Live By Night, Rebel Without a Cause y Bigger Than Life) creada para registrar un proceso de asfixia. No digo, pues, que Minnelli sea para mí, por su capacidad de fusión, el mejor de los tres. Ray y Sirk son tan grandes como él –quizás un poco más–. Pero es Minnelli el único dispuesto a traicionar la realidad, a abrir en dos el realismo agreste y encontrar el destello de la fábula y la fantasía. Si Sirk es el cineasta de los secretos y Ray el de lo indecible, Minnelli es el cineasta de los sueños, incluso cuando filma una película sobre el atropello y el carácter de los hombres.
La operación precisa de la estructura asfixiante le importa poco a Minnelli, él busca obstinadamente sus métodos, cumpliendo a cabalidad ese destino extraño de un director de cine: observar a la gente, oírla hablar y prever su conducta; saber leer una o varias series de indicios donde el destino de una o más vidas –humanas, animales, vegetales– se escriben. Tom Lee, condenado en parte por su belleza, distinta a la de los otros jóvenes, es un pequeño asfixiado por el entorno y apenas encuentra en las mujeres mayores amistad, posibilidad de socialización. En el realismo aterrador y salvaje de la película no hay ahorro para evitar hacernos saber qué tan duro, largo y ancho es el camino de Tom, su propia pasión y su propia cruz a cuestas. No vemos un mártir, es un adolescente confundido porque se le hace creer que no está hecho para la vida. Que prefiera la música al deporte no tiene explicación en ese pequeño mundo (reducido a una gran casa que a la fuerza intenta semejar un hogar familiar: padres de familia en un piso y hermanos en otro piso).
En esa(s) juventud(es), las diminutas batallas se plantean en términos más grandes. No se sabe bien pero es en esos breves segundos de pausa, de silencio y desesperación entre el cambio repentino y la respuesta que exige, donde la juventud se juega su destino. El ánimo de la película es pues la respuesta a ¿qué podrá ahora hacer Tom? Minnelli persigue la imagen de un hombre frente a su propio dédalo. Los métodos de respuesta para Tom cada vez se van haciendo más inútiles. A pesar del éxito en el tenis, fallará. A la fuerza intentará aprender a caminar mejor, su padre le sugiere/ordena un corte de cabello. Como todo falla, debe recurrir al último gran intento de respuesta: aparecer con la mujer del restaurante del campus.
Cuando Tom va a visitar el apartamento de la mesera, ya sin más opciones, enfrentado al diluvio y al desánimo total, podemos suponer un frío y un aguante parecido al de los mártires cristianos soltados a la merced de los animales. Los cristianos sentían el acontecer de su destino, Tom pensaba por fin en dar al mundo la evidencia de su hombría. El acto se hace con miedo pero con la seguridad de que algo mejor pasa después, sea la llegada al Paraíso o la posibilidad de vivir sin ojos juzgadores a sus espaldas.
El universo de la juventud es también el universo de las pesadillas: debajo de sus disfraces de salud y energía eterna, músculos tiesos y alegría desenfrenada, se esconde la capacidad de aplicar lacerante violencia al más débil de sus miembros. Una manada no se había visto tan bien filmada. El mundo de la juventud no tiene nada que ver con universos de pura luz y desenvoltura.
