Bordeando el ecuador de la entrega, Santiago Gómez Sánchez sigue fiel a su propósito: no dejar nada por fuera.
Veinte horas no es nada (6): jalonados por el caos
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Pero no solo eran esas experiencias de diálogo con la gente que sabe lo que es la vida de modo más rastrero lo que formaba a Madera. También con quienes se han encaramado en la guerra. Los dos documentales señeros de Ana Victoria Ochoa, realizados con Joche, A la rueda rueda de paz y candela (Ochoa Bohórquez y Restrepo Moreno, 1995) y Medellín y su Bellavista (Ochoa Bohórquez, 1995), profundizarían en esa dialéctica de callejón, llamémosla así otra vez, que es más, es zurullo nuclear, espín giratorio, horizonte vacilante de los sucesos, cielo abajo y suelo arriba. Ese horizonte que vi vacilar cuando una esponja deslió las murallas al primer soplo del diablito que me pasó Cristian. Ese horizonte que no quise volver a ver tan de frente que yo a mí me regurgitaba en salto mortal hacia atrás, le devolví el susto a Cristian, dije no fumo más y estuvo bien. No más coso, por la madre. Si llego a Medellín es para ver cómo potenciamos empresarialmente a la voz del colectivo que tiene tanto por aportar a la noble familia humana. Me encuentro con que sí, gracias al trabajo con un asesor financiero, amigo de colegio que después hará de bueno y malo en La valentía (Gómez Sánchez, 2000), hemos podido diseñar estrategias de ahorro que logran hacer una edición desahogada de A la rueda y, poco después, de Medellín y su Bella Vista, y facilitan la grabación de Zona de tolerancia (Correa Taborda y Pérez Arboleda, 1995), la compra de una buena provisión de casetes, para que no les falte nada, parceros. Procedentemente, los pillos en estas tres cintas nuestras, que yo como secretario de Madera Salvaje co-produje, hablan ya con una lógica que es la misma, pero más viva, que la que estaba manejando Tarantino en aquel guion de Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, Stone, 1994) y más irónicamente en su Pulp Fiction (1994), y que, como lo venimos trabajando, para Luis Alberto Álvarez, de modo un poco simplista –repito: mi padrino, y el crítico de cine más influyente de Colombia–, querría solo decir que en ese momento, a nosotros, “nada nos importaba” (vean el número 30 de Kinetoscopio, número de lujo).
Tanto en sus dos artículos sobre esas películas de Tarantino y Stone como en su texto sobre La gente de la Universal (Aljure, 1993), Luis Alberto hacía comentarios directos a esa relativización de los valores que nosotros, sí, considerábamos necesaria, tanto de la belleza como del bien –y acaso de la verdad 6–. Sin embargo, con más rigor, y al tenor de lo que decía Bataille, uno de los autores favoritos de la Monja, en El pequeño, que me recomendó y yo leí con furor, se acepta que el bien del hombre no está en el mal, pero también que su bien no está en el bien, que su mal no está en el mal (citado de memoria en Gómez, 1994, 116). Es decir, la cosa tenía muchas más complejidades que lo que hacía creer Luis en un campo retórico que nos identificaba con precisión en la ciudad y se mofaba, más puntualmente, de lo que se veía como los devaneos de un vicioso seudo-teórico que jugara con sus amigos a ser los chicos malos.
Si miramos con atención, en las películas que estábamos comenzando a hacer la voz de los sujetos plagaba el texto audiovisual, lo invadía de una manera que tomaba fuerza, sí, por cierta indeterminación (ella misma relativa, no total, lo cual quizá fuera lo más incómodo). En más de un sentido, era aplastante ver cómo un preso de Bellavista, en el excelente y aún hoy estudiado documental de Ana, desmontaba lo que eran para el observador científico o ilustrado las categorías nítidas de lo lícito y lo ilícito con argumentos surgidos de la propia vida diaria, de la experiencia más veraz, o sea: blindados empíricamente a los límpidos enunciados de la razón moderna por silogismos trenzados al estilo de las incisivas paradojas terminales de Kundera (1987, 19-21; 52-55). Sin embargo, Montoya en Eclesiastés 4, 1 (1995) creaba un contexto para eso que he llamado infernal –la confusión frente a sí misma que accede a un conocimiento gordiano del absurdo– mediante la cita salomónica a la que alude el título y manipulando detalles muy precisos, todos reales y significativos, de la vida religiosa en el entorno de Barrio Triste y la canción de Jennyfer al final, aquella niña tan querida por Papá Giovanni que luego moriría asesinada. En últimas, ni siquiera para el documentalista salvaje era lo más corriente encarar lo que esos testimonios de la calle implicaban. Tal vez no fuera posible, al fin y al cabo, ni del todo recomendable. Incluso a nuestro pesar, todo se desvanecía en una poética noción de lo fatal.
Mejor ni mirar, mejor dicho, ni pensar bien lo que ese otro ciudadano decía.
Abrázelo y ya, pero desde arriba, y que no me tumbe.
