La catalana Isabel Coixet, de quien veremos muy pronto La Librería, película que se alzó, este año, con tres premios Goyas, merece un lugar de privilegio en este apartado más que por el circuito por donde circulan sus cintas por los temas que trata y cómo los enfoca.
En esa oportunidad lloró, rió y expresó, con enorme sinceridad, que no se lo creía. No ha sido fácil para ella llegar hasta aquí, aunque solo en los últimos años lo ha declarado, en las decenas de entrevistas que le hacen en la prensa española, de manera permanente, y en la prensa internacional, en los últimos meses con motivo del auge mediático del independentismo en Cataluña, su patria chica. Coixet ha sido reiterativa en expresar que a las mujeres directoras les toca el triple de duro que a los hombres para triunfar y extiende también esta reflexión a las profesiones del resto de sus congéneres porque como feminista no desaprovecha oportunidad para elevar su voz contra el patriarcado y la inequidad. De hecho, ha contado que, por ejemplo, aunque no sea gritona, en más de una oportunidad le ha tocado sobreactuar y darle puños a la mesa para que en el set se haga orden o para que sigan alguna de sus instrucciones. También ha relatado que, en varias oportunidades, cuando ha tenido que irse a grabar fuera de España, la pregunta recurrente es con quién dejará a su hija, hoy de 20 años, cuestión por la que nunca se le indaga, por ejemplo, a Steven Spielberg, que tiene siete hijos, o a George Lucas, que también es padre, para citar tan solo dos casos. En los últimos tiempos ha unido sus reclamos contra el machismo tradicional en las actividades diarias a el maltrato generalizado cuando se pasa de los cincuenta años. Comenta, con ironía, que el término acuñado en Estados Unidos como “ageism” no es solo para actores y actrices que pasan cierta edad y ya no les escriben pape- les, sino también para las directoras de cine, a quienes se las mira como especies en extinción. Por fortuna, ahí está la francesa Agnés Varda, que sigue filmando a sus ochenta y pico, o Marta Rodríguez, nuestra veterana y prolífica cineasta que sigue trabajando.
Comienzos
Nacida en la coqueta y hermosa Barcelona, en Gracia, uno de los barrios más emblemáticos y burgueses. Parecía signada a ser lo que es cuando sus padres le regalaron, el día de Primera Comunión, una cámara 8 m.m. Sus familiares le preguntaban qué papeles quería interpretar y ella respondía tajante que no deseaba ser actriz sino hacer películas. Sus interrogadores le acariciaban la cabeza sin musitar palabra. Luego, su afición maduró con las idas al cine, cada jueves, con sus padres, a ver una película clásica o en esas largas noches mirando sin parpadear los excelentes ciclos de cine que ofrecía televisión española. Tenía 14 años y recuerda uno de Joseph Losey del que no se perdió un solo título y ahí aprendió que era una puesta de escena o un flashback. Estudiaría, luego, en la Universidad de Barcelona, Historia, especializándose en los siglos XVIII y XIX, pero su primer trabajo fue en publicidad redactando anuncios, hasta que un día se hartó y se fue a Londres. Y ahí vino otro mila- gro. Algún día, en una librería de viejos, se encontró un averiado ejemplar de John Berger, titulado Ways of Seeing (Maneras de ver) que le desbarató todos los esquemas de vida que hasta ese momento parecían inamovibles. “En 20 páginas y 12 paradas de metro (vivía a las afueras de Londres) el acto de ver adquirió brillantez y un sentido que siempre me había sido esquivo: mirar es encontrar”, contó emocionada a un periodista. Estas anécdotas ilustran esos antecedentes de la siempre interesante y singular Isabel Coixet que, sin embargo, ha repetido que no solo son la obcecación ni el talento las cualidades que te permiten conseguir ser alguien en ese esquivo mundo del cine. “Hay que obsesionarse, si se quiere triunfar”, afirma. Comenzó su carrera escribiendo guio- nes que califica, sin vergüenza, de pedantes que enviaba a productores, sin ninguna suerte. Hasta que gustó el de:Demasiado viejo para morir joven y gracias a la Ley Miró, 1983, de Protección a la Cinematografía Española, por la que se hicieron muchas óperas primas, ella consiguió que ese relato se viera en la pantalla, bajo su batuta. Esa, su primera película, fue premiada con el Goya a la mejor dirección novel.
