Desde un lugar sin forma, un hombre que ha salido de prisión reflexiona sobre su vida en la cárcel. Su voz viaja en el viento de la ciudad, es el ulular en las corrientes de aire que sólo el espectador puede oír. Acompañando a su voz, la cámara sigue a una mujer que parece estar esperando a alguien o yendo a encontrarse con otra persona. Es una adulta con pelo muy corto, albo, gafas con patrón de leopardo, una camisa de rayas azules y blancas, pantalón negro, y unas sandalias. Ella mira a las personas pasar. Va de un lado a otro en la acera de la calle Steinway y la avenida 34 en Queens, Nueva York, fijándose en los rostros de los hombres. Busca algo en ellos. Cuando encuentra alguien que le interesa, se acerca y entabla una conversación. Hay dos preguntas que son el centro de su cuestionamiento retórico: ¿alguna vez ha sentido que su vida va por un camino y, de repente, toma otro rumbo totalmente distinto? La segunda: ¿Alguna vez le ha pasado que ha dicho “yo jamás haría esto” y de repente, por un cambio inesperado en su vida, termina haciendo aquello que había jurado no hacer?
Las preguntas a veces siguen otro orden en su formulación, pero siempre mantienen la esencia: cambios abruptos en la vida. Esto tiene una justificación más allá del texto, un dato que explica el porqué de las preguntas. Martha Wollner, la mujer que deambula por las calles de Nueva York, es una directora de casting que busca hombres que puedan interpretar el personaje de una persona que estuvo en prisión –al parecer es la voz de aquella personas que escuchamos fuera de campo–. Este es un dato que sirve para darle un arco a la película, para organizar y entender la razón de su paseo por la ciudad, pero es un dato secundario para el objetivo central que se pretende abordar en el documental.
Lo que Intimate Distances, el documental de Phillip Warnell, explora son las relaciones humanas a través del diálogo. Es la muestra de cómo la comunicación une. De cómo en una sociedad separada, aislada y confinada, golpeada por la nostalgia de la compañía y la nostalgia por el tacto, hace de las personas seres escindidos, carentes y deseantes de otro, como el andrógino platónico, que mora por la tierra en búsqueda de su otra parte, de aquella persona que los complemente. Es inevitable pensar y sentir la película desde el momento en que la estoy viendo. Son accidentes fortuitos, pero quizá los más significativos en el momento de recepción e interpretación. La película se presenta como una herida en el presente, como una dolorosa mirada al pasado en el que ya los signos de esta realidad se estaban asomando. El ruido de los carros, el murmullo de las voces en el ambiente; los sonidos que salen de los locales; el acelerado trote de los transeúntes que atraviesan las aceras a toda prisa. Las respuestas de las personas que Martha entrevista, con gran talento y con una capacidad de empatía capaz de quebrar cualquier barrera de timidez o de miedo, son la apertura a un mundo íntimo al que sólo se tiene acceso por medio de la palabra oral, por medio de la voz.
Sin embargo, el mundo de la intimidad es ilusorio. La cámara, que observa desde muy alto, como si fuera una cámara de vigilancia o de seguridad, es la mirada desde un panóptico que me aparta las conversaciones. Muchas veces divaga, recorre los techos de los edificios, filma a las personas jugar fútbol en una cancha cubierta, o los anuncios de neón de algunos lugares. Aunque en el cine siempre se filme la desaparición del presente y ver una película implique ser espectador de la desaparición, la posición desde donde se filma juega con lo etéreo de la conversación. Los momentos en que la imagen desciende de los techos neoyorquinos y la cámara se ubica al nivel del suelo, surge un quiebre. Los movimientos desde la altura eran precisos, la cámara no temblaba en lo paneos, se mantenía rígida sobre su eje, barriendo con la imagen de la ciudad, acercándose o alejándose a discreción, mientras que en el suelo se mueve de forma errática, tiembla, no sostiene el plano. A medida que la imagen intenta penetrar en la profundidad del espacio íntimo, éste la repele. El intento por tocar la médula de lo secreto, por entrar en el enigma de lo privado, es cancelado por su proximidad.