Luis Alberto, por su parte, un tanto transformado, me confesaría a fines de ese año 1995 que Eclesiastés 4, 1 le había recordado al Buñuel de Las Hurdes (1933), lo cual, sin querer, también era una forma de minimizar su sentido (ya oigo a mis enemigos diciendo que yo ni rajo ni presto el hacha). Veámoslo así: la crítica cinematográfica más atenta o sensible podría recurrir, más que a la cinefilia, a tópicos como el respeto por el otro o más actualmente, a lo que nos hemos acostumbrado a llamar empatía, o quizás, en mi caso budista, compasión. Esas inevitables palabras-manto con que se cubre casi siempre lo que no es oportuno llamar por su nombre, a veces por simples limitaciones de espacio o de tiempo, o también de lenguaje. Luis, en el fondo, hacía algo así, aunque sin duda pretendiera hacer una invocación humanista (empática) al hacer su cita cinéfila. Y es que, en cierto modo, eso es solo dejar hablar al otro sin pensar mucho en lo que nos está diciendo y cobijarlo todo, taparlo, bajo el manto tranquilizador de una pequeña libertad conquistada por él, o concedida por el sistema, un permiso facilitado por el documentalista y avalado por el crítico con referencias cinéfilas para que, en el mejor de los casos, tú, descarriado, retornes a la caminata humana pese a la permanente inestabilidad de la vivienda, los indispensables préstamos a interés y las naturales ataduras espirituales o fuerzas negativas del bien común.
Tú eres el enfermo que me dice lo que soy, yo me creo sano y no hay por qué saber del mal.
Entra a mi paraíso, si quieres, y come callado de la olla del desprecio social.
Ah, y claro, no esperes nada del gobierno.
Eso se sabe, y punto.
Salomónica.
Por su parte, Ana Victoria Ochoa trabajó la edición de A la rueda rueda de paz y candela muy desde el espíritu luctuoso de la banda sonora que compuso Frankie ha muerto, el legendario grupo de rock de Medellín, con quienes compartimos esos días vibrantes, Fabio, Caliche, parceros, y la ubicación del plano bárbaro del funeral y del mensaje directo de la hermana del difunto a los amigos del muerto, en el corredor, a unos metros del féretro, en el final de la película, implica todo ello un alineamiento de los realizadores con la perspectiva atónita de las víctimas-victimarias, primos todos, hermanos todos en este valle de lágrimas, así como también suponen ese alineamiento condolido las muchas cruces con nombres de los fallecidos durante la realización del documental, que, a modo de comentario, configuran los créditos finales (siervo Joche fue determinante en la exigente y dificilísima edición). En otras palabras: en aquellos documentales por supuesto que hay “una mirada autoral”, o lo que resulta más decisivo, una idea central, un concepto que de muchas maneras le da coherencia al discurso, haciendo equilibrios con el caos que los jalona. Pero no miento si afirmo que lo que más nos impactaba a todos nosotros era la soberanía de las voces no disidentes: desatadas, que oíamos y que veíamos vivir y pulular al frente (y eso se ve también en el documental de Cruz y César, Zona de tolerancia, y en el mío, aunque en ambos César y yo intervenimos con saltos de montaje un poco más atrevidos).
En esa onda de escucha, onda atónita, antes de editar cualquiera de nuestros futuros videos, llegamos al Festival de Cine de Cartagena la noche del tres de marzo de 1995.
Es decir, ante esas voces intentábamos provocar siempre una validación primera, al menos en tanto registro de una evidencia, y de un modo u otro la perspectiva del texto documental se dejaba desviar –porque se debía dejar desviar– por su influjo. Por eso Óscar Campo enfatizaría luego en una supuesta tendencia nuestra de rescatar lo que el Cine Directo de Leacock había proclamado (1998, 78), esto es: la pura contemplación objetiva de los hechos, sin alteración de los mismos ni participación del documentalista en ellos. Como lo he querido demostrar, a ese discutible ideal del Directo nosotros no lo reproducíamos del todo, pero, desde luego, Joche y todos los camarógrafos que fuimos Madera Salvaje –porque todos hicimos cámara y eso es lo que éramos antes que nada, ahora que lo pienso–, estábamos encendidos en el “carnaval demócrata” que generó la aparición del video industrial, igual que antes lo estuvieron Leacock y sus amigos ante las facilidades y oportunidades cognitivas del cine en 16 mm. El propio Néstor Fermín Henao, camarógrafo de Eclesiastés 4, 1, haría verdadera empresa poco luego con esa su cámara Panasonic S-VHS M9000 y viviría por esos tiempos y haría un capital gracias a la versátil imagen que ella suscitaba como pocas, así como lo hacía la Sony Hi-8 de Cruz con que hicimos Diario de viaje y Zona de tolerancia (nunca supe bien la referencia del aparato), entrevistando a medio mundo, captando la vida en su fluir omnívoro hasta rincones imposibles de la naturaleza y de la mente. Yo mismo con la M9000 grabé un concierto de Bajo Tierra en Barnaby Jones y no quedó nada mal la cosa, hoy creo que es memoria en casa de Lucas, y fui solo yo, sin nadie más, sin luces, sin nada (sin trípode).
