Antes de empezar, partamos de dos cosas: (1), en un artículo anterior, publicado antes del inicio del festival, escribí que, grosso modo, el certamen se había metido en una camisa de fuerza al privilegiar “el tema de las películas” por sobre todas las cosas, “Migración y mestizaje” a la cabeza. Grave error. Viendo, ya durante el evento, varias películas uno podía descubrir otra cosa (y muchas más, supongo). Se suma entonces una nueva contradicción (ya se había dicho que aquello de pedirle nacionalidad legal a las películas era un despropósito ideológico). En lo que acá me detendré –un modelo que ha escogido el cine defendido por este nuevo Cartagena para ver la realidad– corresponde con el inesperado camino durante festival de cine: qué películas veo y cuáles no, por las razones que sean. (2) Como es imposible ver todas las películas, acá hago referencia a un juicio limitado, en tanto, ya dije, responde a mi camino, y no puedo pensar lejos de esa senda propia.
De Cartagena 2019 podemos decir que no fueron la migración, mucho menos el mestizaje, los elementos rectores y unificadores de la programación, fue, más bien, el sueño y la alucinación (herramientas vistas en películas con logros y otras con una larga acumulación de defectos imperdonables). Estas películas ponían en escena el combate entre la referencia (digamos la deuda con la realidad que, entre otras cosas, siempre ha dictaminado el norte del cine hecho en Colombia) y la imaginación. Conclusión apresurada: el cine de nuestro tiempo se debate entre la mejor manera de examinar el mundo, se pregunta si funciona más el espacio mental sin compromiso de las leyes físicas o si, en cambio, será mejor ir siempre a la realidad y la verdad para pensar el mundo. La respuesta no se nos ofrece (¿existirá?), pero las películas reunidas en el FICCI nos permiten creer, lucha de tensiones en el medio, que el lado de la imaginación acumula más adeptos.
Al principio pensaba esta inclinación por cortar con la realidad como la imposibilidad (de las películas, de los directores, de los espectadores) de ver las cosas de frente, después me doy cuenta de que no es tan fácil discernir: todo está mezclado con todo. Mas que huir de la realidad, se trata, paradójicamente, de llegar a ella a través del sueño, la alucinación o la imaginación. Soñar para ver con claridad. Alucinar esperando (o por simple casualidad) algo revelado. Imaginar un mundo distinto solo para volver siempre al nuestro. La realidad como centro de todo. Cambia, evidentemente, el modelo para sortear la ruta de llegada a ese centro.
En la edición que por fin salda la deuda del homenaje a Víctor Gaviria, maestro, genio, devoto de la realidad sin artificios (y comprometido solo con ella) –quien mejor ha sabido descubrir que en el centro de la realidad no hay otra cosa distinta a poesía y reflexión–, las demás películas insistían en fugarse de ese centro de realidad, incluso las más cercanas en geografía y estilo, como Los días de la ballena, de Catalina Arroyave. Ella misma ha dicho que su película bebe de la tradición Gaviria, pero el asunto de rigor (el clavo que pretende clavar el film), la búsqueda de la revelación, va por otro lado, y es radicalmente opuesto.
Es como si estas películas que abrazan la imaginación y el rechazo de las leyes físicas estuvieran diciendo (¿o alertando?) un mundo ya solo visible a través de un “filtro” de algo encantador y turbador al mismo tiempo. Pero atención, esa posición le sirve a ciertos títulos como vehículo para encontrar las herramientas precisas para nombrar (y como nunca antes –nos da la impresión– nos lo había dicho nadie) un cierto estado de las cosas. Eso nos permite, de nuevo, una temprana distinción: películas a las que estas disrupciones les sirven para mirar con hondura y holgura el mundo, y a las que les sirve como pose para estar al día con el recurso y la tendencia. Cartagena, aparentemente sin saberlo, reunió un cine que, al mismo tiempo que abraza la Historia, la rechaza, la contradice, se fuga de ella. Sueño y alienación como materias obligadas. Da la impresión de que ya no es la realidad total aquello que persigue el cine. Veamos con algunos títulos concretos de toda la programación.
Primero lo primero: Monos, de Alejandro Landes. La película colombiana más emocionante del certamen, la más ambiciosa, la del perfil internacional (sin ser postal o impresión simple de belleza). Va primero porque, quizás, es el ejemplo más claro: el mundo real se ve tan aparentemente desfigurado (las estaciones se combinan, las distancias son difusas, los climas se mezclan, por decir lo menos), pero en el fondo infinidad de pistas habitan la película para saber de qué “realidad” se trata. Y no solo tiene que ver con que la vaca que detona todo el infierno en esa helada montaña se llame Shakira. En Monos nada es lo que parece y, si miramos con precisión, todo es lo que parece. Hecha, uno podría creer, con retazos de testimonios de Ingrid Betancourt (no hay que hilar muy fino para ver las semejanzas). Todo está subido de tono (más amplificado, más salvaje, más visceral), una intensa acumulación de sentidos, condicionado siempre al trance. El efecto de la alucinación aquí es literal: unos personajes comen un hongo que les trastoca la conducta y la percepción de lo que les rodea (similar a nuestro proceso al ver la película), pero, más allá de esa escena que culmina con cierto despertar sexual de al menos dos de los protagonistas, la realidad toda es perturbada para crear una especie de mapa mimético (a medias) que sirva para ir a la materia oscura de una serie de sucesos (el conflicto colombiano, el drama de los secuestrados, los trazos del mal que forman el montón de imaginarios sobre el país, temas también que podrían hilar la corta filmografía del director). Alejandro Landes es, probablemente, el mejor director que tiene Colombia. Ha hecho una película ambiciosa que nunca se doblega ni pierde un ápice de fuerza. Si su anterior película, Porfirio, se caracterizaba por un relato esquelético y una tranquilidad (que no ingenua o simple) en su forma de filmar a su protagonista, Monos es todo lo contrario. Viendo Monos se nos olvida que existe una palabra como tranquilidad, o sorna, o lentitud. Todo es de una velocidad trepidante. Una pesadilla en fastforward quizás, un infierno que ve nacer a un monstruo (el personaje de Moisés Arias).