A los secretos de los demás, a la profundo de los comentarios, a la apertura de la honestidad provocada por las preguntas de Wollner, se asiste desde la distancia. No son distancias íntimas, sino distancia íntimas, separadas por una línea que parece infinita. Se está más cerca de la voz que habla desde la prisión que de las respuestas de los hombres en las calles. Esta voz habla directamente al espectador o espectadora. No está mediada por los ruidos de la ciudad ni por la distancia de Martha, quien es la que porta el micrófono para capturar las conversaciones. Acompañamos la voz que pertenece al espacio de reclusión, a aquella persona obligada a ver todo de lejos. Sus reflexiones recubren las dos preguntas de Wollner con tristeza. Sabemos que estas preguntas son aquellas mismas que este hombre se habrá hecho mil veces. Y sus respuestas revelan una experiencia nefasta, un aprendizaje doloroso durante la vida. La necesidad y los cambios inesperados son la llave para el reconocimiento de verdades irrecusables como la inevitable soledad, sobre la traición, sobre la falta de un espacio dentro de la sociedad. Mientras que la voz del hombre privado de su libertad reflexiona, la vista de la ciudad se enrarece. La calle es un espacio de tránsito, sus palabras hacen más fuerte la sensación de un no-lugar, de un espacio imposible de habitar, un espacio en el que no es posible anclar una identidad. Así como en la cárcel, en la ciudad también se pierde la identidad, la individualidad. Acceder al otro, entender lo profundo de sus preocupaciones, de su vida, sólo se puede hacer en la cercanía que esta distancia íntima no permite franquear.
Un instante dentro de la obra quiebra las barreras de distancia entre los personajes, pero igualmente reafirma la distancia del espectador. Cuando Martha se acerca al hombre que le cuenta a profundidad su vida, los obstáculos a los que se ha sobrepuesto y cómo ahora vive bien, él decide abrazarla. El abrazo trae consigo el silencio. El micrófono se insonoriza y el intercambio de palabras se vuelve un murmullo, un enigma. La cámara se acerca lo mejor posible al abrazo, aunque sigue observando desde lejos. Sin embargo, la fuerza y el significado de la unión de estos cuerpos excede los abismos de la distancia. Los cuerpos separados se vuelven uno. El deseo del otro se sacia en este abrazo. La intimidad deja de ser distante.
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LA INTIMIDAD ENTRE LOS CUERPOS
Intimate Distances, de Phillip Warnell
Desde un lugar sin forma, un hombre que ha salido de prisión reflexiona sobre su vida en la cárcel. Su voz viaja en el viento de la ciudad, es el ulular en las corrientes de aire que sólo el espectador puede oír. Acompañando a su voz, la cámara sigue a una mujer que parece estar esperando a alguien o yendo a encontrarse con otra persona. Es una adulta con pelo muy corto, albo, gafas con patrón de leopardo, una camisa de rayas azules y blancas, pantalón negro, y unas sandalias. Ella mira a las personas pasar. Va de un lado a otro en la acera de la calle Steinway y la avenida 34 en Queens, Nueva York, fijándose en los rostros de los hombres. Busca algo en ellos. Cuando encuentra alguien que le interesa, se acerca y entabla una conversación. Hay dos preguntas que son el centro de su cuestionamiento retórico: ¿alguna vez ha sentido que su vida va por un camino y, de repente, toma otro rumbo totalmente distinto? La segunda: ¿Alguna vez le ha pasado que ha dicho “yo jamás haría esto” y de repente, por un cambio inesperado en su vida, termina haciendo aquello que había jurado no hacer?
Las preguntas a veces siguen otro orden en su formulación, pero siempre mantienen la esencia: cambios abruptos en la vida. Esto tiene una justificación más allá del texto, un dato que explica el porqué de las preguntas. Martha Wollner, la mujer que deambula por las calles de Nueva York, es una directora de casting que busca hombres que puedan interpretar el personaje de una persona que estuvo en prisión –al parecer es la voz de aquella personas que escuchamos fuera de campo–. Este es un dato que sirve para darle un arco a la película, para organizar y entender la razón de su paseo por la ciudad, pero es un dato secundario para el objetivo central que se pretende abordar en el documental.
