Todo se concreta para que el grupo Madera Salvaje asista otra primera vez a Cartagena y nazca Diario de viaje. Gómez Sánchez recuerda acá las noches con la cámara, los fantasmas del presente y los del pasado. El recuerdo de una lección importante: para filmar había que buscar el anverso de las cosas. Había que perseguir sombras.
Veinte horas no es nada (7): viaje perpetuo
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Por eso en Cartagena Luis Alberto Álvarez y yo hacemos como ya hacía yo con los otros miembros de Kinetoscopio desde el año anterior en el Festival de Cine: nos vemos, pasamos de cerca, y casi ni nos saludamos, apenas cejita alzada, y si es con él con una sonrisa, padre, pero cada uno por su lado. Así en el Hotel Caribe, así en el Centro de Convenciones a donde llego yo con la cámara de Cruz la noche del sábado cuatro de marzo de 1995 a grabar la entrega de los premios India Catalina para la televisión. Sé muy bien que los amigos de la crítica esa noche me miraban como si uno fuera un seudo-todo presumido y con ínfulas de creador, de Tarkovski, pero yo sabía a dónde dirigir la camarita y qué riesgo tomar: adelantarme al gentío y abrirme paso a codo para grabar de frente, con la cámara en alto, por encima de algunas cabezas infranqueables, a Margarita Rosa de Francisco y Guy Ecker en el ápice de su fama, la imagen profana que luego sería un cráter explosivo en Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1995), el relámpago de una foto de farándula bajo el trueno del disparo decisivo de Cuenta conmigo (Stand by Me, Rob Reiner, 1986). Al fin y al cabo, yo había estado estudiando desde mis primeros viajes al Festival esa situación bullosa y relamida en que, aun más que en la calle o el salón, todos fingíamos, todos, o debíamos fingir –así fuese con tensa alegría–, ser algo más de lo que somos frente al verdadero espejo.
Entre tanto, por supuesto, a mis otros amigos no les interesaba ese fenómeno y creían que yo había ido a grabar embelesado o de acuerdo con esas falsas (o ciertas) grandes ligas, como por estar al tanto de la información, o sea: a tono con un supuesto “tema real” de nuestro video. No se imaginaban que lo que veía uno en ese evento –o más bien, palpaba– era, al menos, la hipnosis popular viva, el hechizo fornicario de la televisión, un evento que uno podía entender felliniano en sí mismo, sin necesidad de mucha cinefilia, sino gracias al poder y reflujo cognitivo del multimediático sabio italiano del siglo xx, algo grotesco, de comic, patético, de prensa, y, aun, soterradamente siniestro, de televisión, a lo Riefenstahl, de cine, o en suma: nazi, que Robert Altman había sabido pintar parca y lustrosamente en otras versiones de lo mismo en otras latitudes y en torno a otras prácticas productivas de sentido seudo, como en Nashville (1975), por ejemplo (de la que salí llorando como una María Magdalena, obrera sensual enamorada, frente a un Paul Bardwell perplejo, cuando la vi a esa cinta superior en el Colombo Americano), o en lo que el sí capo de capos Altman había firmado hacía poco como Prêt-à-porter (1994). Tal y como lo da a entender Cher allí: es en los tales premios el pueblo babeando frente al Culo, presto a hacer lo que le digan.
Ese momento culminante en mi vida, ese clímax (pues yo debo recordar siempre lo emocionante que para mí había sido ir al Festival de Cine de Cartagena como crítico de cine de Kinetoscopio por primera vez, a mis dieciocho años, a hacer entrevistas, reportajes, reseñas, y esa noche al salir del Centro de Convenciones, tres años después, ya nada volvería a ser igual en mi paso por este mundo), esa cima inadvertida durante el parpadeo, precedió una entrada augural a las antesalas del infierno real por el que andaría unos añitos, ultramundano, solo un poco más tarde, minutos luego, a la medianoche. La anécdota es pesada. Toda mi filosofía salvaje, que al fin y al cabo respirábamos por los poros Cruz y yo, y Joche, se vería sometida a una prueba de fuego pasmosa con la figura canera de Cristian, tatuado como pirata de los nueve mares, a quien años después Andrés Montoya vería en un magazín noticiero de televisión como uno de los líderes del Cartucho, en Bogotá.