Minnelli es severo (insiste ferozmente en que la erradicación de esta violencia es más o menos imposible) pero no descuida su objetivo: en medio de desterrar un tema de las tinieblas escoge el bando de su protagonista. Hábilmente, Tom no se corta el pelo y hasta cierto momento –antes del desborde– sabe cómo hacerle frente a los empujones del mundo (sus compañeros, su profesor, su hogar). Aunque el mundo le pide evidencias, Tom tiene una facultad que pasa desapercibida: es el único con el don de la mirada (no en vano su destino no será después ser músico sino escritor). Allí donde nadie puede ver, él tiene un ventana completa a su disposición. Minnelli le ha regalado a su personaje la observación juiciosa. Su habitación es la única que da al mundo exterior. Los demás compañeros de su hogar, para ver, entran en manada a su pieza. La tranquilidad de Tom siempre está siendo atacada. Esa visión que persigue el atrofiado colectivo tiene un solo matiz: la señal del acceso a la anatomía del sexo opuesto. Esa ventana-ojo es una ventaja que nadie toma como tal. Aquel personaje tiene el poder de una visión distinta, de una visión abierta, pero, como joven, nunca exenta del rechazo y la incertidumbre más negra
El juego de la visión no acaba allí, la pregunta-impulso de la película –¿Qué podrá ahora hacer Tom?– avanza porque alguien ve lo que no tenía que ver, alguien dice algo que debía mantener en secreto. Las miradas son también juicios. Aparece después el temor a la desesperante consecuencia de todas estas recriminaciones hechas en el nombre de la nada más absoluta: un tercer ojo de repente abierto y para siempre en vela. Tom no podrá moverse igual, hablar igual, peinarse igual. Dentro de sí ya hay un otro intruso que le dice cómo habitar el mundo, contrariando con sus ideas más propias. Así, el estado natural de este adolescente será la confusión más violenta, más severa. Y entonces es difícil no pensar que, como las grandes obras del cine, Tea and Sympathy es una película estrictamente personal (da la leve impresión de que en esas crudas escenas de Tom enfrentado a él mismo Minnelli es capaz de hacer visibles secretos interiores). El pulso de Minnelli solo lo puede suministrar un conocimiento atávico sobre este mundo, la certeza absoluta de que este ciclo del protagonista se había repetido ya mil veces y que en el futuro se repetirá mil más.
La escena en el salón de ensayos musicales (el hábitat natural de Tom) es determinante y combina a la perfección el difícil equilibro de la película: una ternura especial por los pocos seres orbitando alrededor de Tom, una personificación del animal indefenso, y el desenfado que provoca en él estar contra la pared por razones que considera estúpidas y que no sabe justificar de ninguna manera (al borde del colapso no sabrá más cómo comportarse sin escuchar algún reproche). Es particularmente doloroso ver su frustración al saberse maniatado y desposeído de razón cuando intenta repetir, como si se tratara de un mantra, la manera de caminar de su único amigo.
El partido de tenis, determinante para el destino de Tom, aunque no importa si pierde o gana, se filma como si se filmara una reacción química. Paso a paso, segundo a segundo, y plano a plano, se busca todo lo que delate la buena terminación de la combinación de los elementos. Aunque hay un árbitro que mira desde arriba la rapidez de la pelota, es el padre de Tom, encuadrado en ese plano asfixiante, serio, como si su vida dependiera de lo que ve al frente, que sigue la bola con una atención desafiante, el que escribe apenas con gestos las reglas y el proceder del juego. El silencio en la cancha es casi litúrgico, aunque nada bueno se celebre; y el padre de Tom se convierte en una especie de apóstol Pablo porque ante la interrogación de un viejo amigo no es capaz de revelar que es su hijo, por el que nadie da un peso –apenas tres geeks desconocidos, filmados en uno de los planos más alegres de todo el film– , el que juega. Cuando el padre abandona la cancha no solo dejamos de ver el partido sino que una estructura colapsa. La mirada final de la Kerr parece revelarlo.
El padre, quizás movilizado por la culpa –quién podrá saberlo–, busca a su hijo, aislado, en los casilleros, donde la juerga sudorosa después del partido se lleva a cabo y los grandes y pequeños insultos aparecen: las navajas de las palabras susurradas, dichas con la ambivalencia de sugerir un secreto máximo y dichas también con la más rigurosa planeación para que sean oídas por el sujeto al que van dirigidas en clave de enigma. Un arma dolorosa que solo puede ser, como parece probarlo Minnelli, invención del pantano terrible de la juventud (Édouard Louis en uno de sus libros –cito de memoria– dice: “Uno nunca se acostumbra a que lo insulten”). Y Tom, ya apodado Sister Boy, es sometido al juicio doble: su rígido padre ha también de escucharlas. Es la fiel materialización del temor más elemental de los hijos del mundo: que los padres descubran cómo los tratan los demás fuera de casa, destruyendo el ya frágil equilibrio que se había construido en secreto.