Lo que Intimate Distances, el documental de Phillip Warnell, explora son las relaciones humanas a través del diálogo. Es la muestra de cómo la comunicación une. De cómo en una sociedad separada, aislada y confinada, golpeada por la nostalgia de la compañía y la nostalgia por el tacto, hace de las personas seres escindidos, carentes y deseantes de otro, como el andrógino platónico, que mora por la tierra en búsqueda de su otra parte, de aquella persona que los complemente. Es inevitable pensar y sentir la película desde el momento en que la estoy viendo. Son accidentes fortuitos, pero quizá los más significativos en el momento de recepción e interpretación. La película se presenta como una herida en el presente, como una dolorosa mirada al pasado en el que ya los signos de esta realidad se estaban asomando. El ruido de los carros, el murmullo de las voces en el ambiente; los sonidos que salen de los locales; el acelerado trote de los transeúntes que atraviesan las aceras a toda prisa. Las respuestas de las personas que Martha entrevista, con gran talento y con una capacidad de empatía capaz de quebrar cualquier barrera de timidez o de miedo, son la apertura a un mundo íntimo al que sólo se tiene acceso por medio de la palabra oral, por medio de la voz.
Sin embargo, el mundo de la intimidad es ilusorio. La cámara, que observa desde muy alto, como si fuera una cámara de vigilancia o de seguridad, es la mirada desde un panóptico que me aparta las conversaciones. Muchas veces divaga, recorre los techos de los edificios, filma a las personas jugar fútbol en una cancha cubierta, o los anuncios de neón de algunos lugares. Aunque en el cine siempre se filme la desaparición del presente y ver una película implique ser espectador de la desaparición, la posición desde donde se filma juega con lo etéreo de la conversación. Los momentos en que la imagen desciende de los techos neoyorquinos y la cámara se ubica al nivel del suelo, surge un quiebre. Los movimientos desde la altura eran precisos, la cámara no temblaba en lo paneos, se mantenía rígida sobre su eje, barriendo con la imagen de la ciudad, acercándose o alejándose a discreción, mientras que en el suelo se mueve de forma errática, tiembla, no sostiene el plano. A medida que la imagen intenta penetrar en la profundidad del espacio íntimo, éste la repele. El intento por tocar la médula de lo secreto, por entrar en el enigma de lo privado, es cancelado por su proximidad.
A los secretos de los demás, a la profundo de los comentarios, a la apertura de la honestidad provocada por las preguntas de Wollner, se asiste desde la distancia. No son distancias íntimas, sino distancia íntimas, separadas por una línea que parece infinita. Se está más cerca de la voz que habla desde la prisión que de las respuestas de los hombres en las calles. Esta voz habla directamente al espectador o espectadora. No está mediada por los ruidos de la ciudad ni por la distancia de Martha, quien es la que porta el micrófono para capturar las conversaciones. Acompañamos la voz que pertenece al espacio de reclusión, a aquella persona obligada a ver todo de lejos. Sus reflexiones recubren las dos preguntas de Wollner con tristeza. Sabemos que estas preguntas son aquellas mismas que este hombre se habrá hecho mil veces. Y sus respuestas revelan una experiencia nefasta, un aprendizaje doloroso durante la vida. La necesidad y los cambios inesperados son la llave para el reconocimiento de verdades irrecusables como la inevitable soledad, sobre la traición, sobre la falta de un espacio dentro de la sociedad. Mientras que la voz del hombre privado de su libertad reflexiona, la vista de la ciudad se enrarece. La calle es un espacio de tránsito, sus palabras hacen más fuerte la sensación de un no-lugar, de un espacio imposible de habitar, un espacio en el que no es posible anclar una identidad. Así como en la cárcel, en la ciudad también se pierde la identidad, la individualidad. Acceder al otro, entender lo profundo de sus preocupaciones, de su vida, sólo se puede hacer en la cercanía que esta distancia íntima no permite franquear.
Un instante dentro de la obra quiebra las barreras de distancia entre los personajes, pero igualmente reafirma la distancia del espectador. Cuando Martha se acerca al hombre que le cuenta a profundidad su vida, los obstáculos a los que se ha sobrepuesto y cómo ahora vive bien, él decide abrazarla. El abrazo trae consigo el silencio. El micrófono se insonoriza y el intercambio de palabras se vuelve un murmullo, un enigma. La cámara se acerca lo mejor posible al abrazo, aunque sigue observando desde lejos. Sin embargo, la fuerza y el significado de la unión de estos cuerpos excede los abismos de la distancia. Los cuerpos separados se vuelven uno. El deseo del otro se sacia en este abrazo. La intimidad deja de ser distante.
Para ver Intimate Distances: https://midbo.festivalesonline.com/catalogo/intimates-distances/
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