Y es que, como ya lo he dicho mucho en otras partes, con la sencilla Sony Hi-8 habían grabado Steve Sklair y Yli Hasani el documental El hombre que amó a Gary Lineker (The Man Who Loves Gary Lineker, 1993) y habían ganado el BAFTA, y con esa Panasonic S-VHS M9000 Steve James produjo el documental épico que es Hoop Dreams (1994), una cinta –hoy icónica– de gran éxito en su momento en salas y festivales de Estados Unidos. Todo lo que el documental antioqueño estaba buscando por esos días en las obras señeras de Tiempos Modernos y Nickel Producciones y en las grabaciones iniciales de lo que poco luego sería Ojo de Tigre (cabalmente, esa joya que es Otros decires, otras reconditeces [Mejía y Orrego, 1993-1997]), se vería potenciado de manera abrumadora por la plasticidad de jaguar de Joche o de Cruz o César y yo con una cámara sensibilísima en la mano y un buen micrófono adosado al fuselaje. Eso, por supuesto, rebasaría a nuestra familia y ha terminado por hacer una cierta tendencia en el audiovisual antioqueño, casi una escuela, si bien una escuela… no digamos (del todo) marginal, pero sí por supuesto diferenciada de las búsquedas más vistosas del cine institucional –el de Proimágenes, el que mide con fotómetro el estándar para ventas internacionales, el que se dice colombiano según matrícula o inscripción en base oficial de datos–. La escuela salvaje, como me gusta llamarla, pero que, como he dicho, no se limitaba a nosotros y que a fines de los noventa en Medellín lo era casi todo, es una escuela vitalísima y con reconocimientos y mixturas fértiles, como Apocalipsur (Mejía, 2007), por dar un ejemplo bueno y resonante, que se empezó a grabar en video Mini-DV justo en esos años y al fin ganó, casi una década más tarde, el Premio Nacional de Cine a la Mejor Película, dándome la razón, pues mucho le debe su poder entrañable al formato trabajado por sus autores, o también la vibrante The Gangsters (Aguilar y Suárez, 1999), que yo a veces prefiero a aquella, no mejor pero sí más enigmática e irregular, más fiera y alucinante, premiada por Pedro Adrián Zuluaga en la primera versión del importantísimo concurso Medellín Para Verte Mejor, de Comfenalco, una ficción sui generis y que tuvo y aún tiene su mucha pero hoy desconocida importancia, o en fin, la serie de video-clips Ojos de asfalto (Muñoz y Arango, 2007-2008), que yo no me canso de ver y oír, co-creada con parceros del rap en la Comuna 13 por el colectivo hermano, mucho más serio que nosotros, Pasolini en Medellín, una iniciativa surgida desde la Academia cuyo producto goza de todas las virtudes en cuanto a poderío en la expresión comunitaria, sabia construcción de tejido social y pertinente comunicación local y regional de eso que, repito, con todo rigor puede llamarse escuela salvaje, lejos del cine institucional o estándar. No obstante, afrontar y estudiar estos asuntos cruciales por aquellos tiempos en Kinetoscopio, considerar e impulsar estas facilidades (no “mezquinas”, como las quiso descalificar Luis en su editorial de Kinetoscopio 29, pues contaban con antecedentes y validaciones de peso en la historia y en la actualidad misma del cine), divulgarlas como propuse hacer al traducir en 1995 un artículo de Sight & Sound sobre el tema decisivo del audio en el nuevo video documental, era según mis colegas “confundir a Kinetoscopio con [la revista] Mecánica Popular”.
Tal fue el comentario del intachable crítico Juan Carlos González a nuestro compañero Fernando Arenas, pero aquella traducción venía de la revista de cine por excelencia en el mundo anglosajón, y textos y publicidades análogos hacían la sustancia de la reciente y más que interesante, programática Filmmaker (tal vez la primera gran tribuna de Richard Linklater, uno de mis gurúes). Podemos deducir una falta de sensibilidad y de visión de futuro en la negativa de Luis Alberto Álvarez al redactar el mencionado editorial de Kinetoscopio 29 y en los rechazos de todo el cuerpo de la revista (“este está loco”, decía Paul Bardwell, no en broma ni plácidamente) a una posibilidad de considerar al video como cine y de hecho impulsar la realización en video independiente desde la maravillosa plataforma en que todos ellos y Juan Guillermo López y yo habíamos convertido a esa revista. Sobre todo, se negaban corrientes de vida, algo así como las “corrientes de amor” cassavetiano, de amor punkero, real, de piel trasudada, sal bajita, corazón.
Todo eso que aparece y resplandecía (ya se ha deteriorado un poco) en los primeros minutos de Diario de viaje: la gente, la voz de un pensamiento confidente, el brillo de la calle, el mensaje de la niñería, el viento costeño sin pensarlo mucho, sin pensarlo casi.
