Parecía que más textos sobre el FICCI no habría. Sin embargo, acá uno más. ¿Será el último? No sabemos. Estancia, la película de Andrés Carmona, presenta el tiempo en su detalle y filigrana. Es sobre todas las cosas que son finitas y que, con frío calambre, se niegan a serlo. Las coordenadas de su excelencia se ubican entre un eje que piensa lo órfico y otro que, más mordaz, piensa lo encerrado, lo frágil, lo huidizo. Los personajes de la película quieren la eternidad, es quizás gracias al mecanismo del cine que la consiguen. Por otro lado, la eternidad es dolorosa...
Sobre Estancia, de Andrés Carmona
No es un dato menor: casi siempre que un niño dibuja una casa la dibuja acompañada por algún garabato que, intuimos, la habita. Muchas veces el garabato en cuestión es una pareja, puede ser un perro o un gato, o hasta el mismo niño que decide dibujarse sirviéndose de líneas y colores para volverse amo y señor de un paisaje hogareño. La casa deja de ser materia inerte cuando un cuerpo transita sus pasillos o habita sus cuartos. No es más una estructura muerta, pues respira al ritmo de sus inquilinos y se nutre de quienes la habitan. Decir casa es a veces decir refugio (en el que nos protegemos de los azares del clima y a donde llegamos a recargar energías) y decir existencia, y decir certeza. En este sentido, Estancia, primera película de Andrés Carmona, es un documental simbiótico: filma con detenida paciencia una mítica casona atravesada por los años, sus veteranos residentes y los miles de vasos comunicantes que unen la arquitectura con el sentimiento de aquellos excéntricos personajes. Parece que no pudiera existir una cosa sin la otra, que se han conectado al punto de estar condenados a un mismo destino. La casa es aquellos hombres. Aquellos hombres son la casa. Su sentencia, dictaminada por una sociedad antioqueña que no ha aprendido a reconocer y convivir con aquello que no comprende, es habitar un mundo que los aleja y encierra, que los señala y olvida. Sin embargo, haciendo esta película, Andrés Carmona va en contravía, justamente, de esa obtusa sentencia. Sabe que en la voz de estos hombres hay historias que merecen ser escuchadas. Sabe que en las imágenes de la arquitectura que habitan se vislumbran añoranzas que merecen ser vistas. Confía en el sonido y la imagen como las herramientas justas para desdibujar el olvido.
Lo primero que hace Estancia es dejar expandir la luz en la oscuridad. La primera frase que escuchamos en esta película es casi un designio divino, “Prendan la luz”, dirá Javier, uno de los emperadores de la estancia. Y fue precisamente lo que Andrés Carmona y su equipo hizo al entrar en esta casona del centro de Medellín: prender los reflectores, confiar en la fuerza de la luz, crear un escenario con su cámara y su presencia para que Raúl, Guillermo, Álvaro y Javier se apoderaran de este y contaran sus cuitas, sus pilatunas, sus hazañas, sus dolores y sus nostalgias. La importancia de la película radica en la oportunidad de escuchar voces, esos siseos particulares, densos y eruditos, con voluntades de misterio y asombro. El documental se llama Estancia, el espacio es claramente un protagonista omnipresente atestado de murmullos y sombras. Por su parte, la omnipresencia resulta insuficiente para dar con el protagonismo de la película, ubicado, mejor, en aquellos que habitan este lugar, aquellos que bombean la energía necesaria para darle vida a una construcción subyugada por las inclemencias del tiempo. Sin embargo, el gran gesto revelador de Carmona –propio de todo desafío documental– no es solamente registrar una estructura antigua y unos hombres viejos sobreviviendo entre copas de licor barato, es ofrecerles lo más valioso que podría haberles dado: su atención, y, de esta forma, la atención de los espectadores.
Anclado obligatoriamente al hecho de dedicarle atención a algo o a alguien está el paso del tiempo. Un tiempo que se invierte en el otro y, a su vez, como luz de bengala, se extingue y no vuelve. En Estancia, el paso del tiempo se adhiere a la piel, sea porque se le deja filtrarse entre las imágenes (que nos permiten apreciar con paciencia el espacio) o porque se presenta a sí mismo falso e inoperante: señala su inexorable existencia al ser presentado, dentro de la película, a través de relojes cansados de trabajar diariamente. Incluso aparece en las anécdotas de Guillermo: la primera vez que lo escuchamos hablar recuerda sus años mozos, cuando las peladas del colegio le decían chimbo de oro; escuchamos pero no lo vemos a él, en su lugar, la cámara se posa sobre un retrato de juventud. En esta imagen se condensa lo irrevocable. La vejez se ha apoderado de su rostro antes lozano. Carmona despliega la urgencia del registro, como director es consciente de que vivimos con la muerte hablándonos al oído, y, antes de que esta casa y sus habitantes desaparezcan, expande con tacto y hermosa obstinación su deseo por construir y dejar memoria de aquello que tarde o temprano desaparecerá.
Guillermo nos presenta una foto. El eterno recordatorio de una persona que ya no se es, que ya no está.