Un delegado de Samael y Babalú, namá.
Pero para mí hubo algo peor.
A mí todo me lo avisaron antes, me lo avisó el ángel.
Es decir, me permitiré contarlo, yo salgo del Centro de Convenciones y me dirijo a las residencias Media Luna, donde nos estábamos quedando, justo a medio camino entre Havana Club y Quiebracanto (hoy funciona allí el hotel Capellán de Getsemaní, a $ 650.000 la noche, sin contar impuestos), entro, paso por el recibo a oscuras, todo en silencio, todo solo, como una mansión abandonada, aún no sé por qué, destartalada, subo las escaleras y apenas cruzo el descanso, no veo a las peladas, muy a oscuras, me topo con la sombra de alguien sentado al otro lado de la pared; como esperándome estaba el sujeto. Yo me timbro un poco, pero es normal, debe de ser otro inquilino, me digo, y voy a seguir, pero él me llama con voz clara y acento que todavía no reconozco y que luego ya supe caleño setentero, como de Pance, mirá, o Ciudad Jardín, Santia vení, en voz baja, sentate, y con un raro dejo del teatro parisino, insiste, porque vos sos mi Santiago Andrés Gómez Sánchez, y yo me siento, sin decir nada, que no se te olvide, hermanolo, sigue el otro, pero es casi la voz de una hembra, te voy a decir cosas para que recordés de por vida, dulcísima. Todo sigue silencioso y pienso, no había nadie en la recepción, es raro, me digo, y miro de reojo al pasillo, veo que la luz de nuestra habitación está apagada, más raro aun, los parceros deben de estar durmiendo, me explico, el viaje desde Medallo ha sido largo. El individuo es un palo alto, y yo logro entrever que el pelo le cae hasta los codos, que es flaco y anguloso, de manos grandes, boca rosa que arde pálida en la tiniebla cerrada, ojos azules de mar tardo tras unas gafas aparatosas de viejo mecanógrafo callejero.
De súbito, no sé de dónde, me pasa un tabaquito encendido, yo lo recibo sin pensar, pero lo más curioso es que la brasa esté viva y no despida humo, que nada huela a nada. Vos sos un compañero de luchas acabadas, le oigo decir, no te esforcés tanto. Le echo un pitazo al varillo, él o ella me pone la manaza en el hombro. De ahora en adelante, Santia, todo lo que veás, ¿sí me entendés?, todo lo que pase, lo vas a considerar un hecho dado, mi rey. Yo no le respondo, le devuelvo el porro. Digo no en voz baja. Lo mata con la lengua, lo deja a un lado, como buen veterano, en un escalón. Claro que sí, mi pana, está escrito, comenta la sombra mujer, o sea que no te ofendás ni ocupés con la muerte, me recomienda, que eso ya está a cuestas. Yo trato de seguir el consejo tácito pero evidente de Lezama en el tramo final de Paradiso, su consejo no dicho pero potente, en las diez o quince páginas que añadió cuando el libro estaba ya en imprenta: trato de hacer algo de silencio o al menos desobedecer, trato de no hacerle caso a nada que aparezca con el atuendo de autoridad falsa o real y yo no sienta aparejarse con la luz u oscuridad precedentes de mi criterio. La vida es delicada, un peligro. Vuelvo a decir no, pasito. Esa voz mía parecida al descanso halla una correspondencia íntima con la vibración oculta de los escaños de la noche. Al poco la respiración del ángel se siente dura, como si le excitara mucho estar a mi lado. Susurro apenas: hay atajos. Entonces el otro toma aire con fuerza y dice de prisa, molesto, con el tono enfadado de una hippie irredenta: hablá claro a ver si te arreglo con el mandao.