*
(6) Para quien conociera algunos de los antecedentes, Álvarez hacía una referencia casi explícita a nuestro colectivo al escribir sobre La gente de la Universal de este modo: “Dentro de un grupo de gente muy concreto La gente de la Universal ha sido recibida con un[a] actitud que es casi entusiasta. El diálogo con este grupo es particularmente difícil porque se empeña en negar los mismos presupuestos de que se parte para obtener un juicio estético. De alguna manera se proyectan en la película como en un manifiesto que les permite darle carta de ciudadanía a lo que podría llamarse sus placeres prohibidos, rechazando sin culpabilidad todo aquello que normalmente está considerado bello, digno, humano, significativo. De alguna manera la película exalta y justifica la propia agresividad hacia esas concepciones y se convierte, incluso, en bandera y línea divisoria, en creación de un territorio estético propio e inexpugnable […] El éxito del cine de Quentin Tarantino es lo más característico a nivel mundial de esta actitud, que tiene peligrosos visos de un nuevo neofascismo estético” (1998a, 96). Aunque de manera sensata Luis reconocía una tendencia universal en el cuestionamiento de los valores estéticos y morales, entre no pocos cinéfilos colombianos era perfectamente reconocible entre líneas la respuesta al autor de un artículo reciente sobre La gente de la Universal en Kinetoscopio 25, que era yo mismo, y así mismo para los cinéfilos medellinenses era clara la alusión al “grupo de gente muy concreto” en que estaba inscrito ese autor, o sea Madera Salvaje. Por su parte, y de nuevo solo para quien estuviera dentro del contexto medellinense, al Luis abordar a Asesinos por naturaleza, el nombre que escogía para el texto: “Cine-traba o la masacre como una de las bellas artes” (1998b, 218), se convertía en una especie de sablazo inimputable al proselitismo contracultural de la Madera Salvaje de aquellos días en su manejo de alucinógenos, una de las mayores fuentes de nuestra fama negra y de agrias discusiones entre Luis, que apoyaba la prohibición a las drogas, y yo, que conocía de primera mano los frutos del prohibicionismo y de la falsa guerra contra las drogas, por lo que había sido la experiencia familiar bajo las amenazas del Cartel de Medellín a mi padre, su mujer y sus hijos. En cuanto al artículo de Luis Alberto sobre Pulp Fiction, en el capítulo anterior ha quedado consignada nada más la reacción espontánea de Ana Victoria Ochoa Bohórquez luego de la publicación del escrito, llamado “Nada importa”, en El Colombiano, el mismo domingo cinco de marzo en que estábamos en Cartagena, un poco enguayabados, grabando Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996).
Obras citadas
Álvarez, L. A. (1998a). “La gente de la Universal de Felipe Aljure. El elogio de la feura". En Páginas de cine, vol. 3 (pp. 95-99). Universidad de Antioquia.
Álvarez, L. A. (1998b). “Asesinos por naturaleza de Oliver Stone. Cine-traba o la masacre como una de las bellas artes”. En Páginas de cine, vol. 3 (pp. 218-222). Universidad de Antioquia.
Campo, Ó. (1998). “Nuevos escenarios del documental en Colombia”. Kinetoscopio, vol. 9, n.º 48, pp. 72-84.
Gómez, S. A. (1994). “El desafinador”. Kinetoscopio, vol 5, n.º 25, pp. 113-120.
Kundera, M. (1987). El arte de la novela. Tusquets.
Zuluaga, P. A. (1999). "Sobre una hipotética escuela de Medellín. Los años que vivimos en peligro". Kinetoscopio, vol. 10, n.º 50, pp. 62-66.
Gómez, S. A. (1994). “El camino”. Kinetoscopio, vol 5, n.º 25, pp. 130-131.
Ejemplo temprano de una posible escuela salvaje en la ficción nacional fue Clemencia (Gómez, 1997), cortometraje realizado por Madera Salvaje con el dinero recibido por el Primer Premio Nacional de Video Documental que el colectivo había recibido en 1996 por Diario de viaje (Gómez, 1996). En ese momento, las dificultades para hacer cine en celuloide fueron enfrentadas por Madera Salvaje de modo frontal con el video, pero no solo como una coartada práctica ("facilidad mezquina", según Álvarez) sino asumiendo una nueva estética y un nuevo espíritu en la realización. El ejemplo que daba Madera Salvaje, ya no tan temerario como al principio, sino francamente exitoso en 1997 a los ojos del gremio del audiovisual en Medellín, sería seguido por muchos realizadores en los años siguientes. Conviene anotar que los únicos ejercicios cinematográficos de ese instante en la ciudad eran el reciente y tumultuoso rodaje de La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), la sonada grabación de Clemencia y la muy profesional pre-producción de Gajes del oficio (Burgos, 2000). En cambio, entre 1998 y 1999 se vería una verdadera eclosión de relatos cinematográficos en video en la ciudad, al tiempo que el proyecto de Madera Salvaje naufragaba estrepitosamente por nuestros propios traumas frente al mundo neoliberal y Clemencia, no más escandalosa que el violento cine de Scorsese, pero al parecer demasiado incendiara para nuestra parroquia, era censurada en Telemedellín y Teleantioquia. Sobre esta película, Pedro Adrián Zuluaga diría en Kinetoscopio 50: "Así en la paz como en la guerra, el joven realizador logró con un argumental independiente y mal recibido por los canales locales de televisión por su contenido 'explícito', conciliar sus demonios y proponer una bisagra para la encrucijada estética de la violencia, de la que descubrió, con un acierto evidente, su carácter alucinatorio, su envés paranoico. Estoy hablando de Clemencia [...] que es un nombre de mujer y el nombre de la tierra y el nombre del sentimiento que nos religa con el dolor universal. Clemencia es un argumental de escasa media hora con un protagonista que se llama Hugo, a quien van a matar. Homenaje o reproche a las drogas, fascinación o hastío de la violencia, esta pequeña y singular obra es lo suficientemente ambigua para incomodarnos".