Y si Monos era el mejor ejemplo de esta tendencia lejana del realismo, A Land Imagined, tercer largometraje del más o menos desconocido hasta hoy Yeo Siew Hua, que le valió el premio más importante en el Locarno del 2018 y hoy disponible en Netflix, es la que mejor saca provecho de su estructura ambigua entre sueño, trance, investigación y viaje. La mejor película vista en el FICCI 59. Este film se suma a la no tan grande y exhaustiva porción del cine de hoy –la que importa– que se enfrenta a una doble preocupación: ¿cómo hacer un cine humanista, cuando, al parecer, el mundo se empecina en recrudecer la violencia, la insensatez y la explotación de los individuos a costa de aniquilar valores como la esperanza y la fraternidad? Además, ¿cómo hacer, cómo filmar, un cine del prójimo, preocupado por la cercanía del otro –consciente de la distancia donde empieza el otro, como lo puso Daney– donde la crueldad y ese inextinguible mal del universo no sean alegatos rellenos de humo sino una noción objetiva de reconocimiento de la tragedia? Una verdadera conexión del cine con su tiempo y no un truco dramático. Las dos preocupaciones quedan sin cadenas en esta película y Yeo Siew Hua hace, precisamente, una película sobre la amistad en medio de un paisaje de hierro ubicado en Singapur, que, como nos dicen sus personajes, podría ser igual cualquier otra parte del mundo (por aquello de la tierra falsa y la arena comprada a otros países). Dichas preocupaciones pueden sumar una tercera aún más difícil de encarar en el cine: ¿cómo volver a enamorarse de la realidad? A Land Imagined, aparentemente sencilla y dócil, llena de pasión y vitalidad, afronta ese triángulo de la inquietud sin pelos en la lengua.
En esencia se puede describir como un película sobre la acción de dormir y la imposibilidad de hacerlo. El impulso narrativo es una investigación en curso que pretende dar con un trabajador desaparecido. En el film buscar es una actividad excepcional: ya nadie busca, la gente se pierde y la vida continua sin resabios. Y aquí empieza el constante juego de espejos que devuelve A Land Imagined: busca Wang (el trabajador desaparecido) a Ajit (un trabajador extranjero, único amigo de Wang, también perdido), y busca también el policía a Wang. La pregunta después nos salta a nosotros: ¿qué buscamos? No en vano, todo se convierte en un intrincado juego de pistas, donde el soltar la realidad, la referencialidad absoluta y el entrar a ese otro filtro para ver el mundo, terminan por ser los apuntes más finos para penetrar en una cierta esencia del mundo hoy, sin olvidar nunca lo humanista. (Las mejores escenas del film son reuniones de personas dispuestas a bailar; otra escena maravillosa tiene a un grupo de trabajadores extranjeros arreglando un carro rápido para que el conductor no tenga luego problemas –el inicio de una amistad–; una apuesta por nadar también se convierte, por el interés en filmar el tiempo compartido, en una escena cumbre.) Se escuchan ciertos diálogos: “Soñé con mi propia muerte”; “Había desaparecido de mi propio sueño”; “A veces mi imaginación viaja”. La película avanza y el ausente y el policía líder se van confundiendo en sus rasgos y procederes, ¿quién se traga a quién? La innovación y la originalidad de la narración nos parece cierta por esa fina y elegante mezcla de ciertos tropos de los géneros clásicos del cine: el negro, el romance, el thriller. Todo se mezcla con todo. Y quien no siga las pistas, siendo también investigador, se pierde.
Una película extraordinaria por su capacidad para materializar una denuncia contra el estado de las cosas sin caer en esfuerzos por desmontar una narración de amistad, y dedicada también a pregonar un regreso por la emoción de los gestos. Hay que ver cómo se encuentran ciertas miradas, la importancia que tienen los pasos de baile, una boca cerrada, la creación de un pensamiento mudo. Todo aquí es poder. Brillante viaje al centro de nuestro tiempo. Cruda, sin resoluciones, llena de luz. Todo el delicado universo que pretende separarse de las leyes naturales que sabemos existen sirve para una sola cosa: volver a la realidad, mirarla de frente.
Pasamos a otra película asombrosa, más limpia y perfecta, que, me temo, pasó sin pena ni gloria por el festival. Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos, de João Salaviza y Renée Nader Messora, misteriosa y profundamente espiritual, hizo valer el viaje hasta la costa caribe y el encierro en las salas de cine imitadoras del clima de Berlín en febrero.
Hasta ahora llevamos una película sobre la exageración y la mímesis, otra sobre (la falta de) el sueño y esta que bien podría ser sobre el rechazo al destino, al no querer ser. Una película sobre una decisión. Todas unidas por su deseo de participar más allá de la realidad física. Acá, ese deseo tiene que ver estrictamente con la espiritualidad del protagonista, miembro activo de la comunidad indígena Kraho de Brasil, acechado en la noches por su padre muerto y por una guacamaya que lo persigue para obligarlo a cumplir su destino como chamán de su tribu. En realidad, no tiene que ver solo con la espiritualidad (quizás nada). Todo lo que vemos en la película corresponde a lo que el protagonista ve (hay solo una pequeña escena que materializa un sueño del protagonista después de quedarse dormido a la intemperie en una banca fuera del supermercado de la ciudad que visita). Si un río se enciende en llamas es porque así es, si una guacamaya nos mira amenazante es porque eso pasa. Todo es realidad. No hay dudas. Lo que nos hace pensar que es probable, entonces, que la película no corresponda a este listado, pues todo lo que vemos corresponde al mundo tal como es para su protagonista. ¿La quitamos de acá? No, no del todo. Hay que hablar de este film que es muy bueno y que si no lo ve: ¡peor para usted!