Esto que cuento acá no se lo he dicho antes a nadie, ni a Cruz, ni a Adri, a nadie, ni a mi psiquiatra de antes, a mi psicoanalista de a ratos, a mi confesora de siempre, la página salteada de blancos. Esas fueron sus palabras del parecido andamio a las estructuras de Fellini en Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), y yo no las tengo grabadas en ningún casete de video limpio ni las reproduje en el relato sucio de Diario de viaje porque no me atrevía a contar lo que muchos años más tarde ya sí deduje, quién era el gago que me estaba hablando sin gaguear. Quise pensar dos veces o por lado y lado lo que con el rostro transparente de Isabelle Adjani y esas gafas de rábula él me había dicho. Era como si me conociera, pero yo no adivinaba quién era. Cogí del suelo la colilla, al lado de su zapatote embarrado, el resto de yerba o ambrosía que me había compartido, me lo metí así frío a la boca, lo saboreé y lo remojé y masqué goloso, pensando en la Negra, Diana –la hermana de *** (que actúa en Rodrigo D [Gaviria, 1990], una de las varias que frentea sin miedo al varón en esa película, amadora, hermosa, puro rocanrol), no sé por qué pensé en ella, en el fleco que yo quedaba vuelto con ella, viuda y madre joven, bien casada con el sujeto odiado de una novela paisa famosa, del Medellín puro y duro (el hermano menor de los ***)–, Dianita, como si nos restregáramos otra vez en todos los yerbazales de El Diamante, templando los tres a las tres de la tarde, las tres. Me oí decir clarito no voy a decir lo que pienso, calidá, ni que esto es un sueño, mi pana, o que vos estás vivo, yo eso no lo digo, no se lo sostengo a nadie. Él se rió. No no, gagueando, no entiendo, esperá. No estás, no estás diciendo nada, me alegó. Ya no tengo nada que decir, le confesé. Pero a esa con, a esa conclusión llegás, supuso él, y en sus últimas palabras, yo no puedo, se fue con un suspiro y un ay débil, ya lejano.
En las escaleras no había nadie.
Quedé yo con sus cenizas tibias en la boca y no volví a oír nada, a sentir nada sino esa lloviznita venteada y un frío en las güevas que solo volvería a sentir la noche aquella de años más tarde en que me morí, en que estuve muerto un rato largo, dos ratos, mejor dicho, por dentro y por fuera, distintos, muerto. Frente a mí, en el aire, unas letras amarillas de bordes azulosos comenzaron a escribirse sobre el levantado suelo de la noche, chispeando, como en el libro del profeta Daniel, pero sin mano, sin dedo divino que las trazara. Una sobre otra, letra por letra, y se desvanecieron como un solo punto rojizo, sombrío, que era todo y decía:
via je per pe tuo
Me di cuenta de una cosa, para siempre (estoy delatando un poder propio pero atribuido). Podía bajar por las escaleras, podía subir, podía seguir sentado. Es tan fácil. No es que hubiera visto todo lo que me sucedería de allí en adelante, pero supe que cada casilla del espacio tiempo sería y estaba siendo ya mismo ocupada por mi dejación. Había, hay un camino de adentros en el que no hay nada. Por ahí me devuelvo y lo hago mío, no es nada. Es mío, y así con vos, pues: sos lo que no es, y en sentido contrario. Lo que no hay es lo que somos. Estoy siendo tan claro como puedo, y tiene que ver todo con el tiempo, con el cine, con la crítica, con la existencia, incluso con la realidad. Pero si la realidad no son los hechos, o sea: si los hechos no están dados y nada está escrito desde antes o incluso después y todo se puede desleír… El misterio, póngale cuidao, el misterio no dicho / se hace dicho y dicha / desdichos, la vida un canto / al amanecer, el arte una suma negativa / de tropiezos. Quise dejar de respirar sin hacer repulsa, sin esfuerzo, vi que podía, y ahí sí se fue todo… Estaba respirando ya solo para mis adentros, ausente, esto sí es, tal vez, lo satánico propiamente hablando, digámoslo así, en un recinto sin luz que salía de mi corazón, como esos fetos sin suerte que crecen hacia afuera de la piel. Pero esto sí que era tener suerte. No diré lo que oí, en otro idioma, sino que, al cabo de un rato, supe que toda la vida, toda, hemos tenido los ojos cerrados. Temí abrirlos, no te imaginás cuánto lo temí, y no por mí. Decidí quedarme quieto, quiero decir, los párpados me temblaban, pero solo miré a fondo su carnación tenue poblada de cocuyos en las foscas del ser. Entonces, a lo lejos, sin demora, divina gracia, serena y maleva, sentí música, gritos. Eran unos tambores, pero sonaban como flautas, unas chirimías que pronunciaban cosas. Decían la sinusoide varia, esta provecta manantiala. Iban callando algo la son de las tamboras verdes. Por mí que lo decían hecho pero por ti silvestre, y lo que queda, perdida en el sueño, vos sabés que estoy despierto, es lo que fuere.