Los métodos que se empecina en filmar Minnelli, aunque difíciles de discernir pues sus causas y efectos están entrelazados las más de las veces, nos permiten inventar y describir un sistema de dosis de medida para la violencia. Podríamos decir que existen tres clases: la violencia de forma, la violencia de sonido y color y la violencia de rigidez. A su vez, cada categoría se divide en tres clases más dependiendo de las consecuencias: primarias (causan desaliento y tristeza), hostiles (implican la condena a cierto ostracismo), físicas (representan un peligro físico) y represivas (se meten en la cabeza del sujeto y obligan a cambiar su conducta). La violencia de forma tiene que ver con levantar “un secreto”, es todo aquello que se hace para que Tom quede señalado como el desviado (Tom descubre el grafitti en la puerta de su habitación; un grupo de deportistas intenta privarlo del “sentido democrático” de un juego que raya con la tortura; Tom termina literalmente marcado por algunas heridas después de la fogata). La violencia de sonido y color tiene que ver con las apariencias y los secretos, es la más ejercida en la película (su padre lo hace rechazar el papel en la obra solo porque debe usar un vestido; su padre le insinúa que debe cortarse el pelo; la Kerr intenta buscarle una pareja de su edad para el baile; la Kerr lo hecha de su grupo de costura improvisado; la insistencia del padre, después de percibir las energías en el partido de tenis, por hacer los amigos “correctos”). La violencia de la rigidez es cuando se reciben ataques de todos los bandos y de todas partes, como si se tratara de un resumen de las dos anteriores (cuando la mesera se ríe de él al recordar quién es; cuando todos callan la celebración de sus puntos en el tenis; cuando se rompe un libro –que se filma como el hecho más violento de todos–; cuando los adultos se reúnen para discutir el destino de Tom; cuando Tom es forzado a renunciar a la obra de teatro delante de sus “caseros”).
Es, en efecto, una búsqueda por cierto origen del malestar, de la violencia en su estado más puro. ¿Cómo olvidar esa angustia que leemos tan claramente en el rostro de Tom? Sin embargo, no se le puede tachar a Minnelli de violento o abusivo. Siempre es uno de esos realizadores sutiles, de emociones soterradas a riesgo de embozar sus intenciones. Minnelli nos presenta a Tom ya graduado, solo pero seguro de sí mismo, con la capacidad emocional de presentarse, ante el literal asombro de algunos cuantos, a su reunión de egresados. Incluso Tom, a pesar de saber que su condena es impuesta por una sociedad ciega que ha inventado a los hijos para soportar los males y estragos de la institución del matrimonio, nunca descree de esa sociedad y apenas al final, al borde de sus propios límites, desconfía del poder de la vida. Como el propio Minnelli, Tom sospecha que los individuos solo están averiados en la medida en que han decidido desechar sus intuiciones. Es así como su encuentro con la Kerr, en sintonía con su instinto, es de proporciones gigantescas. No importa, pues, lo que pase y las respuestas que nos dé a la pregunta motor la película, sabemos que Tom estará bien. Al final, sabremos también que ha escrito un libro, que está casado y es feliz.
Si los vestidos y las flores de color son vitales para Minnelli, la luz de neón de una heladería multipropósito (el producto esencial de ventas es la malteada pero el café y los cigarrillos también están disponibles) es estructural: funciona como un oráculo para Tom. Es ese aviso que ve de día y de noche el que limita el horizonte que Tom puede ver por su ventana y también es el aviso y lo que encierra (la mujer que parece regentar el negocio) lo que sus compañeros de piso quieren ver. El día de un diluvio –la única vez que llueve en la película y la segunda que la noche se vuelve fundamental–, justamente entre esas luces y un vestido verde, la vida de Tom se juega al destino. Como se sabe, no existe en la vida de cualquier persona algo más traicionero que el destino: la prueba que Tom pensaba superar es una especie de ultimátum que lo lleva al colapso. La reunión en el apartamento desvencijado, apenas vivo (hecho un hogar, como lo habrá dicho Tom al comienzo) por una flor amarilla, y la irrupción de la risa condensa todos los temores de Tom. Ahí mismo, sin él saberlo bien, entra en su propio purgatorio.