La carrera contra el destino que emprende el protagonista –lo vemos huir y pasar unos días en la ciudad cercana– tiene un carácter circular (la película termina y empieza en el mismo lugar, todo es siempre un recorrido sin destino claro, volver e irse no son antónimos sino sinónimos), aunque el regreso no es triunfal ni significa un reconocimiento de los términos que le da la vida. Todo lo contrario. Estremecedor, el final no nos hace sino conscientes de la experticia y el genio de los creadores. Pensemos por un momento que esta película se trata, en esencia, de un conflicto invisible: todo sucede dentro del personaje y las tensiones nunca se materializan. Es como filmar el dolor, o el nacimiento de una idea. Pues Salaviza y Nader hacen lo extraordinario y la tragedia salta a la imagen (que no es pesadillesca ni expresionista) y empieza a desbordar el cuadro ¿Cómo lo hacen? Confían en sus actores, en el lugar que filman y, sobre todo, en las herramientas de los grandes maestros: la sencillez y la armonía. Lo que nos lleva a una curiosidad importante: Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos es una película luminosa, muy luminosa, sobre el andar de un hombre atrapado en las zonas oscuras. Es extraordinaria.
Entre los días de asfixiante calor, apareció también otra película muy discreta, Los silencios, dirigida por la brasileña Beatriz Seigner, pero profundamente colombiana (¿Cómo así?, ¿qué significa eso? Ni idea. Pero en este caso aludo a una protagonista colombiana que ya conocemos bien –Marleyda Soto, cara de La tierra y la sombra y parte esencial de Oscuro animal– y a una narración sobre el conflicto armado). El film, parece, pasó muy desapercibido, en la sala que la vi no habían más de quince personas, y por su tono, en esencia extraño y siempre dispuesto a rechazar confirmaciones absolutas, generó un desinterés abrupto entre los pocos espectadores. Todo es aquí la materialización de una alucinación. Entramos a un terreno difícil porque develar el corazón de la película implica arrebatarles una revelación justa y bella. Siempre con mucho honor a su nombre, las escenas transcurren todas con cierta desarticulación de la actuación y del entorno. Podemos leer el film como un rompecabezas. Quiero decir que, más allá de la literalidad, todo se nos presenta fragmentario (curiosamente muy al estilo de La tierra y la sombra y Oscuro animal), de a pedacitos es que nos vamos enterando de la nueva cotidianidad de esa familia (destruida) en fuga. Esa mezcla de cosas nos hace por momentos pensar en el miserabilismo for export. Pero no. La película suspicazmente es capaz de darle un giro (la revelación que dijimos) a su propio tema y salir de esa infame casilla. La representación de los muertos es resplandeciente pero no romántica. La precariedad se siente pero no se nos aplasta en la cara. Los silencios es de las cosas sencillas, de calma. Al salir de la proyección y discutirla con una amiga, ella me hacía ver que la película juega con esta idea, anclada en particular a cierto cine sensiblero, de que cuando se muere un hijo muy joven se muere el equivocado. Y es cierto. Hay unos asuntos que nos hacen pensar en eso y no sé si es bueno o malo (para mi amiga era una virtud indiscutible). Lo que es cierto es que esta película se aprovecha de la materialización del más allá para intentar llegar al núcleo de la realidad por un camino distinto, lleno de otras recompensas. Cosa curiosa: film pegado a lo trágico, oscuro por momentos, con escenas que conocemos a la perfección en películas “sobre el conflicto”, una procesión constante que nos habilita para pensar en sufrimiento y horrores. Sin embargo, siempre atenta a la búsqueda de la felicidad, el espacio de alegría y reconciliación.
Continuamos con Los días de la ballena, ópera prima de Catalina Arroyave, incluida en esta lista de filtros fantásticos porque su película, aunque devota de la realidad y con un ánimo de escrutar las dinámicas de una Medellín que le hace la encerrona a sus ciudadanos, tiene un par de escenas que representan un espacio-tiempo distinto al de la ficción central –una joven que tiene que decidir entre dos opciones de vida sabiendo que tendrá que cambiar todo su futuro– donde vemos una ballena paseándose por la ciudad y en diferentes estados de su vida, escenas un poco caprichosas y que responden al animal favorito de Cristina, la protagonista. Como se dijo, Los días de la ballena sigue el camino de esta joven para decidir si irse o no del país. Su madre, que creemos ha tenido que salir (por amenazas a su vida) del país por su trabajo como periodista, la está esperando. A Cristina, en Medellín, la ancla un amor, de esos idílicos, y la conformación de una familia extensiva a través de un pequeño proyecto de casa cultural. Sin embargo, creo que es en el fondo una historia de una mujer que quiere estar a la altura de su madre, que admira y ve como personaje transformador en una sociedad peligrosa. Por eso, la joven mujer irá hasta las últimas consecuencias con su arte (la mamá lo hizo con las letras, ella con el graffiti) y enfocará todos sus esfuerzos, consciente e inconscientemente, para poner el arte antes que su propia vida (provocando a los pillos de la cuadra). Jugando con el peligro, o tomando esa decisión para mirarlo de frente, se iguala con su madre. Y ahí sí tendrá que irse. No tomará la decisión, el “destino” lo hará por ella. En la película hay pinceladas de mil cosas: las relaciones de clases sociales (el amor va al estilo Romeo y Julieta: ella de otro mundo –otro barrio, otros contextos– y él, perro bravo y prevenido); la importancia del arte como medio pedagógico para las generaciones jóvenes; la fortaleza del espíritu; la denuncia y, por supuesto, esa sombra oscura que deambula por ciertas esquinas de Medellín. Una película bastante regular y un poco ingenua, que por momentos nos hace pensar en una mezcla pastel entre Los hongos, Los nadie y Matar a Jesús. En todo caso, se ve que hay un gran esfuerzo colectivo para que la película tenga un pulso propio. El gesto, aunque no del todo concretado, se agradece. ¿Cómo contribuyen las escenas de esta imposible ballena para revisar la realidad? No lo sé muy bien. Y quizás eso permite pensar que la ballena responde más a un Gimp que a una búsqueda de la realidad por vías menos ortodoxas.