Pasaje con regreso
Y ahí despegó a trabajar en el exterior. Se fue a rodar a Estados Unidos porque era mucho más fácil hacer películas allá que en España donde había que pedir muchos permisos y cumplir con una serie de requisitos, según contó. Su primera estación fue en un pequeño pueblo de Oregon donde filmó Cosas que nunca te dije (1996) que la consagró. Su estilo directo, intimista, muy sobrio, sin hacer concesiones, gustó. Luego vino, Mi vida sin mí (2005), que está basada en la historia de una mujer a la que la diagnostican cáncer y hace una larga lista de las cosas que quiere que hagan los suyos cuando ya no esté viva. Hasta le aconseja a su marido con quién debe volverse a casar. Esta película que, en apariencia puede parecer triste y melancólica, es lo contrario: un canto a la vida, al hermoso legado de partir sin generar problemas adicionales a los que quedan. Y otra vez ese estilo llano, decidido a escarbar en el fondo de las personas sentimientos complejos. Japón, la ha seducido y allá se fue a filmar Mapa de los sonidos de Tokio (2009), con el reconocido actor español Sergi López y la japonesa Rinko Kuikuchi. Es la más sexual de las películas de Coixet. Antes había hecho La vida secreta de las palabras (2006), que nació de su participación en una Festival de Periodismo Político en Francia y que ella calificó como el viaje al corazón de la tortura. En 2008, consagrada, reconocida y empoderada, se fue a Hollywood a dirigir Elegy, basada en la novela The dying animal, del recientemente fallecido escritor norteamericano Philiph Roth. Sus actores fueron la talentosa actriz española Penélope Cruz y Ben Kingsley. Que la hubieran escogido para este proyecto le dio miedo, confesó, por tratarse de una adaptación del galar- donado Roth y por esos pesos pesados de la actuación. Como se trató de un encargo esta cinta es de las menos personales de la directora catalana y poco o nada espe- cial. Está llena de lugares comunes. La salvan los dos estupendos actores. En la televisión por cable la ponen una y otra vez. Y ahí está bien. Otra de sus más importantes cintas es Nadie quiere la noche, (2015), con la siempre magnífica Juliette Binoche, que filmó en un pueblo de Noruega, a 23° bajo cero y que narra el encuentro de dos mujeres de procedencias muy distintas que deben convi- vir y pasar por situaciones de aislamiento y soledad. En su haber tienen especial sitio varios documentales encar- gados como Marea Blanca, que narra el hundimiento del Prestige en las Costas Gallegas con 77 mil toneladas de petróleo, lo que dio a lugar a una de las tragedias ecológi- cas más graves de los últimos tiempos, pero a la vez a la solidaridad de 200 mil voluntarios de España y otros rincones del mundo para limpiar las playas. Su mirada incisiva recoge testimonios de los gallegos y de algunos de esos “extranjeros” que cumplieron jornadas agotadoras, en las que hubo espacio para enamorarse y hasta para traer nuevos seres al mundo. Otro documental, con una temática totalmente distinta es Bastille, grabado en París y que hace parte de los 18 cortometrajes que componen la película Paris Je t’aime, en la que directores diversos le hacen un homenaje a la hermosa capital francesas, al amor y al desamor. no es de extrañar que ya esté adelantada en la filmación de su próxima historia. Una que se desarrolla a comienzos del siglo pasado en un pueblo de la profunda Galicia. Se trata de la poco común, para esos años, historia de amor entre dos lesbianas, que hace que una de ellas se convierta en hombre para que el cura del pueblo las case, en una época en que era impensable que se aceptara un matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Promete este drama que, por ahora, pasa solo por ser una historia de no creer
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ISABEL COIXET
Sutil, decidida y poco obvia
La catalana Isabel Coixet, de quien veremos muy pronto La Librería, película que se alzó, este año, con tres premios Goyas, merece un lugar de privilegio en este apartado más que por el circuito por donde circulan sus cintas por los temas que trata y cómo los enfoca.
