El director venezolano Lorenzo Vigas volvió al Festival de Cine de Venecia con La Caja después de haber ganado el León de Oro con su ópera prima, Desde allá. Ahora La Caja tiene su estreno colombiano en el Festival Internacional de Cine de Cartagena en la sección de “Ficciones de allá”. En el noroeste mexicano un joven se desplaza para recoger las cenizas de su padre desaparecido encontradas en una fosa común (como las de Colinas Santa Fe en Veracruz), el joven, en medio de su viaje de regreso, en uno de los pueblos del Norte, reconoce a su padre. Constatando en el soporte de su identificación personal, desciende del autobús adhiriéndose a una nueva vida junto al que jura es su padre, Hernán Mendoza, gélido y acertado en su mirada, que acá hace de reclutador de inmigrantes para las grandes maquilas de la frontera.
Los paisajes del Estado de Chihuahua son imponentes cañones bordeados por bosques de coníferas y accidentadas fallas geográficas. Vigas los presenta sirviéndose de la destreza de un hacedor de volúmenes como lo es Sergio Armstrong, habitual colaborador en la dirección de fotografía de Pablo Larraín: las violáceas secuencias introductorias y de descanso argumental recuerdan a las de El Club (2015) o Neruda (2016). En ese aditamento, el director despliega la narración. Vigas no endulza, no subraya ni mucho menos acentúa hasta el panfleto (gesto tentativo dado la temática y la posibilidad exótica formal que podría seducir a los mercados extranjeros), pero, mientras veía la película, no dejaba de pensar en las divagaciones de Eisenstein sobre el cine de Griffith. Grandes fábulas ejecutadas con prolija artesanía, la sabiduría de las técnicas y las formas conducían la narración abigarrada como un gran teatro móvil, Eisenstein solía acentuar su mirada en los figurantes, enclenques presagios humanos imantados a los gigantescos decorados de la producción; allí, creía el ruso, estaba el poder del cine de Griffith, en esos rostros, fondos abstractos de la representación poseídos por el azar, la fotogenia de Epstein y la conjura del envejecimiento de Cocteau. En La Caja,mientras el diálogo bucólico y aliterativo, casi como un mantra, que uno de los reclutadores de las maquilas utiliza: “Nos estamos quedando sin empleo por culpa de los malditos chinos” no deja de repetirse, los rostros desencajados de ancianos, ancianas y jóvenes recortados de las mesetas me hacían pensar en los cientos de inmigrantes centroamericanos que se apresan en México, desprovistos de tiempo y destino, apresados en las obcecadas dinámicas de los tiempos de la espera. Estas sensaciones lo pueden embargar a uno en una película de Hitchcock o en una de Hsiao-Hsien, pueden llegar a ser terroríficas cuando el encantamiento de la fibra fabuladora constata también el absurdo humano del dotar de cuerpo al espacio en medio del llanto de un neonato y el suspiro fulminante de un cuerpo enfermo. Así, La Caja dota de forma a una dinámica cruenta en la frontera donde la desaparición y la cruz del cementerio sostienen una conversación sin cesar, pero, a la vez, forman un obstinado ejercicio de tejido procedimental de causas y efectos que en ocasiones puede terminar haciéndonos sentir como el Eisenstein escudriñador de rostros tras los decorados de las películas de Griffith.
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DE ROSTROS Y PECADOS DEL PADRE - FICCI 61 (05)
Especial FICCI 61
Sobre La caja, de Lorenzo Vigas
El director venezolano Lorenzo Vigas volvió al Festival de Cine de Venecia con La Caja después de haber ganado el León de Oro con su ópera prima, Desde allá. Ahora La Caja tiene su estreno colombiano en el Festival Internacional de Cine de Cartagena en la sección de “Ficciones de allá”. En el noroeste mexicano un joven se desplaza para recoger las cenizas de su padre desaparecido encontradas en una fosa común (como las de Colinas Santa Fe en Veracruz), el joven, en medio de su viaje de regreso, en uno de los pueblos del Norte, reconoce a su padre. Constatando en el soporte de su identificación personal, desciende del autobús adhiriéndose a una nueva vida junto al que jura es su padre, Hernán Mendoza, gélido y acertado en su mirada, que acá hace de reclutador de inmigrantes para las grandes maquilas de la frontera.
Los paisajes del Estado de Chihuahua son imponentes cañones bordeados por bosques de coníferas y accidentadas fallas geográficas. Vigas los presenta sirviéndose de la destreza de un hacedor de volúmenes como lo es Sergio Armstrong, habitual colaborador en la dirección de fotografía de Pablo Larraín: las violáceas secuencias introductorias y de descanso argumental recuerdan a las de El Club (2015) o Neruda (2016). En ese aditamento, el director despliega la narración. Vigas no endulza, no subraya ni mucho menos acentúa hasta el panfleto (gesto tentativo dado la temática y la posibilidad exótica formal que podría seducir a los mercados extranjeros), pero, mientras veía la película, no dejaba de pensar en las divagaciones de Eisenstein sobre el cine de Griffith. Grandes fábulas ejecutadas con prolija artesanía, la sabiduría de las técnicas y las formas conducían la narración abigarrada como un gran teatro móvil, Eisenstein solía acentuar su mirada en los figurantes, enclenques presagios humanos imantados a los gigantescos decorados de la producción; allí, creía el ruso, estaba el poder del cine de Griffith, en esos rostros, fondos abstractos de la representación poseídos por el azar, la fotogenia de Epstein y la conjura del envejecimiento de Cocteau. En La Caja, mientras el diálogo bucólico y aliterativo, casi como un mantra, que uno de los reclutadores de las maquilas utiliza: “Nos estamos quedando sin empleo por culpa de los malditos chinos” no deja de repetirse, los rostros desencajados de ancianos, ancianas y jóvenes recortados de las mesetas me hacían pensar en los cientos de inmigrantes centroamericanos que se apresan en México, desprovistos de tiempo y destino, apresados en las obcecadas dinámicas de los tiempos de la espera. Estas sensaciones lo pueden embargar a uno en una película de Hitchcock o en una de Hsiao-Hsien, pueden llegar a ser terroríficas cuando el encantamiento de la fibra fabuladora constata también el absurdo humano del dotar de cuerpo al espacio en medio del llanto de un neonato y el suspiro fulminante de un cuerpo enfermo. Así, La Caja dota de forma a una dinámica cruenta en la frontera donde la desaparición y la cruz del cementerio sostienen una conversación sin cesar, pero, a la vez, forman un obstinado ejercicio de tejido procedimental de causas y efectos que en ocasiones puede terminar haciéndonos sentir como el Eisenstein escudriñador de rostros tras los decorados de las películas de Griffith.
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