Llegamos a Mirai, una discreta película de animación que me sorprendió por su capacidad de mantener con cabeza en alto un modelo de narración descabellado. Un pequeño niño debe deshacerse de su condición de hijo único pues ahora ha llegado a su vida una pequeña hermana. Iracundo por no ser más el centro de atención, pasa sus días planeando pequeños sabotajes a la tranquilidad de esa hermosa bebé recién traída al mundo. Un día cualquiera, el jardín de su hogar se le revelará mágico y su hermana del futuro, ya crecida y con una postura intelectual definida, le mostrará que la vida se la pasará mejor si la aprende a querer. Película estilo fábula que tiene en cada imagen el poder de las emociones más puras. Avanza y los viajes en el tiempo se vuelven más desopilantes y descabellados (para concluir con una gran escena, tenebrosa, de reconocimiento de amor y cariño), pero algo nunca cambia: la ternura que prodiga Mamoru Hosoda, director, a sus personajes. Film amoroso sobre el amor, la historia y los pequeños detalles que se juntan, muchas veces insospechados, para formar el destino de las familias (felices). Precisión, delicadeza y sabiduría significan una misma cosa. No creo que las lágrimas durante una película sean directamente proporcionales a su valor estilístico y narrativo, pero en Mirai, después de los primeros diez minutos, la lágrima no se seca; podría leerse la película como una confrontación a nuestros propios lazos familiares y en el descubrimiento de que en ese “espejo” no hay otra cosa distinta al amor sincero que, como sabemos, se materializa en lágrimas de inmensa alegría y profundo dolor. Como nadie avisó que había que llevar pañuelitos, terminé con las pequeñas mangas de mi camisa húmedas. Una amiga, que estaba a mi lado, también.
Para ir terminando habría que sumar a la lista We the Animals, de Jeremiah Zagar, basada en la sorprendente y angustiante novela de Justin Torres, autor invitado a la FILBO de hace dos o tres años. Toda la película está envuelta en una capa de sueño, interrumpida por unos dibujos que se mueven frente a nuestros ojos. Todo para irnos revelando el descubrimiento que hace el pequeño protagonista, en medio de dos hermanos y su padre rudo y latin lover, de su sexualidad disidente.
Ya en la recta final apareció una película que sí es un sueño completo, su narración siempre ambigua y un viaje sin ataduras físicas (el personaje, que se confunde con otro que hace de espectador, vuela en un momento ¿o es al revés?). Se llama Long Day’s Journey Into Night y la dirige el talentoso, de quien Bazin estaría orgulloso –hay que ver la garra con la que decide filmar planos largos, evitando el montaje–, Bi Gan. En esencia es una película sobre el amor y sobre el tiempo, sobre el mito y la fábula, el sueño y la narración. La ambigüedad sirve como disparador de los sentidos. La realidad se lee en tanto incompleta, disfuncional, dislocada, indeterminada.
***
Si entendemos el FICCI 59 como un amplio panorama del cine de nuestro tiempo, podemos concluir fácilmente que hay una disputa entre los realizadores: la referencia contra la imaginación / la imaginación contra la referencia. La respuesta de los cineastas no es una elección sino una combinación (¡viva ese cine que se nos revela novedoso!). Unos han llegado a un terreno de resultados fructíferos, de ira silenciosa, denuncia y análisis. Nuevas expresiones han sabido encontrar un camino dentro de ese reclamo por el sueño y lo fantástico. El asunto no es un tic, una guía limitadora, es una experiencia que se apodera del cine para ver el mundo, penetrar en su materia.
El problema siempre será que a la sombra de estos trabajos descansa el cine exangüe que vilmente copia las maneras de la forma de aquel cine vivo e irrepetible, y ese cine, en tanto copia, es un cine que nace muerto. El peligro está en que en el mundo de hoy es usual que las sombras tengan más atención que la luz. Hay que estar alertas al peligro. Mi experencia entre las películas del FICCI 59 no fue tan caótica como la de algunos amigos y colegas, sobre todo porque no me arrimé por los cortometrajes y mi radar para detectar los bodrios entre el catálogo funcionó a la perfección.
Más resultados...
Más resultados...