Si abres los ojos verás terreno.
No me mires, por favor, nunca más.
Ahora el trueno.
¿Usted qué está haciendo aquí? Parce, me senté a pensar, Cruz, en lo que nos va a pasar a vos y a mí esta noche si salimos a grabar, no salgamos a grabar a Cristian, Cruz, ni a recibir el reconocimiento que nos hará hundir en la noche de la noche, no, no salgamos a entender que sobramos, parce, que sobramos, a vivirlo, no salgamos ya a pasar tan bueno y cosechar la toalla, a patear las mieles de la poesía, a saborear la lonchera del reportero maldito, pana, del crítico ambientalista en el fin de los grandes relatos, no hay que hacer, no hay que hacer, la Tierra no existe… Oíme: vos fuiste al baño común, Cruz, de las residencias, porque las aguas te llevaban y nos llevan a tantos lados que no podríamos saberlo, y te topás conmigo en un sueño, tené cuidado, no me despertés, si salimos vamos a enredar la pita del agua, mi llave, no me propongás nada. Salgamos ya, dice Cruz sin pensarlo, hay una rumba con la Grisales y seguro van a dar concho (o sea, cocaína pura). ¡Güevón!, nos van a abrir los ojos, yo ya sé, ya me dijeron. Quién te dijo. El valluno, parce, el hijo de la turba ilustre… el de los renegados leales. ¿Fue ese man? Cruz se dio cuenta de una. Pero nada sirve para nada, Santi. Ante esa frase, ya no tuve que decir: Cruz no era menos. Cruz era el otro batallador del confín silvestre, de la vida noche. No vaya a abrir los ojos.
Estese quieto.
Padre, tengo miedo.
Su padre ya no está aquí.
Ahora Cruz me guiaba por la calle de la Sierpe, blanco, blanco, no era el escritor caleño, por la de los Estribos, era el otro de la vida noche, y todo vacío. De repente, saca la cámara que yo le había devuelto y empezamos a grabar. Bajábamos frente a balcones coloniales, por la calle de las Damas, frente a tiendas lujosas de hace siglos, iluminadas al lado de ruinas esplendentes, y todo vacío, bajábamos por la calle llana, mi pana, por la calle plana. Pasame la cámara, le digo, estoy ardido, quiero grabar este vacío pleno, sombroso, ruinoso, que baja como al infierno más lujoso, vos hablá, preguntanos, hablá con la noche, Cruz, a ver qué te decimos. Parce, me dice él, quién dice no, esto es de todos, ya sí. Poner a hablar al camarógrafo, madre, sí, eso era el sentido del absurdo. ¿Qué estás viendo?, pero en serio…
Ahí viene alguien.
Era Cristian.
Compañera, Negra parcera, como la noche, Diana Cazadora, la piel erizada no es del sinfín.
Isabelle Adjani en La historia de Adela H. (L'histoire d'Adèle H., Truffaut, 1975), a quien la cineasta Patricia Restrepo comparaba con Caicedo sin gafas, y sobre todo en esa película por el carácter enfermizo de amor (como el de Adela Hugo) de quien fuera su novio
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VEINTE HORAS NO ES NADA: VIAJE PERPETUO (07)
Todo se concreta para que el grupo Madera Salvaje asista otra primera vez a Cartagena y nazca Diario de viaje. Gómez Sánchez recuerda acá las noches con la cámara, los fantasmas del presente y los del pasado. El recuerdo de una lección importante: para filmar había que buscar el anverso de las cosas. Había que perseguir sombras.