Más resultados...
Más resultados...
VEINTE HORAS NO ES NADA: JALONADOS POR EL CAOS (06)
Bordeando el ecuador de la entrega, Santiago Gómez Sánchez sigue fiel a su propósito: no dejar nada por fuera.
Veinte horas no es nada (6): jalonados por el caos
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Pero no solo eran esas experiencias de diálogo con la gente que sabe lo que es la vida de modo más rastrero lo que formaba a Madera. También con quienes se han encaramado en la guerra. Los dos documentales señeros de Ana Victoria Ochoa, realizados con Joche, A la rueda rueda de paz y candela (Ochoa Bohórquez y Restrepo Moreno, 1995) y Medellín y su Bellavista (Ochoa Bohórquez, 1995), profundizarían en esa dialéctica de callejón, llamémosla así otra vez, que es más, es zurullo nuclear, espín giratorio, horizonte vacilante de los sucesos, cielo abajo y suelo arriba. Ese horizonte que vi vacilar cuando una esponja deslió las murallas al primer soplo del diablito que me pasó Cristian. Ese horizonte que no quise volver a ver tan de frente que yo a mí me regurgitaba en salto mortal hacia atrás, le devolví el susto a Cristian, dije no fumo más y estuvo bien. No más coso, por la madre. Si llego a Medellín es para ver cómo potenciamos empresarialmente a la voz del colectivo que tiene tanto por aportar a la noble familia humana. Me encuentro con que sí, gracias al trabajo con un asesor financiero, amigo de colegio que después hará de bueno y malo en La valentía (Gómez Sánchez, 2000), hemos podido diseñar estrategias de ahorro que logran hacer una edición desahogada de A la rueda y, poco después, de Medellín y su Bella Vista, y facilitan la grabación de Zona de tolerancia (Correa Taborda y Pérez Arboleda, 1995), la compra de una buena provisión de casetes, para que no les falte nada, parceros. Procedentemente, los pillos en estas tres cintas nuestras, que yo como secretario de Madera Salvaje co-produje, hablan ya con una lógica que es la misma, pero más viva, que la que estaba manejando Tarantino en aquel guion de Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, Stone, 1994) y más irónicamente en su Pulp Fiction (1994), y que, como lo venimos trabajando, para Luis Alberto Álvarez, de modo un poco simplista –repito: mi padrino, y el crítico de cine más influyente de Colombia–, querría solo decir que en ese momento, a nosotros, “nada nos importaba” (vean el número 30 de Kinetoscopio, número de lujo).
Tanto en sus dos artículos sobre esas películas de Tarantino y Stone como en su texto sobre La gente de la Universal (Aljure, 1993), Luis Alberto hacía comentarios directos a esa relativización de los valores que nosotros, sí, considerábamos necesaria, tanto de la belleza como del bien –y acaso de la verdad 6–. Sin embargo, con más rigor, y al tenor de lo que decía Bataille, uno de los autores favoritos de la Monja, en El pequeño, que me recomendó y yo leí con furor, se acepta que el bien del hombre no está en el mal, pero también que su bien no está en el bien, que su mal no está en el mal (citado de memoria en Gómez, 1994, 116). Es decir, la cosa tenía muchas más complejidades que lo que hacía creer Luis en un campo retórico que nos identificaba con precisión en la ciudad y se mofaba, más puntualmente, de lo que se veía como los devaneos de un vicioso seudo-teórico que jugara con sus amigos a ser los chicos malos.
Si miramos con atención, en las películas que estábamos comenzando a hacer la voz de los sujetos plagaba el texto audiovisual, lo invadía de una manera que tomaba fuerza, sí, por cierta indeterminación (ella misma relativa, no total, lo cual quizá fuera lo más incómodo). En más de un sentido, era aplastante ver cómo un preso de Bellavista, en el excelente y aún hoy estudiado documental de Ana, desmontaba lo que eran para el observador científico o ilustrado las categorías nítidas de lo lícito y lo ilícito con argumentos surgidos de la propia vida diaria, de la experiencia más veraz, o sea: blindados empíricamente a los límpidos enunciados de la razón moderna por silogismos trenzados al estilo de las incisivas paradojas terminales de Kundera (1987, 19-21; 52-55). Sin embargo, Montoya en Eclesiastés 4, 1 (1995) creaba un contexto para eso que he llamado infernal –la confusión frente a sí misma que accede a un conocimiento gordiano del absurdo– mediante la cita salomónica a la que alude el título y manipulando detalles muy precisos, todos reales y significativos, de la vida religiosa en el entorno de Barrio Triste y la canción de Jennyfer al final, aquella niña tan querida por Papá Giovanni que luego moriría asesinada. En últimas, ni siquiera para el documentalista salvaje era lo más corriente encarar lo que esos testimonios de la calle implicaban. Tal vez no fuera posible, al fin y al cabo, ni del todo recomendable. Incluso a nuestro pesar, todo se desvanecía en una poética noción de lo fatal.