FICCI DE CONTRADICCIONES
Antes de empezar, partamos de dos cosas: (1), en un artículo anterior, publicado antes del inicio del festival, escribí que, grosso modo, el certamen se había metido en una camisa de fuerza al privilegiar “el tema de las películas” por sobre todas las cosas, “Migración y mestizaje” a la cabeza. Grave error. Viendo, ya durante el evento, varias películas uno podía descubrir otra cosa (y muchas más, supongo). Se suma entonces una nueva contradicción (ya se había dicho que aquello de pedirle nacionalidad legal a las películas era un despropósito ideológico). En lo que acá me detendré –un modelo que ha escogido el cine defendido por este nuevo Cartagena para ver la realidad– corresponde con el inesperado camino durante festival de cine: qué películas veo y cuáles no, por las razones que sean. (2) Como es imposible ver todas las películas, acá hago referencia a un juicio limitado, en tanto, ya dije, responde a mi camino, y no puedo pensar lejos de esa senda propia.
De Cartagena 2019 podemos decir que no fueron la migración, mucho menos el mestizaje, los elementos rectores y unificadores de la programación, fue, más bien, el sueño y la alucinación (herramientas vistas en películas con logros y otras con una larga acumulación de defectos imperdonables). Estas películas ponían en escena el combate entre la referencia (digamos la deuda con la realidad que, entre otras cosas, siempre ha dictaminado el norte del cine hecho en Colombia) y la imaginación. Conclusión apresurada: el cine de nuestro tiempo se debate entre la mejor manera de examinar el mundo, se pregunta si funciona más el espacio mental sin compromiso de las leyes físicas o si, en cambio, será mejor ir siempre a la realidad y la verdad para pensar el mundo. La respuesta no se nos ofrece (¿existirá?), pero las películas reunidas en el FICCI nos permiten creer, lucha de tensiones en el medio, que el lado de la imaginación acumula más adeptos.
Al principio pensaba esta inclinación por cortar con la realidad como la imposibilidad (de las películas, de los directores, de los espectadores) de ver las cosas de frente, después me doy cuenta de que no es tan fácil discernir: todo está mezclado con todo. Mas que huir de la realidad, se trata, paradójicamente, de llegar a ella a través del sueño, la alucinación o la imaginación. Soñar para ver con claridad. Alucinar esperando (o por simple casualidad) algo revelado. Imaginar un mundo distinto solo para volver siempre al nuestro. La realidad como centro de todo. Cambia, evidentemente, el modelo para sortear la ruta de llegada a ese centro.
En la edición que por fin salda la deuda del homenaje a Víctor Gaviria, maestro, genio, devoto de la realidad sin artificios (y comprometido solo con ella) –quien mejor ha sabido descubrir que en el centro de la realidad no hay otra cosa distinta a poesía y reflexión–, las demás películas insistían en fugarse de ese centro de realidad, incluso las más cercanas en geografía y estilo, como Los días de la ballena, de Catalina Arroyave. Ella misma ha dicho que su película bebe de la tradición Gaviria, pero el asunto de rigor (el clavo que pretende clavar el film), la búsqueda de la revelación, va por otro lado, y es radicalmente opuesto.
Es como si estas películas que abrazan la imaginación y el rechazo de las leyes físicas estuvieran diciendo (¿o alertando?) un mundo ya solo visible a través de un “filtro” de algo encantador y turbador al mismo tiempo. Pero atención, esa posición le sirve a ciertos títulos como vehículo para encontrar las herramientas precisas para nombrar (y como nunca antes –nos da la impresión– nos lo había dicho nadie) un cierto estado de las cosas. Eso nos permite, de nuevo, una temprana distinción: películas a las que estas disrupciones les sirven para mirar con hondura y holgura el mundo, y a las que les sirve como pose para estar al día con el recurso y la tendencia. Cartagena, aparentemente sin saberlo, reunió un cine que, al mismo tiempo que abraza la Historia, la rechaza, la contradice, se fuga de ella. Sueño y alienación como materias obligadas. Da la impresión de que ya no es la realidad total aquello que persigue el cine. Veamos con algunos títulos concretos de toda la programación.
Primero lo primero: Monos, de Alejandro Landes. La película colombiana más emocionante del certamen, la más ambiciosa, la del perfil internacional (sin ser postal o impresión simple de belleza). Va primero porque, quizás, es el ejemplo más claro: el mundo real se ve tan aparentemente desfigurado (las estaciones se combinan, las distancias son difusas, los climas se mezclan, por decir lo menos), pero en el fondo infinidad de pistas habitan la película para saber de qué “realidad” se trata. Y no solo tiene que ver con que la vaca que detona todo el infierno en esa helada montaña se llame Shakira. En Monos nada es lo que parece y, si miramos con precisión, todo es lo que parece. Hecha, uno podría creer, con retazos de testimonios de Ingrid Betancourt (no hay que hilar muy fino para ver las semejanzas). Todo está subido de tono (más amplificado, más salvaje, más visceral), una intensa acumulación de sentidos, condicionado siempre al trance. El efecto de la alucinación aquí es literal: unos personajes comen un hongo que les trastoca la conducta y la percepción de lo que les rodea (similar a nuestro proceso al ver la película), pero, más allá de esa escena que culmina con cierto despertar sexual de al menos dos de los protagonistas, la realidad toda es perturbada para crear una especie de mapa mimético (a medias) que sirva para ir a la materia oscura de una serie de sucesos (el conflicto colombiano, el drama de los secuestrados, los trazos del mal que forman el montón de imaginarios sobre el país, temas también que podrían hilar la corta filmografía del director). Alejandro Landes es, probablemente, el mejor director que tiene Colombia. Ha hecho una película ambiciosa que nunca se doblega ni pierde un ápice de fuerza. Si su anterior película, Porfirio, se caracterizaba por un relato esquelético y una tranquilidad (que no ingenua o simple) en su forma de filmar a su protagonista, Monos es todo lo contrario. Viendo Monos se nos olvida que existe una palabra como tranquilidad, o sorna, o lentitud. Todo es de una velocidad trepidante. Una pesadilla en fastforward quizás, un infierno que ve nacer a un monstruo (el personaje de Moisés Arias).