El tiempo como material maleable e implacable. En la estancia, el tiempo se dilata entre guaros y cháchara, pero nunca se detendrá.
A fin de cuentas, prender una cámara y filmar a otro ser humano es abrir una puerta para que aquel que es filmado pueda lucirse, ocultarse o, simplemente, resignarse a ser capturado por un lente. Cada uno vive de manera diferente el hecho de sentirse observado. Algunos tienen el don de no sentir la presencia de la cámara, otros aprovechan para pavonearse con descaro. Documentar a un ser humano es estar abierto a lidiar con diferentes mecanismos de sobrevivencia personal. En este sentido, Raúl, el más taciturno de los inquilinos, en un instante, decide compartirnos sus tormentos, pero serán sus silencios mientras fuma y bebe en soledad los momentos más elocuentes a la hora de ser retratado; mientras que Guillermo exagera sus gestos, se desborda en anécdotas, se apodera de la palabra y el espacio para contarnos mil y un detalles de sus descarados deseos, como el de tener la oportunidad de mamarle el chimbo al diablo. También está Álvaro, eterna pareja del desvergonzado de Guillermo, que describe la casa como un laberinto sin salida, que exhibe en su cuerpo las últimas energías de alguien que pronto dejará este mundo, y aún así, con dignidad y gracia, cuenta la compleja relación que tuvo con un padre autoritario. Por último, aparecerá Javier, un mormón que viste kimono y, mientras nos bendice con sus mantras japoneses y nos comparte antiguas cartas de amor que desempolva al entrar en confianza, sencillamente, nos recuerda que de todo hay en la viña del señor. Cada uno sabe cómo y por qué nos esconde o presenta sus dolores más profundos. Cada uno siempre conectado profundamente con el espacio en el que vive. Múltiples mundos, diversas formas de habitar la estancia, todas atravesadas por la soledad que genera la exclusión y la vitalidad de quienes se atreven a sobrellevarla.
Serán los silencios de Raúl los momentos más profundos y quizá más inquietantes de toda la película.
Estancia se suma a los esfuerzos de personas que todavía creen que mirar al otro desde la humildad y con el cariño que se merecen no es una cuestión que deba estar filtrada por aquello que nos diferencia, sino construida por aquello que nos une. Este el espíritu que recorre con parsimonia y cuidado en la película, el de confiar en almas viejas que exprimen el tiempo en Medellín como pueden, mientras su corazón palpita sin rumbo, aguardando los últimos días de la Estancia.
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VICIOS DEL TIEMPO - FICCI 63
Parecía que más textos sobre el FICCI no habría. Sin embargo, acá uno más. ¿Será el último? No sabemos. Estancia, la película de Andrés Carmona, presenta el tiempo en su detalle y filigrana. Es sobre todas las cosas que son finitas y que, con frío calambre, se niegan a serlo. Las coordenadas de su excelencia se ubican entre un eje que piensa lo órfico y otro que, más mordaz, piensa lo encerrado, lo frágil, lo huidizo. Los personajes de la película quieren la eternidad, es quizás gracias al mecanismo del cine que la consiguen. Por otro lado, la eternidad es dolorosa...
Sobre Estancia, de Andrés Carmona
No es un dato menor: casi siempre que un niño dibuja una casa la dibuja acompañada por algún garabato que, intuimos, la habita. Muchas veces el garabato en cuestión es una pareja, puede ser un perro o un gato, o hasta el mismo niño que decide dibujarse sirviéndose de líneas y colores para volverse amo y señor de un paisaje hogareño. La casa deja de ser materia inerte cuando un cuerpo transita sus pasillos o habita sus cuartos. No es más una estructura muerta, pues respira al ritmo de sus inquilinos y se nutre de quienes la habitan. Decir casa es a veces decir refugio (en el que nos protegemos de los azares del clima y a donde llegamos a recargar energías) y decir existencia, y decir certeza. En este sentido, Estancia, primera película de Andrés Carmona, es un documental simbiótico: filma con detenida paciencia una mítica casona atravesada por los años, sus veteranos residentes y los miles de vasos comunicantes que unen la arquitectura con el sentimiento de aquellos excéntricos personajes. Parece que no pudiera existir una cosa sin la otra, que se han conectado al punto de estar condenados a un mismo destino. La casa es aquellos hombres. Aquellos hombres son la casa. Su sentencia, dictaminada por una sociedad antioqueña que no ha aprendido a reconocer y convivir con aquello que no comprende, es habitar un mundo que los aleja y encierra, que los señala y olvida. Sin embargo, haciendo esta película, Andrés Carmona va en contravía, justamente, de esa obtusa sentencia. Sabe que en la voz de estos hombres hay historias que merecen ser escuchadas. Sabe que en las imágenes de la arquitectura que habitan se vislumbran añoranzas que merecen ser vistas. Confía en el sonido y la imagen como las herramientas justas para desdibujar el olvido.