Mejor ni mirar, mejor dicho, ni pensar bien lo que ese otro ciudadano decía.
Abrázelo y ya, pero desde arriba, y que no me tumbe.
Luis Alberto, por su parte, un tanto transformado, me confesaría a fines de ese año 1995 que Eclesiastés 4, 1 le había recordado al Buñuel de Las Hurdes (1933), lo cual, sin querer, también era una forma de minimizar su sentido (ya oigo a mis enemigos diciendo que yo ni rajo ni presto el hacha). Veámoslo así: la crítica cinematográfica más atenta o sensible podría recurrir, más que a la cinefilia, a tópicos como el respeto por el otro o más actualmente, a lo que nos hemos acostumbrado a llamar empatía, o quizás, en mi caso budista, compasión. Esas inevitables palabras-manto con que se cubre casi siempre lo que no es oportuno llamar por su nombre, a veces por simples limitaciones de espacio o de tiempo, o también de lenguaje. Luis, en el fondo, hacía algo así, aunque sin duda pretendiera hacer una invocación humanista (empática) al hacer su cita cinéfila. Y es que, en cierto modo, eso es solo dejar hablar al otro sin pensar mucho en lo que nos está diciendo y cobijarlo todo, taparlo, bajo el manto tranquilizador de una pequeña libertad conquistada por él, o concedida por el sistema, un permiso facilitado por el documentalista y avalado por el crítico con referencias cinéfilas para que, en el mejor de los casos, tú, descarriado, retornes a la caminata humana pese a la permanente inestabilidad de la vivienda, los indispensables préstamos a interés y las naturales ataduras espirituales o fuerzas negativas del bien común.
https://www.youtube.com/watch?v=Y1QG1FCF1EM
Tú eres el enfermo que me dice lo que soy, yo me creo sano y no hay por qué saber del mal.
Entra a mi paraíso, si quieres, y come callado de la olla del desprecio social.
Ah, y claro, no esperes nada del gobierno.
Eso se sabe, y punto.
Salomónica.
Por su parte, Ana Victoria Ochoa trabajó la edición de A la rueda rueda de paz y candela muy desde el espíritu luctuoso de la banda sonora que compuso Frankie ha muerto, el legendario grupo de rock de Medellín, con quienes compartimos esos días vibrantes, Fabio, Caliche, parceros, y la ubicación del plano bárbaro del funeral y del mensaje directo de la hermana del difunto a los amigos del muerto, en el corredor, a unos metros del féretro, en el final de la película, implica todo ello un alineamiento de los realizadores con la perspectiva atónita de las víctimas-victimarias, primos todos, hermanos todos en este valle de lágrimas, así como también suponen ese alineamiento condolido las muchas cruces con nombres de los fallecidos durante la realización del documental, que, a modo de comentario, configuran los créditos finales (siervo Joche fue determinante en la exigente y dificilísima edición). En otras palabras: en aquellos documentales por supuesto que hay “una mirada autoral”, o lo que resulta más decisivo, una idea central, un concepto que de muchas maneras le da coherencia al discurso, haciendo equilibrios con el caos que los jalona. Pero no miento si afirmo que lo que más nos impactaba a todos nosotros era la soberanía de las voces no disidentes: desatadas, que oíamos y que veíamos vivir y pulular al frente (y eso se ve también en el documental de Cruz y César, Zona de tolerancia, y en el mío, aunque en ambos César y yo intervenimos con saltos de montaje un poco más atrevidos).
En esa onda de escucha, onda atónita, antes de editar cualquiera de nuestros futuros videos, llegamos al Festival de Cine de Cartagena la noche del tres de marzo de 1995.
Es decir, ante esas voces intentábamos provocar siempre una validación primera, al menos en tanto registro de una evidencia, y de un modo u otro la perspectiva del texto documental se dejaba desviar –porque se debía dejar desviar– por su influjo. Por eso Óscar Campo enfatizaría luego en una supuesta tendencia nuestra de rescatar lo que el Cine Directo de Leacock había proclamado (1998, 78), esto es: la pura contemplación objetiva de los hechos, sin alteración de los mismos ni participación del documentalista en ellos. Como lo he querido demostrar, a ese discutible ideal del Directo nosotros no lo reproducíamos del todo, pero, desde luego, Joche y todos los camarógrafos que fuimos Madera Salvaje –porque todos hicimos cámara y eso es lo que éramos antes que nada, ahora que lo pienso–, estábamos encendidos en el “carnaval demócrata” que generó la aparición del video industrial, igual que antes lo estuvieron Leacock y sus amigos ante las facilidades y oportunidades cognitivas del cine en 16 mm. El propio Néstor Fermín Henao, camarógrafo de Eclesiastés 4, 1, haría verdadera empresa poco luego con esa su cámara Panasonic S-VHS M9000 y viviría por esos tiempos y haría un capital gracias a la versátil imagen que ella suscitaba como pocas, así como lo hacía la Sony Hi-8 de Cruz con que hicimos Diario de viaje y Zona de tolerancia (nunca supe bien la referencia del aparato), entrevistando a medio mundo, captando la vida en su fluir omnívoro hasta rincones imposibles de la naturaleza y de la mente. Yo mismo con la M9000 grabé un concierto de Bajo Tierra en Barnaby Jones y no quedó nada mal la cosa, hoy creo que es memoria en casa de Lucas, y fui solo yo, sin nadie más, sin luces, sin nada (sin trípode).