Veinte horas no es nada (7): viaje perpetuo
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
https://www.youtube.com/watch?v=i0GGMiXhdHo&t=2s
Por eso en Cartagena Luis Alberto Álvarez y yo hacemos como ya hacía yo con los otros miembros de Kinetoscopio desde el año anterior en el Festival de Cine: nos vemos, pasamos de cerca, y casi ni nos saludamos, apenas cejita alzada, y si es con él con una sonrisa, padre, pero cada uno por su lado. Así en el Hotel Caribe, así en el Centro de Convenciones a donde llego yo con la cámara de Cruz la noche del sábado cuatro de marzo de 1995 a grabar la entrega de los premios India Catalina para la televisión. Sé muy bien que los amigos de la crítica esa noche me miraban como si uno fuera un seudo-todo presumido y con ínfulas de creador, de Tarkovski, pero yo sabía a dónde dirigir la camarita y qué riesgo tomar: adelantarme al gentío y abrirme paso a codo para grabar de frente, con la cámara en alto, por encima de algunas cabezas infranqueables, a Margarita Rosa de Francisco y Guy Ecker en el ápice de su fama, la imagen profana que luego sería un cráter explosivo en Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1995), el relámpago de una foto de farándula bajo el trueno del disparo decisivo de Cuenta conmigo (Stand by Me, Rob Reiner, 1986). Al fin y al cabo, yo había estado estudiando desde mis primeros viajes al Festival esa situación bullosa y relamida en que, aun más que en la calle o el salón, todos fingíamos, todos, o debíamos fingir –así fuese con tensa alegría–, ser algo más de lo que somos frente al verdadero espejo.
Entre tanto, por supuesto, a mis otros amigos no les interesaba ese fenómeno y creían que yo había ido a grabar embelesado o de acuerdo con esas falsas (o ciertas) grandes ligas, como por estar al tanto de la información, o sea: a tono con un supuesto “tema real” de nuestro video. No se imaginaban que lo que veía uno en ese evento –o más bien, palpaba– era, al menos, la hipnosis popular viva, el hechizo fornicario de la televisión, un evento que uno podía entender felliniano en sí mismo, sin necesidad de mucha cinefilia, sino gracias al poder y reflujo cognitivo del multimediático sabio italiano del siglo xx, algo grotesco, de comic, patético, de prensa, y, aun, soterradamente siniestro, de televisión, a lo Riefenstahl, de cine, o en suma: nazi, que Robert Altman había sabido pintar parca y lustrosamente en otras versiones de lo mismo en otras latitudes y en torno a otras prácticas productivas de sentido seudo, como en Nashville (1975), por ejemplo (de la que salí llorando como una María Magdalena, obrera sensual enamorada, frente a un Paul Bardwell perplejo, cuando la vi a esa cinta superior en el Colombo Americano), o en lo que el sí capo de capos Altman había firmado hacía poco como Prêt-à-porter (1994). Tal y como lo da a entender Cher allí: es en los tales premios el pueblo babeando frente al Culo, presto a hacer lo que le digan.
Ese momento culminante en mi vida, ese clímax (pues yo debo recordar siempre lo emocionante que para mí había sido ir al Festival de Cine de Cartagena como crítico de cine de Kinetoscopio por primera vez, a mis dieciocho años, a hacer entrevistas, reportajes, reseñas, y esa noche al salir del Centro de Convenciones, tres años después, ya nada volvería a ser igual en mi paso por este mundo), esa cima inadvertida durante el parpadeo, precedió una entrada augural a las antesalas del infierno real por el que andaría unos añitos, ultramundano, solo un poco más tarde, minutos luego, a la medianoche. La anécdota es pesada. Toda mi filosofía salvaje, que al fin y al cabo respirábamos por los poros Cruz y yo, y Joche, se vería sometida a una prueba de fuego pasmosa con la figura canera de Cristian, tatuado como pirata de los nueve mares, a quien años después Andrés Montoya vería en un magazín noticiero de televisión como uno de los líderes del Cartucho, en Bogotá.