En esa oportunidad lloró, rió y expresó, con enorme sinceridad, que no se lo creía. No ha sido fácil para ella llegar hasta aquí, aunque solo en los últimos años lo ha declarado, en las decenas de entrevistas que le hacen en la prensa española, de manera permanente, y en la prensa internacional, en los últimos meses con motivo del auge mediático del independentismo en Cataluña, su patria chica. Coixet ha sido reiterativa en expresar que a las mujeres directoras les toca el triple de duro que a los hombres para triunfar y extiende también esta reflexión a las profesiones del resto de sus congéneres porque como feminista no desaprovecha oportunidad para elevar su voz contra el patriarcado y la inequidad. De hecho, ha contado que, por ejemplo, aunque no sea gritona, en más de una oportunidad le ha tocado sobreactuar y darle puños a la mesa para que en el set se haga orden o para que sigan alguna de sus instrucciones. También ha relatado que, en varias oportunidades, cuando ha tenido que irse a grabar fuera de España, la pregunta recurrente es con quién dejará a su hija, hoy de 20 años, cuestión por la que nunca se le indaga, por ejemplo, a Steven Spielberg, que tiene siete hijos, o a George Lucas, que también es padre, para citar tan solo dos casos. En los últimos tiempos ha unido sus reclamos contra el machismo tradicional en las actividades diarias a el maltrato generalizado cuando se pasa de los cincuenta años. Comenta, con ironía, que el término acuñado en Estados Unidos como “ageism” no es solo para actores y actrices que pasan cierta edad y ya no les escriben pape- les, sino también para las directoras de cine, a quienes se las mira como especies en extinción. Por fortuna, ahí está la francesa Agnés Varda, que sigue filmando a sus ochenta y pico, o Marta Rodríguez, nuestra veterana y prolífica cineasta que sigue trabajando.
Comienzos
Nacida en la coqueta y hermosa Barcelona, en Gracia, uno de los barrios más emblemáticos y burgueses. Parecía signada a ser lo que es cuando sus padres le regalaron, el día de Primera Comunión, una cámara 8 m.m. Sus familiares le preguntaban qué papeles quería interpretar y ella respondía tajante que no deseaba ser actriz sino hacer películas. Sus interrogadores le acariciaban la cabeza sin musitar palabra. Luego, su afición maduró con las idas al cine, cada jueves, con sus padres, a ver una película clásica o en esas largas noches mirando sin parpadear los excelentes ciclos de cine que ofrecía televisión española. Tenía 14 años y recuerda uno de Joseph Losey del que no se perdió un solo título y ahí aprendió que era una puesta de escena o un flashback. Estudiaría, luego, en la Universidad de Barcelona, Historia, especializándose en los siglos XVIII y XIX, pero su primer trabajo fue en publicidad redactando anuncios, hasta que un día se hartó y se fue a Londres. Y ahí vino otro mila- gro. Algún día, en una librería de viejos, se encontró un averiado ejemplar de John Berger, titulado Ways of Seeing (Maneras de ver) que le desbarató todos los esquemas de vida que hasta ese momento parecían inamovibles. “En 20 páginas y 12 paradas de metro (vivía a las afueras de Londres) el acto de ver adquirió brillantez y un sentido que siempre me había sido esquivo: mirar es encontrar”, contó emocionada a un periodista. Estas anécdotas ilustran esos antecedentes de la siempre interesante y singular Isabel Coixet que, sin embargo, ha repetido que no solo son la obcecación ni el talento las cualidades que te permiten conseguir ser alguien en ese esquivo mundo del cine. “Hay que obsesionarse, si se quiere triunfar”, afirma. Comenzó su carrera escribiendo guio- nes que califica, sin vergüenza, de pedantes que enviaba a productores, sin ninguna suerte. Hasta que gustó el de:Demasiado viejo para morir joven y gracias a la Ley Miró, 1983, de Protección a la Cinematografía Española, por la que se hicieron muchas óperas primas, ella consiguió que ese relato se viera en la pantalla, bajo su batuta. Esa, su primera película, fue premiada con el Goya a la mejor dirección novel.