Y es que, como ya lo he dicho mucho en otras partes, con la sencilla Sony Hi-8 habían grabado Steve Sklair y Yli Hasani el documental El hombre que amó a Gary Lineker (The Man Who Loves Gary Lineker, 1993) y habían ganado el BAFTA, y con esa Panasonic S-VHS M9000 Steve James produjo el documental épico que es Hoop Dreams (1994), una cinta –hoy icónica– de gran éxito en su momento en salas y festivales de Estados Unidos. Todo lo que el documental antioqueño estaba buscando por esos días en las obras señeras de Tiempos Modernos y Nickel Producciones y en las grabaciones iniciales de lo que poco luego sería Ojo de Tigre (cabalmente, esa joya que es Otros decires, otras reconditeces [Mejía y Orrego, 1993-1997]), se vería potenciado de manera abrumadora por la plasticidad de jaguar de Joche o de Cruz o César y yo con una cámara sensibilísima en la mano y un buen micrófono adosado al fuselaje. Eso, por supuesto, rebasaría a nuestra familia y ha terminado por hacer una cierta tendencia en el audiovisual antioqueño, casi una escuela, si bien una escuela… no digamos (del todo) marginal, pero sí por supuesto diferenciada de las búsquedas más vistosas del cine institucional –el de Proimágenes, el que mide con fotómetro el estándar para ventas internacionales, el que se dice colombiano según matrícula o inscripción en base oficial de datos–. La escuela salvaje, como me gusta llamarla, pero que, como he dicho, no se limitaba a nosotros y que a fines de los noventa en Medellín lo era casi todo, es una escuela vitalísima y con reconocimientos y mixturas fértiles, como Apocalipsur (Mejía, 2007), por dar un ejemplo bueno y resonante, que se empezó a grabar en video Mini-DV justo en esos años y al fin ganó, casi una década más tarde, el Premio Nacional de Cine a la Mejor Película, dándome la razón, pues mucho le debe su poder entrañable al formato trabajado por sus autores, o también la vibrante The Gangsters (Aguilar y Suárez, 1999), que yo a veces prefiero a aquella, no mejor pero sí más enigmática e irregular, más fiera y alucinante, premiada por Pedro Adrián Zuluaga en la primera versión del importantísimo concurso Medellín Para Verte Mejor, de Comfenalco, una ficción sui generis y que tuvo y aún tiene su mucha pero hoy desconocida importancia, o en fin, la serie de video-clips Ojos de asfalto (Muñoz y Arango, 2007-2008), que yo no me canso de ver y oír, co-creada con parceros del rap en la Comuna 13 por el colectivo hermano, mucho más serio que nosotros, Pasolini en Medellín, una iniciativa surgida desde la Academia cuyo producto goza de todas las virtudes en cuanto a poderío en la expresión comunitaria, sabia construcción de tejido social y pertinente comunicación local y regional de eso que, repito, con todo rigor puede llamarse escuela salvaje, lejos del cine institucional o estándar. No obstante, afrontar y estudiar estos asuntos cruciales por aquellos tiempos en Kinetoscopio, considerar e impulsar estas facilidades (no “mezquinas”, como las quiso descalificar Luis en su editorial de Kinetoscopio 29, pues contaban con antecedentes y validaciones de peso en la historia y en la actualidad misma del cine), divulgarlas como propuse hacer al traducir en 1995 un artículo de Sight & Sound sobre el tema decisivo del audio en el nuevo video documental, era según mis colegas “confundir a Kinetoscopio con [la revista] Mecánica Popular”.
Tal fue el comentario del intachable crítico Juan Carlos González a nuestro compañero Fernando Arenas, pero aquella traducción venía de la revista de cine por excelencia en el mundo anglosajón, y textos y publicidades análogos hacían la sustancia de la reciente y más que interesante, programática Filmmaker (tal vez la primera gran tribuna de Richard Linklater, uno de mis gurúes). Podemos deducir una falta de sensibilidad y de visión de futuro en la negativa de Luis Alberto Álvarez al redactar el mencionado editorial de Kinetoscopio 29 y en los rechazos de todo el cuerpo de la revista (“este está loco”, decía Paul Bardwell, no en broma ni plácidamente) a una posibilidad de considerar al video como cine y de hecho impulsar la realización en video independiente desde la maravillosa plataforma en que todos ellos y Juan Guillermo López y yo habíamos convertido a esa revista. Sobre todo, se negaban corrientes de vida, algo así como las “corrientes de amor” cassavetiano, de amor punkero, real, de piel trasudada, sal bajita, corazón.