Un delegado de Samael y Babalú, namá.
Pero para mí hubo algo peor.
A mí todo me lo avisaron antes, me lo avisó el ángel.
Es decir, me permitiré contarlo, yo salgo del Centro de Convenciones y me dirijo a las residencias Media Luna, donde nos estábamos quedando, justo a medio camino entre Havana Club y Quiebracanto (hoy funciona allí el hotel Capellán de Getsemaní, a $ 650.000 la noche, sin contar impuestos), entro, paso por el recibo a oscuras, todo en silencio, todo solo, como una mansión abandonada, aún no sé por qué, destartalada, subo las escaleras y apenas cruzo el descanso, no veo a las peladas, muy a oscuras, me topo con la sombra de alguien sentado al otro lado de la pared; como esperándome estaba el sujeto. Yo me timbro un poco, pero es normal, debe de ser otro inquilino, me digo, y voy a seguir, pero él me llama con voz clara y acento que todavía no reconozco y que luego ya supe caleño setentero, como de Pance, mirá, o Ciudad Jardín, Santia vení, en voz baja, sentate, y con un raro dejo del teatro parisino, insiste, porque vos sos mi Santiago Andrés Gómez Sánchez, y yo me siento, sin decir nada, que no se te olvide, hermanolo, sigue el otro, pero es casi la voz de una hembra, te voy a decir cosas para que recordés de por vida, dulcísima. Todo sigue silencioso y pienso, no había nadie en la recepción, es raro, me digo, y miro de reojo al pasillo, veo que la luz de nuestra habitación está apagada, más raro aun, los parceros deben de estar durmiendo, me explico, el viaje desde Medallo ha sido largo. El individuo es un palo alto, y yo logro entrever que el pelo le cae hasta los codos, que es flaco y anguloso, de manos grandes, boca rosa que arde pálida en la tiniebla cerrada, ojos azules de mar tardo tras unas gafas aparatosas de viejo mecanógrafo callejero.
De súbito, no sé de dónde, me pasa un tabaquito encendido, yo lo recibo sin pensar, pero lo más curioso es que la brasa esté viva y no despida humo, que nada huela a nada. Vos sos un compañero de luchas acabadas, le oigo decir, no te esforcés tanto. Le echo un pitazo al varillo, él o ella me pone la manaza en el hombro. De ahora en adelante, Santia, todo lo que veás, ¿sí me entendés?, todo lo que pase, lo vas a considerar un hecho dado, mi rey. Yo no le respondo, le devuelvo el porro. Digo no en voz baja. Lo mata con la lengua, lo deja a un lado, como buen veterano, en un escalón. Claro que sí, mi pana, está escrito, comenta la sombra mujer, o sea que no te ofendás ni ocupés con la muerte, me recomienda, que eso ya está a cuestas. Yo trato de seguir el consejo tácito pero evidente de Lezama en el tramo final de Paradiso, su consejo no dicho pero potente, en las diez o quince páginas que añadió cuando el libro estaba ya en imprenta: trato de hacer algo de silencio o al menos desobedecer, trato de no hacerle caso a nada que aparezca con el atuendo de autoridad falsa o real y yo no sienta aparejarse con la luz u oscuridad precedentes de mi criterio. La vida es delicada, un peligro. Vuelvo a decir no, pasito. Esa voz mía parecida al descanso halla una correspondencia íntima con la vibración oculta de los escaños de la noche. Al poco la respiración del ángel se siente dura, como si le excitara mucho estar a mi lado. Susurro apenas: hay atajos. Entonces el otro toma aire con fuerza y dice de prisa, molesto, con el tono enfadado de una hippie irredenta: hablá claro a ver si te arreglo con el mandao.