Lo primero que hace Estancia es dejar expandir la luz en la oscuridad. La primera frase que escuchamos en esta película es casi un designio divino, “Prendan la luz”, dirá Javier, uno de los emperadores de la estancia. Y fue precisamente lo que Andrés Carmona y su equipo hizo al entrar en esta casona del centro de Medellín: prender los reflectores, confiar en la fuerza de la luz, crear un escenario con su cámara y su presencia para que Raúl, Guillermo, Álvaro y Javier se apoderaran de este y contaran sus cuitas, sus pilatunas, sus hazañas, sus dolores y sus nostalgias. La importancia de la película radica en la oportunidad de escuchar voces, esos siseos particulares, densos y eruditos, con voluntades de misterio y asombro. El documental se llama Estancia, el espacio es claramente un protagonista omnipresente atestado de murmullos y sombras. Por su parte, la omnipresencia resulta insuficiente para dar con el protagonismo de la película, ubicado, mejor, en aquellos que habitan este lugar, aquellos que bombean la energía necesaria para darle vida a una construcción subyugada por las inclemencias del tiempo. Sin embargo, el gran gesto revelador de Carmona –propio de todo desafío documental– no es solamente registrar una estructura antigua y unos hombres viejos sobreviviendo entre copas de licor barato, es ofrecerles lo más valioso que podría haberles dado: su atención, y, de esta forma, la atención de los espectadores.
Anclado obligatoriamente al hecho de dedicarle atención a algo o a alguien está el paso del tiempo. Un tiempo que se invierte en el otro y, a su vez, como luz de bengala, se extingue y no vuelve. En Estancia, el paso del tiempo se adhiere a la piel, sea porque se le deja filtrarse entre las imágenes (que nos permiten apreciar con paciencia el espacio) o porque se presenta a sí mismo falso e inoperante: señala su inexorable existencia al ser presentado, dentro de la película, a través de relojes cansados de trabajar diariamente. Incluso aparece en las anécdotas de Guillermo: la primera vez que lo escuchamos hablar recuerda sus años mozos, cuando las peladas del colegio le decían chimbo de oro; escuchamos pero no lo vemos a él, en su lugar, la cámara se posa sobre un retrato de juventud. En esta imagen se condensa lo irrevocable. La vejez se ha apoderado de su rostro antes lozano. Carmona despliega la urgencia del registro, como director es consciente de que vivimos con la muerte hablándonos al oído, y, antes de que esta casa y sus habitantes desaparezcan, expande con tacto y hermosa obstinación su deseo por construir y dejar memoria de aquello que tarde o temprano desaparecerá.
Guillermo nos presenta una foto. El eterno recordatorio de una persona que ya no se es, que ya no está.
El tiempo como material maleable e implacable. En la estancia, el tiempo se dilata entre guaros y cháchara, pero nunca se detendrá.
A fin de cuentas, prender una cámara y filmar a otro ser humano es abrir una puerta para que aquel que es filmado pueda lucirse, ocultarse o, simplemente, resignarse a ser capturado por un lente. Cada uno vive de manera diferente el hecho de sentirse observado. Algunos tienen el don de no sentir la presencia de la cámara, otros aprovechan para pavonearse con descaro. Documentar a un ser humano es estar abierto a lidiar con diferentes mecanismos de sobrevivencia personal. En este sentido, Raúl, el más taciturno de los inquilinos, en un instante, decide compartirnos sus tormentos, pero serán sus silencios mientras fuma y bebe en soledad los momentos más elocuentes a la hora de ser retratado; mientras que Guillermo exagera sus gestos, se desborda en anécdotas, se apodera de la palabra y el espacio para contarnos mil y un detalles de sus descarados deseos, como el de tener la oportunidad de mamarle el chimbo al diablo. También está Álvaro, eterna pareja del desvergonzado de Guillermo, que describe la casa como un laberinto sin salida, que exhibe en su cuerpo las últimas energías de alguien que pronto dejará este mundo, y aún así, con dignidad y gracia, cuenta la compleja relación que tuvo con un padre autoritario. Por último, aparecerá Javier, un mormón que viste kimono y, mientras nos bendice con sus mantras japoneses y nos comparte antiguas cartas de amor que desempolva al entrar en confianza, sencillamente, nos recuerda que de todo hay en la viña del señor. Cada uno sabe cómo y por qué nos esconde o presenta sus dolores más profundos. Cada uno siempre conectado profundamente con el espacio en el que vive. Múltiples mundos, diversas formas de habitar la estancia, todas atravesadas por la soledad que genera la exclusión y la vitalidad de quienes se atreven a sobrellevarla.
Serán los silencios de Raúl los momentos más profundos y quizá más inquietantes de toda la película.
Estancia se suma a los esfuerzos de personas que todavía creen que mirar al otro desde la humildad y con el cariño que se merecen no es una cuestión que deba estar filtrada por aquello que nos diferencia, sino construida por aquello que nos une. Este el espíritu que recorre con parsimonia y cuidado en la película, el de confiar en almas viejas que exprimen el tiempo en Medellín como pueden, mientras su corazón palpita sin rumbo, aguardando los últimos días de la Estancia.
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