Todo eso que aparece y resplandecía (ya se ha deteriorado un poco) en los primeros minutos de Diario de viaje: la gente, la voz de un pensamiento confidente, el brillo de la calle, el mensaje de la niñería, el viento costeño sin pensarlo mucho, sin pensarlo casi.
*
(6) Para quien conociera algunos de los antecedentes, Álvarez hacía una referencia casi explícita a nuestro colectivo al escribir sobre La gente de la Universal de este modo: “Dentro de un grupo de gente muy concreto La gente de la Universal ha sido recibida con un[a] actitud que es casi entusiasta. El diálogo con este grupo es particularmente difícil porque se empeña en negar los mismos presupuestos de que se parte para obtener un juicio estético. De alguna manera se proyectan en la película como en un manifiesto que les permite darle carta de ciudadanía a lo que podría llamarse sus placeres prohibidos, rechazando sin culpabilidad todo aquello que normalmente está considerado bello, digno, humano, significativo. De alguna manera la película exalta y justifica la propia agresividad hacia esas concepciones y se convierte, incluso, en bandera y línea divisoria, en creación de un territorio estético propio e inexpugnable […] El éxito del cine de Quentin Tarantino es lo más característico a nivel mundial de esta actitud, que tiene peligrosos visos de un nuevo neofascismo estético” (1998a, 96). Aunque de manera sensata Luis reconocía una tendencia universal en el cuestionamiento de los valores estéticos y morales, entre no pocos cinéfilos colombianos era perfectamente reconocible entre líneas la respuesta al autor de un artículo reciente sobre La gente de la Universal en Kinetoscopio 25, que era yo mismo, y así mismo para los cinéfilos medellinenses era clara la alusión al “grupo de gente muy concreto” en que estaba inscrito ese autor, o sea Madera Salvaje. Por su parte, y de nuevo solo para quien estuviera dentro del contexto medellinense, al Luis abordar a Asesinos por naturaleza, el nombre que escogía para el texto: “Cine-traba o la masacre como una de las bellas artes” (1998b, 218), se convertía en una especie de sablazo inimputable al proselitismo contracultural de la Madera Salvaje de aquellos días en su manejo de alucinógenos, una de las mayores fuentes de nuestra fama negra y de agrias discusiones entre Luis, que apoyaba la prohibición a las drogas, y yo, que conocía de primera mano los frutos del prohibicionismo y de la falsa guerra contra las drogas, por lo que había sido la experiencia familiar bajo las amenazas del Cartel de Medellín a mi padre, su mujer y sus hijos. En cuanto al artículo de Luis Alberto sobre Pulp Fiction, en el capítulo anterior ha quedado consignada nada más la reacción espontánea de Ana Victoria Ochoa Bohórquez luego de la publicación del escrito, llamado “Nada importa”, en El Colombiano, el mismo domingo cinco de marzo en que estábamos en Cartagena, un poco enguayabados, grabando Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996).
Obras citadas
Álvarez, L. A. (1998a). “La gente de la Universal de Felipe Aljure. El elogio de la feura". En Páginas de cine, vol. 3 (pp. 95-99). Universidad de Antioquia.
Álvarez, L. A. (1998b). “Asesinos por naturaleza de Oliver Stone. Cine-traba o la masacre como una de las bellas artes”. En Páginas de cine, vol. 3 (pp. 218-222). Universidad de Antioquia.
Campo, Ó. (1998). “Nuevos escenarios del documental en Colombia”. Kinetoscopio, vol. 9, n.º 48, pp. 72-84.
Gómez, S. A. (1994). “El desafinador”. Kinetoscopio, vol 5, n.º 25, pp. 113-120.
Kundera, M. (1987). El arte de la novela. Tusquets.
Zuluaga, P. A. (1999). "Sobre una hipotética escuela de Medellín. Los años que vivimos en peligro". Kinetoscopio, vol. 10, n.º 50, pp. 62-66.
Gómez, S. A. (1994). “El camino”. Kinetoscopio, vol 5, n.º 25, pp. 130-131.
***
https://www.youtube.com/watch?v=Q6Yq6uefr5w&t=289s
Primera entrega
Segunda entrega
Tercera entrega
Cuarta entrega
Quinta entrega
Sexta entrega
Séptima entrega
Octava entrega
Tal vez te interese:Ver todos los artículos
EL (INELUDIBLE) OFICIO DE MIRAR
VICIOS DEL TIEMPO - FICCI 63
CARACOLES SOBRE UNA MUJER CON SOMBRERO ALADO (TALLER BIFF)
Reflexiones semanales directo al correo.
El boletín de la Cero expande sobre las películas que nos sorprenden y nos apasionan. Es otra manera de reunirse y pensar el gesto del cine.
Las entregas cargan nuestras ideas sobre las nuevas y viejas cosas que nos interesan. Ese caleidoscopio de certezas e incertidumbres nos sirve para pensar el mundo que el cine crea.
Únete a la comunidadcontacto
Síguenos