Y si Monos era el mejor ejemplo de esta tendencia lejana del realismo, A Land Imagined, tercer largometraje del más o menos desconocido hasta hoy Yeo Siew Hua, que le valió el premio más importante en el Locarno del 2018 y hoy disponible en Netflix, es la que mejor saca provecho de su estructura ambigua entre sueño, trance, investigación y viaje. La mejor película vista en el FICCI 59. Este film se suma a la no tan grande y exhaustiva porción del cine de hoy –la que importa– que se enfrenta a una doble preocupación: ¿cómo hacer un cine humanista, cuando, al parecer, el mundo se empecina en recrudecer la violencia, la insensatez y la explotación de los individuos a costa de aniquilar valores como la esperanza y la fraternidad? Además, ¿cómo hacer, cómo filmar, un cine del prójimo, preocupado por la cercanía del otro –consciente de la distancia donde empieza el otro, como lo puso Daney– donde la crueldad y ese inextinguible mal del universo no sean alegatos rellenos de humo sino una noción objetiva de reconocimiento de la tragedia? Una verdadera conexión del cine con su tiempo y no un truco dramático. Las dos preocupaciones quedan sin cadenas en esta película y Yeo Siew Hua hace, precisamente, una película sobre la amistad en medio de un paisaje de hierro ubicado en Singapur, que, como nos dicen sus personajes, podría ser igual cualquier otra parte del mundo (por aquello de la tierra falsa y la arena comprada a otros países). Dichas preocupaciones pueden sumar una tercera aún más difícil de encarar en el cine: ¿cómo volver a enamorarse de la realidad? A Land Imagined, aparentemente sencilla y dócil, llena de pasión y vitalidad, afronta ese triángulo de la inquietud sin pelos en la lengua.
En esencia se puede describir como un película sobre la acción de dormir y la imposibilidad de hacerlo. El impulso narrativo es una investigación en curso que pretende dar con un trabajador desaparecido. En el film buscar es una actividad excepcional: ya nadie busca, la gente se pierde y la vida continua sin resabios. Y aquí empieza el constante juego de espejos que devuelve A Land Imagined: busca Wang (el trabajador desaparecido) a Ajit (un trabajador extranjero, único amigo de Wang, también perdido), y busca también el policía a Wang. La pregunta después nos salta a nosotros: ¿qué buscamos? No en vano, todo se convierte en un intrincado juego de pistas, donde el soltar la realidad, la referencialidad absoluta y el entrar a ese otro filtro para ver el mundo, terminan por ser los apuntes más finos para penetrar en una cierta esencia del mundo hoy, sin olvidar nunca lo humanista. (Las mejores escenas del film son reuniones de personas dispuestas a bailar; otra escena maravillosa tiene a un grupo de trabajadores extranjeros arreglando un carro rápido para que el conductor no tenga luego problemas –el inicio de una amistad–; una apuesta por nadar también se convierte, por el interés en filmar el tiempo compartido, en una escena cumbre.) Se escuchan ciertos diálogos: “Soñé con mi propia muerte”; “Había desaparecido de mi propio sueño”; “A veces mi imaginación viaja”. La película avanza y el ausente y el policía líder se van confundiendo en sus rasgos y procederes, ¿quién se traga a quién? La innovación y la originalidad de la narración nos parece cierta por esa fina y elegante mezcla de ciertos tropos de los géneros clásicos del cine: el negro, el romance, el thriller. Todo se mezcla con todo. Y quien no siga las pistas, siendo también investigador, se pierde.
Una película extraordinaria por su capacidad para materializar una denuncia contra el estado de las cosas sin caer en esfuerzos por desmontar una narración de amistad, y dedicada también a pregonar un regreso por la emoción de los gestos. Hay que ver cómo se encuentran ciertas miradas, la importancia que tienen los pasos de baile, una boca cerrada, la creación de un pensamiento mudo. Todo aquí es poder. Brillante viaje al centro de nuestro tiempo. Cruda, sin resoluciones, llena de luz. Todo el delicado universo que pretende separarse de las leyes naturales que sabemos existen sirve para una sola cosa: volver a la realidad, mirarla de frente.
Pasamos a otra película asombrosa, más limpia y perfecta, que, me temo, pasó sin pena ni gloria por el festival. Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos, de João Salaviza y Renée Nader Messora, misteriosa y profundamente espiritual, hizo valer el viaje hasta la costa caribe y el encierro en las salas de cine imitadoras del clima de Berlín en febrero.
Hasta ahora llevamos una película sobre la exageración y la mímesis, otra sobre (la falta de) el sueño y esta que bien podría ser sobre el rechazo al destino, al no querer ser. Una película sobre una decisión. Todas unidas por su deseo de participar más allá de la realidad física. Acá, ese deseo tiene que ver estrictamente con la espiritualidad del protagonista, miembro activo de la comunidad indígena Kraho de Brasil, acechado en la noches por su padre muerto y por una guacamaya que lo persigue para obligarlo a cumplir su destino como chamán de su tribu. En realidad, no tiene que ver solo con la espiritualidad (quizás nada). Todo lo que vemos en la película corresponde a lo que el protagonista ve (hay solo una pequeña escena que materializa un sueño del protagonista después de quedarse dormido a la intemperie en una banca fuera del supermercado de la ciudad que visita). Si un río se enciende en llamas es porque así es, si una guacamaya nos mira amenazante es porque eso pasa. Todo es realidad. No hay dudas. Lo que nos hace pensar que es probable, entonces, que la película no corresponda a este listado, pues todo lo que vemos corresponde al mundo tal como es para su protagonista. ¿La quitamos de acá? No, no del todo. Hay que hablar de este film que es muy bueno y que si no lo ve: ¡peor para usted!