Esto que cuento acá no se lo he dicho antes a nadie, ni a Cruz, ni a Adri, a nadie, ni a mi psiquiatra de antes, a mi psicoanalista de a ratos, a mi confesora de siempre, la página salteada de blancos. Esas fueron sus palabras del parecido andamio a las estructuras de Fellini en Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), y yo no las tengo grabadas en ningún casete de video limpio ni las reproduje en el relato sucio de Diario de viaje porque no me atrevía a contar lo que muchos años más tarde ya sí deduje, quién era el gago que me estaba hablando sin gaguear. Quise pensar dos veces o por lado y lado lo que con el rostro transparente de Isabelle Adjani y esas gafas de rábula él me había dicho. Era como si me conociera, pero yo no adivinaba quién era. Cogí del suelo la colilla, al lado de su zapatote embarrado, el resto de yerba o ambrosía que me había compartido, me lo metí así frío a la boca, lo saboreé y lo remojé y masqué goloso, pensando en la Negra, Diana –la hermana de *** (que actúa en Rodrigo D [Gaviria, 1990], una de las varias que frentea sin miedo al varón en esa película, amadora, hermosa, puro rocanrol), no sé por qué pensé en ella, en el fleco que yo quedaba vuelto con ella, viuda y madre joven, bien casada con el sujeto odiado de una novela paisa famosa, del Medellín puro y duro (el hermano menor de los ***)–, Dianita, como si nos restregáramos otra vez en todos los yerbazales de El Diamante, templando los tres a las tres de la tarde, las tres. Me oí decir clarito no voy a decir lo que pienso, calidá, ni que esto es un sueño, mi pana, o que vos estás vivo, yo eso no lo digo, no se lo sostengo a nadie. Él se rió. No no, gagueando, no entiendo, esperá. No estás, no estás diciendo nada, me alegó. Ya no tengo nada que decir, le confesé. Pero a esa con, a esa conclusión llegás, supuso él, y en sus últimas palabras, yo no puedo, se fue con un suspiro y un ay débil, ya lejano.
En las escaleras no había nadie.
Quedé yo con sus cenizas tibias en la boca y no volví a oír nada, a sentir nada sino esa lloviznita venteada y un frío en las güevas que solo volvería a sentir la noche aquella de años más tarde en que me morí, en que estuve muerto un rato largo, dos ratos, mejor dicho, por dentro y por fuera, distintos, muerto. Frente a mí, en el aire, unas letras amarillas de bordes azulosos comenzaron a escribirse sobre el levantado suelo de la noche, chispeando, como en el libro del profeta Daniel, pero sin mano, sin dedo divino que las trazara. Una sobre otra, letra por letra, y se desvanecieron como un solo punto rojizo, sombrío, que era todo y decía:
via je per pe tuo
Me di cuenta de una cosa, para siempre (estoy delatando un poder propio pero atribuido). Podía bajar por las escaleras, podía subir, podía seguir sentado. Es tan fácil. No es que hubiera visto todo lo que me sucedería de allí en adelante, pero supe que cada casilla del espacio tiempo sería y estaba siendo ya mismo ocupada por mi dejación. Había, hay un camino de adentros en el que no hay nada. Por ahí me devuelvo y lo hago mío, no es nada. Es mío, y así con vos, pues: sos lo que no es, y en sentido contrario. Lo que no hay es lo que somos. Estoy siendo tan claro como puedo, y tiene que ver todo con el tiempo, con el cine, con la crítica, con la existencia, incluso con la realidad. Pero si la realidad no son los hechos, o sea: si los hechos no están dados y nada está escrito desde antes o incluso después y todo se puede desleír… El misterio, póngale cuidao, el misterio no dicho / se hace dicho y dicha / desdichos, la vida un canto / al amanecer, el arte una suma negativa / de tropiezos. Quise dejar de respirar sin hacer repulsa, sin esfuerzo, vi que podía, y ahí sí se fue todo… Estaba respirando ya solo para mis adentros, ausente, esto sí es, tal vez, lo satánico propiamente hablando, digámoslo así, en un recinto sin luz que salía de mi corazón, como esos fetos sin suerte que crecen hacia afuera de la piel. Pero esto sí que era tener suerte. No diré lo que oí, en otro idioma, sino que, al cabo de un rato, supe que toda la vida, toda, hemos tenido los ojos cerrados. Temí abrirlos, no te imaginás cuánto lo temí, y no por mí. Decidí quedarme quieto, quiero decir, los párpados me temblaban, pero solo miré a fondo su carnación tenue poblada de cocuyos en las foscas del ser. Entonces, a lo lejos, sin demora, divina gracia, serena y maleva, sentí música, gritos. Eran unos tambores, pero sonaban como flautas, unas chirimías que pronunciaban cosas. Decían la sinusoide varia, esta provecta manantiala. Iban callando algo la son de las tamboras verdes. Por mí que lo decían hecho pero por ti silvestre, y lo que queda, perdida en el sueño, vos sabés que estoy despierto, es lo que fuere.