Al otro día, simbólicamente el día del cumpleaños de Tom, después del cataclismo y de que la minucia del plan saliera terriblemente mal, los adultos se reúnen, pero no para celebrar sino para pensar cómo contener los estragos de la noche anterior. Lo que se avecina, todos lo saben después de las revelaciones de rigor, no será bueno. Tom desaparece, está perdido en él mismo y perdido también para los demás en ese mundo escolar. Intuyendo su paradero por una confidencia hecha al inicio, la Kerr se monta en su carro con el propósito de encontrarlo y devolverlo a la vida, cumpliendo su última misión como heroína paralela de la película.
Ese carro avanza en el plano y Tea and Sympathy se dirige también hacia otro lugar. De ese realismo sin escrúpulos, Minnelli pasa a una fábula fantástica. Y quizás, así, inaugurando toda una tradición en la que los artistas trabajarán para dar forma a las vidas de los perdidos, los desviados, los excluidos por su forma de hablar, de caminar, de responder al otro, de dirigir su amor. Solo apelando a la fantasía estas otras vidas podrán verse florecidas. La Kerr desciende del carro y percibe la barrera entre mundos. Está a punto de entrar a un portal.
La bruma y cierto misticismo se apodera de la película. Cruzando un bosque utópico y enjundioso, el héroe desfallecido y la heroína consciente de su misión se encuentran. Como las fábulas y los cuentos idílicos de las princesas, el hechizo mortal que la sociedad le ha impuesto a Tom se rompe en mil pedazos de vidrio invisible cuando besa a una mujer impulsado exclusivamente por el deseo. Y, para que ese beso-antídoto funcione, el impulso debe ser espejo. Es decir, las dos partes deben estar deseosas por tocar con sus labios los labios del otro. La Kerr sabe lo que tiene que hacer. En uno de los mejores y más apasionantes momentos de la película, Minnelli nos revela que este antídoto es también el encuentro con una entidad mística mucho más grande que cualquier individuo. El encuentro del beso, la paz y la tranquilidad, es el encuentro con Dios. La imagen de Kerr y Tom a punto de agarrarse firmemente las manos insiste en la memoria con el inmortal fresco de Michelangelo, La creación de Adán. Sugiriendo así que la tranquilidad se encuentra en escalas de emociones más vastas y casi sobrenaturales. Toda esa escena, todo el acontecer del beso-antídoto, sucede en un no-lugar del mundo. Sujetos uno del otro, uno frente al otro, los dos podrán volver a la vida. Fuera del purgatorio, Tom encontrará una escritura más clara de su futuro.
Minnelli confía y está absolutamente seguro de que las mujeres esculpen el destino de los hombres, al mismo tiempo asegura que el encuentro con lo místico (y eso se repite constantemente en sus otras películas) siempre tiene que ver con el amor.
Tea and Sympathy, también audaz y de lograda irrealidad, persiste en el tono de gran pequeña épica para abordar la jaula invisible del sistema decidido a hacer perecer las personalidades más vaporosas, extravagantes, hors la règle, legendarias y libres de sometimiento alguno. Como épica, la historia implica un tire de fuerzas importantes. El destino contra la planeación minuciosa es lo que colapsa en estas imágenes. Por eso, Tea and Sympathy se lee al mismo tiempo como una prevención dulce, un método de instrucciones para soportar con la cabeza en alto la cascada de violencia que la diferencia despierta entre la homogeneidad salvaje.
Justo después de que Tom regrese a la vida acaba también su recuerdo. Otra vez en la casa donde vivió, baja por las escaleras cargadas de filtros para la luz. La heroína volverá a hablarle después de tantos años. Recibirá una carta y ya la película nos dirá que no hay nada tan importante como la luz y el viento. En medio de aquel jardín, ahora olvidado y sin atención, con las memorias latentes, Tom recibe un último regalo: una flor y una dulce crítica sobre su novela (hecha por la mejor y más atenta lectora). Quizás una pequeña moraleja para la mejor fábula –cruda e idílica, ruda y amorosa, realista y misteriosa– jamás filmada.
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