Pasaje con regreso
Y ahí despegó a trabajar en el exterior. Se fue a rodar a Estados Unidos porque era mucho más fácil hacer películas allá que en España donde había que pedir muchos permisos y cumplir con una serie de requisitos, según contó. Su primera estación fue en un pequeño pueblo de Oregon donde filmó Cosas que nunca te dije (1996) que la consagró. Su estilo directo, intimista, muy sobrio, sin hacer concesiones, gustó. Luego vino, Mi vida sin mí (2005), que está basada en la historia de una mujer a la que la diagnostican cáncer y hace una larga lista de las cosas que quiere que hagan los suyos cuando ya no esté viva. Hasta le aconseja a su marido con quién debe volverse a casar. Esta película que, en apariencia puede parecer triste y melancólica, es lo contrario: un canto a la vida, al hermoso legado de partir sin generar problemas adicionales a los que quedan. Y otra vez ese estilo llano, decidido a escarbar en el fondo de las personas sentimientos complejos. Japón, la ha seducido y allá se fue a filmar Mapa de los sonidos de Tokio (2009), con el reconocido actor español Sergi López y la japonesa Rinko Kuikuchi. Es la más sexual de las películas de Coixet. Antes había hecho La vida secreta de las palabras (2006), que nació de su participación en una Festival de Periodismo Político en Francia y que ella calificó como el viaje al corazón de la tortura. En 2008, consagrada, reconocida y empoderada, se fue a Hollywood a dirigir Elegy, basada en la novela The dying animal, del recientemente fallecido escritor norteamericano Philiph Roth. Sus actores fueron la talentosa actriz española Penélope Cruz y Ben Kingsley. Que la hubieran escogido para este proyecto le dio miedo, confesó, por tratarse de una adaptación del galar- donado Roth y por esos pesos pesados de la actuación. Como se trató de un encargo esta cinta es de las menos personales de la directora catalana y poco o nada espe- cial. Está llena de lugares comunes. La salvan los dos estupendos actores. En la televisión por cable la ponen una y otra vez. Y ahí está bien. Otra de sus más importantes cintas es Nadie quiere la noche, (2015), con la siempre magnífica Juliette Binoche, que filmó en un pueblo de Noruega, a 23° bajo cero y que narra el encuentro de dos mujeres de procedencias muy distintas que deben convi- vir y pasar por situaciones de aislamiento y soledad. En su haber tienen especial sitio varios documentales encar- gados como Marea Blanca, que narra el hundimiento del Prestige en las Costas Gallegas con 77 mil toneladas de petróleo, lo que dio a lugar a una de las tragedias ecológi- cas más graves de los últimos tiempos, pero a la vez a la solidaridad de 200 mil voluntarios de España y otros rincones del mundo para limpiar las playas. Su mirada incisiva recoge testimonios de los gallegos y de algunos de esos “extranjeros” que cumplieron jornadas agotadoras, en las que hubo espacio para enamorarse y hasta para traer nuevos seres al mundo. Otro documental, con una temática totalmente distinta es Bastille, grabado en París y que hace parte de los 18 cortometrajes que componen la película Paris Je t’aime, en la que directores diversos le hacen un homenaje a la hermosa capital francesas, al amor y al desamor. no es de extrañar que ya esté adelantada en la filmación de su próxima historia. Una que se desarrolla a comienzos del siglo pasado en un pueblo de la profunda Galicia. Se trata de la poco común, para esos años, historia de amor entre dos lesbianas, que hace que una de ellas se convierta en hombre para que el cura del pueblo las case, en una época en que era impensable que se aceptara un matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Promete este drama que, por ahora, pasa solo por ser una historia de no creer
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