Si abres los ojos verás terreno.
No me mires, por favor, nunca más.
Ahora el trueno.
¿Usted qué está haciendo aquí? Parce, me senté a pensar, Cruz, en lo que nos va a pasar a vos y a mí esta noche si salimos a grabar, no salgamos a grabar a Cristian, Cruz, ni a recibir el reconocimiento que nos hará hundir en la noche de la noche, no, no salgamos a entender que sobramos, parce, que sobramos, a vivirlo, no salgamos ya a pasar tan bueno y cosechar la toalla, a patear las mieles de la poesía, a saborear la lonchera del reportero maldito, pana, del crítico ambientalista en el fin de los grandes relatos, no hay que hacer, no hay que hacer, la Tierra no existe… Oíme: vos fuiste al baño común, Cruz, de las residencias, porque las aguas te llevaban y nos llevan a tantos lados que no podríamos saberlo, y te topás conmigo en un sueño, tené cuidado, no me despertés, si salimos vamos a enredar la pita del agua, mi llave, no me propongás nada. Salgamos ya, dice Cruz sin pensarlo, hay una rumba con la Grisales y seguro van a dar concho (o sea, cocaína pura). ¡Güevón!, nos van a abrir los ojos, yo ya sé, ya me dijeron. Quién te dijo. El valluno, parce, el hijo de la turba ilustre… el de los renegados leales. ¿Fue ese man? Cruz se dio cuenta de una. Pero nada sirve para nada, Santi. Ante esa frase, ya no tuve que decir: Cruz no era menos. Cruz era el otro batallador del confín silvestre, de la vida noche. No vaya a abrir los ojos.
Estese quieto.
Padre, tengo miedo.
Su padre ya no está aquí.
Ahora Cruz me guiaba por la calle de la Sierpe, blanco, blanco, no era el escritor caleño, por la de los Estribos, era el otro de la vida noche, y todo vacío. De repente, saca la cámara que yo le había devuelto y empezamos a grabar. Bajábamos frente a balcones coloniales, por la calle de las Damas, frente a tiendas lujosas de hace siglos, iluminadas al lado de ruinas esplendentes, y todo vacío, bajábamos por la calle llana, mi pana, por la calle plana. Pasame la cámara, le digo, estoy ardido, quiero grabar este vacío pleno, sombroso, ruinoso, que baja como al infierno más lujoso, vos hablá, preguntanos, hablá con la noche, Cruz, a ver qué te decimos. Parce, me dice él, quién dice no, esto es de todos, ya sí. Poner a hablar al camarógrafo, madre, sí, eso era el sentido del absurdo. ¿Qué estás viendo?, pero en serio…
Ahí viene alguien.
Era Cristian.
Compañera, Negra parcera, como la noche, Diana Cazadora, la piel erizada no es del sinfín.
Isabelle Adjani en La historia de Adela H. (L'histoire d'Adèle H., Truffaut, 1975), a quien la cineasta Patricia Restrepo comparaba con Caicedo sin gafas, y sobre todo en esa película por el carácter enfermizo de amor (como el de Adela Hugo) de quien fuera su novio
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Las entregas cargan nuestras ideas sobre las nuevas y viejas cosas que nos interesan. Ese caleidoscopio de certezas e incertidumbres nos sirve para pensar el mundo que el cine crea.
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