La carrera contra el destino que emprende el protagonista –lo vemos huir y pasar unos días en la ciudad cercana– tiene un carácter circular (la película termina y empieza en el mismo lugar, todo es siempre un recorrido sin destino claro, volver e irse no son antónimos sino sinónimos), aunque el regreso no es triunfal ni significa un reconocimiento de los términos que le da la vida. Todo lo contrario. Estremecedor, el final no nos hace sino conscientes de la experticia y el genio de los creadores. Pensemos por un momento que esta película se trata, en esencia, de un conflicto invisible: todo sucede dentro del personaje y las tensiones nunca se materializan. Es como filmar el dolor, o el nacimiento de una idea. Pues Salaviza y Nader hacen lo extraordinario y la tragedia salta a la imagen (que no es pesadillesca ni expresionista) y empieza a desbordar el cuadro ¿Cómo lo hacen? Confían en sus actores, en el lugar que filman y, sobre todo, en las herramientas de los grandes maestros: la sencillez y la armonía. Lo que nos lleva a una curiosidad importante: Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos es una película luminosa, muy luminosa, sobre el andar de un hombre atrapado en las zonas oscuras. Es extraordinaria.
Entre los días de asfixiante calor, apareció también otra película muy discreta, Los silencios, dirigida por la brasileña Beatriz Seigner, pero profundamente colombiana (¿Cómo así?, ¿qué significa eso? Ni idea. Pero en este caso aludo a una protagonista colombiana que ya conocemos bien –Marleyda Soto, cara de La tierra y la sombra y parte esencial de Oscuro animal– y a una narración sobre el conflicto armado). El film, parece, pasó muy desapercibido, en la sala que la vi no habían más de quince personas, y por su tono, en esencia extraño y siempre dispuesto a rechazar confirmaciones absolutas, generó un desinterés abrupto entre los pocos espectadores. Todo es aquí la materialización de una alucinación. Entramos a un terreno difícil porque develar el corazón de la película implica arrebatarles una revelación justa y bella. Siempre con mucho honor a su nombre, las escenas transcurren todas con cierta desarticulación de la actuación y del entorno. Podemos leer el film como un rompecabezas. Quiero decir que, más allá de la literalidad, todo se nos presenta fragmentario (curiosamente muy al estilo de La tierra y la sombra y Oscuro animal), de a pedacitos es que nos vamos enterando de la nueva cotidianidad de esa familia (destruida) en fuga. Esa mezcla de cosas nos hace por momentos pensar en el miserabilismo for export. Pero no. La película suspicazmente es capaz de darle un giro (la revelación que dijimos) a su propio tema y salir de esa infame casilla. La representación de los muertos es resplandeciente pero no romántica. La precariedad se siente pero no se nos aplasta en la cara. Los silencios es de las cosas sencillas, de calma. Al salir de la proyección y discutirla con una amiga, ella me hacía ver que la película juega con esta idea, anclada en particular a cierto cine sensiblero, de que cuando se muere un hijo muy joven se muere el equivocado. Y es cierto. Hay unos asuntos que nos hacen pensar en eso y no sé si es bueno o malo (para mi amiga era una virtud indiscutible). Lo que es cierto es que esta película se aprovecha de la materialización del más allá para intentar llegar al núcleo de la realidad por un camino distinto, lleno de otras recompensas. Cosa curiosa: film pegado a lo trágico, oscuro por momentos, con escenas que conocemos a la perfección en películas “sobre el conflicto”, una procesión constante que nos habilita para pensar en sufrimiento y horrores. Sin embargo, siempre atenta a la búsqueda de la felicidad, el espacio de alegría y reconciliación.
Continuamos con Los días de la ballena, ópera prima de Catalina Arroyave, incluida en esta lista de filtros fantásticos porque su película, aunque devota de la realidad y con un ánimo de escrutar las dinámicas de una Medellín que le hace la encerrona a sus ciudadanos, tiene un par de escenas que representan un espacio-tiempo distinto al de la ficción central –una joven que tiene que decidir entre dos opciones de vida sabiendo que tendrá que cambiar todo su futuro– donde vemos una ballena paseándose por la ciudad y en diferentes estados de su vida, escenas un poco caprichosas y que responden al animal favorito de Cristina, la protagonista. Como se dijo, Los días de la ballena sigue el camino de esta joven para decidir si irse o no del país. Su madre, que creemos ha tenido que salir (por amenazas a su vida) del país por su trabajo como periodista, la está esperando. A Cristina, en Medellín, la ancla un amor, de esos idílicos, y la conformación de una familia extensiva a través de un pequeño proyecto de casa cultural. Sin embargo, creo que es en el fondo una historia de una mujer que quiere estar a la altura de su madre, que admira y ve como personaje transformador en una sociedad peligrosa. Por eso, la joven mujer irá hasta las últimas consecuencias con su arte (la mamá lo hizo con las letras, ella con el graffiti) y enfocará todos sus esfuerzos, consciente e inconscientemente, para poner el arte antes que su propia vida (provocando a los pillos de la cuadra). Jugando con el peligro, o tomando esa decisión para mirarlo de frente, se iguala con su madre. Y ahí sí tendrá que irse. No tomará la decisión, el “destino” lo hará por ella. En la película hay pinceladas de mil cosas: las relaciones de clases sociales (el amor va al estilo Romeo y Julieta: ella de otro mundo –otro barrio, otros contextos– y él, perro bravo y prevenido); la importancia del arte como medio pedagógico para las generaciones jóvenes; la fortaleza del espíritu; la denuncia y, por supuesto, esa sombra oscura que deambula por ciertas esquinas de Medellín. Una película bastante regular y un poco ingenua, que por momentos nos hace pensar en una mezcla pastel entre Los hongos, Los nadie y Matar a Jesús. En todo caso, se ve que hay un gran esfuerzo colectivo para que la película tenga un pulso propio. El gesto, aunque no del todo concretado, se agradece. ¿Cómo contribuyen las escenas de esta imposible ballena para revisar la realidad? No lo sé muy bien. Y quizás eso permite pensar que la ballena responde más a un Gimp que a una búsqueda de la realidad por vías menos ortodoxas.
Llegamos a Mirai, una discreta película de animación que me sorprendió por su capacidad de mantener con cabeza en alto un modelo de narración descabellado. Un pequeño niño debe deshacerse de su condición de hijo único pues ahora ha llegado a su vida una pequeña hermana. Iracundo por no ser más el centro de atención, pasa sus días planeando pequeños sabotajes a la tranquilidad de esa hermosa bebé recién traída al mundo. Un día cualquiera, el jardín de su hogar se le revelará mágico y su hermana del futuro, ya crecida y con una postura intelectual definida, le mostrará que la vida se la pasará mejor si la aprende a querer. Película estilo fábula que tiene en cada imagen el poder de las emociones más puras. Avanza y los viajes en el tiempo se vuelven más desopilantes y descabellados (para concluir con una gran escena, tenebrosa, de reconocimiento de amor y cariño), pero algo nunca cambia: la ternura que prodiga Mamoru Hosoda, director, a sus personajes. Film amoroso sobre el amor, la historia y los pequeños detalles que se juntan, muchas veces insospechados, para formar el destino de las familias (felices). Precisión, delicadeza y sabiduría significan una misma cosa. No creo que las lágrimas durante una película sean directamente proporcionales a su valor estilístico y narrativo, pero en Mirai, después de los primeros diez minutos, la lágrima no se seca; podría leerse la película como una confrontación a nuestros propios lazos familiares y en el descubrimiento de que en ese “espejo” no hay otra cosa distinta al amor sincero que, como sabemos, se materializa en lágrimas de inmensa alegría y profundo dolor. Como nadie avisó que había que llevar pañuelitos, terminé con las pequeñas mangas de mi camisa húmedas. Una amiga, que estaba a mi lado, también.
Para ir terminando habría que sumar a la lista We the Animals, de Jeremiah Zagar, basada en la sorprendente y angustiante novela de Justin Torres, autor invitado a la FILBO de hace dos o tres años. Toda la película está envuelta en una capa de sueño, interrumpida por unos dibujos que se mueven frente a nuestros ojos. Todo para irnos revelando el descubrimiento que hace el pequeño protagonista, en medio de dos hermanos y su padre rudo y latin lover, de su sexualidad disidente.
Ya en la recta final apareció una película que sí es un sueño completo, su narración siempre ambigua y un viaje sin ataduras físicas (el personaje, que se confunde con otro que hace de espectador, vuela en un momento ¿o es al revés?). Se llama Long Day’s Journey Into Night y la dirige el talentoso, de quien Bazin estaría orgulloso –hay que ver la garra con la que decide filmar planos largos, evitando el montaje–, Bi Gan. En esencia es una película sobre el amor y sobre el tiempo, sobre el mito y la fábula, el sueño y la narración. La ambigüedad sirve como disparador de los sentidos. La realidad se lee en tanto incompleta, disfuncional, dislocada, indeterminada.
***
Si entendemos el FICCI 59 como un amplio panorama del cine de nuestro tiempo, podemos concluir fácilmente que hay una disputa entre los realizadores: la referencia contra la imaginación / la imaginación contra la referencia. La respuesta de los cineastas no es una elección sino una combinación (¡viva ese cine que se nos revela novedoso!). Unos han llegado a un terreno de resultados fructíferos, de ira silenciosa, denuncia y análisis. Nuevas expresiones han sabido encontrar un camino dentro de ese reclamo por el sueño y lo fantástico. El asunto no es un tic, una guía limitadora, es una experiencia que se apodera del cine para ver el mundo, penetrar en su materia.
El problema siempre será que a la sombra de estos trabajos descansa el cine exangüe que vilmente copia las maneras de la forma de aquel cine vivo e irrepetible, y ese cine, en tanto copia, es un cine que nace muerto. El peligro está en que en el mundo de hoy es usual que las sombras tengan más atención que la luz. Hay que estar alertas al peligro. Mi experencia entre las películas del FICCI 59 no fue tan caótica como la de algunos amigos y colegas, sobre todo porque no me arrimé por los cortometrajes y mi radar para detectar los bodrios entre el catálogo funcionó a la perfección.
Tal vez te interese:Ver todos los artículos
EL (INELUDIBLE) OFICIO DE MIRAR
VICIOS DEL TIEMPO - FICCI 63
CARACOLES SOBRE UNA MUJER CON SOMBRERO ALADO (TALLER BIFF)
Reflexiones semanales directo al correo.
El boletín de la Cero expande sobre las películas que nos sorprenden y nos apasionan. Es otra manera de reunirse y pensar el gesto del cine.
Las entregas cargan nuestras ideas sobre las nuevas y viejas cosas que nos interesan. Ese caleidoscopio de certezas e incertidumbres nos sirve para pensar el mundo que el cine crea.
Únete a la comunidadcontacto
Síguenos