“La vida, la existencia, la realidad, están formados por miles de átomos dramáticos que se desplazan flotando por el aire y que pasan delante de nuestros ojos. Un átomo dramático está configurado por una minúscula obra que progresa, es decir, por un instante que tiene un desarrollo mínimo por pequeño que sea.”
De Filmar lo que no se ve – Patricio Guzmán
La reminiscencia más abrumadora que tengo del territorio es la contingencia de una aporía irremediable. La contemplación de un rasgo sagrado quebrantado que me hace pensar en la Macunaíma de Mário Andrade, la polisémica novela del brasileño me señala unos horizontes precisos. Hablar de actos de creación singularizados en una nación fragmentada, no sólo por los conflictos atemporales del territorio y la insidia del narcotráfico, sino por las imbricadas cosmogonías de los diversos pueblos que trasiegan por ella, obligan a métodos discursivos distintos. La reflexión del espacio nos produce múltiples imaginarios que resignifican el velo transitorio que la tradición y la costumbre alecciona sobre la realidad cotidiana para posteriormente descentralizarla. El escenario se vuelve disputa política, pero también fecundidad cósmica para recrearnos entre todos como experiencia indeterminada de la historia, no la que engullimos en la institución de vigilancia; una que está más cercana a Las enseñanzas de don Juan, del esencial Carlos Castañeda. Así, la pesquisa de la segunda obra cinematográfica es la mera excusa procedural para confrontar el espacio articulado de un discurso inerme; no caer en la equivocación del ultraje del colono que hace suya la ancestralidad de los suelos que taja a golpe seco de peinilla. Evidentemente, la médula de la búsqueda de una segunda obra queda inscrita en la estructura rizomática, una que apela a la multiplicidad de sentido equívoco. Preguntar por los pormenores para realizar una película me terminó conduciendo a los filamentos subrepticios de un conocimiento de carácter impredecible y por lo tanto valioso. La delimitación torpedea y la deriva, en cambio, es fecunda. Por la desembocadura del río Caquetá vislumbré un mundo sin periodicidad. Tratar de dar noción cronológica a este escrito es traicionar al territorio y a los seres que lo hicieron posible.
Este texto tendría que dar cuenta de un fenómeno concreto en la parte sur del país: la temida segunda obra cinematográfica. Ahora que estamos abultados de prodigios, óperas primas con “sustancia” viajan por todo el mundo recolectando palmarés de festivales transoceánicos, granjeando el prestigio cultural huidizo. Más allá de obnubilados jurados en la Europa septentrional o en el sudeste asiático, se avizoran síntomas ineludibles. Emerge más producción. La subvención estatal cobija las incipientes miradas a través de diversos estímulos. Se crean ejes de enunciación del “otro” en los enclaves urbanos como Bogotá, Cali o Medellín, pero también se incentiva mediante la figura del “relato regional” una tradición intuitiva de figuración de los pueblos de la diáspora, los que imaginábamos más allá del simulacro volátil de su representación en los medios de comunicación. Pero la inmersión implica sacrificio. Al pintar el boscaje inmediato es inevitable toparse con la senda de la raíz; pretensión mía infinita decir que vislumbré el contorno del entramado de la raíz regional, pero sí alcancé a jalonear su impacto. Me ceñiré, pues, al boceto, a la potencia del apunte iniciático como bien lo hace Pasolini con sus apuntes cinematográficos (Appunti per un'Orestiade africana). El apunte a medio fabricar como artefacto escurridizo de los formalismos. Al texto transversalmente lo cotejará un flujo oratorio que se antepondrá a mis reflexiones sucintas sobre territorio y sobre los procesos creativos de los realizadores elegidos. Me aferro a Alberto Ruiz de Samaniego y a Roberto Bolaño para nombrar al texto “Umbral de la segunda obra: Derivas del autor y el territorio” pensando en ese magistral ensayo del chileno sobre la literatura argentina titulado. “Derivas de la pesada”.
Encuentros por la desembocadura del fin del mundo
Lejos de los Raudales del Araracuara, por las inmediaciones del río Caquetá, una anciana Muina Murui despacha una última enseñanza reveladora a un colono aún más vapuleado por los decaimientos del trópico y la manigua. La enseñanza le llega como un rumor débil, pero sus ojos entornados se abren abruptamente como un abanico. ¿Qué le dijo la anciana Murui al forastero?
Por el mismo río Caquetá navegan una comunicadora social y el hijo de un importante líder indígena muerto en un funesto accidente aéreo. La comunicadora documenta el viaje que hace por el afluente. El joven pensativo recorta paisaje con la mirada obnubilada en una suerte de delirio donde las malokas de su pueblo se amalgaman con el dragado de los barcos mineros. Las rutas carmines que dejó la bonanza cauchera son ahora reemplazadas por embarcaciones paquidérmicas que desentrañan el Caquetá como lo hacían los subalternos sanguinarios de Julio César Arana, a punta de carabinas contra los muinane y los bora de La Chorrera. Tanto la comunicadora como el joven siguen río abajo hacía Peña Roja a visitar la tumba del líder Daniel Matapí. Ya es tarde, sin necesidad de cruzarse mayores palabras, ambos son conscientes de que están asistiendo a un progresivo funeral en forma de cauce seco.
A trescientos kilómetros de Florencia, por La Serranía de La Macarena, un biólogo-cineasta filma con una pequeña cámara el nado grácil de un niño-guía que surca las aguas de los pozos coloridos de Caño Cristales evocando el espíritu de las películas más íntimas del realizador neerlandés Johan van der Keuken. Un centro neurálgico operacional de la antigua guerrilla FARC-EP es ahora el terreno fértil de creación de dos personas inmersas en el tapiz arcoíris de las aguas que pronto serán sustrato de un catálogo vacacional que rezará en medio de panorámica “Caño Cristales: El río más hermoso del mundo”¿Por qué el biólogo, en vez de filmar el ocaso de las aguas pigmentadas por las plantas acuáticas, se decanta por un joven de La Serranía y su ingenuo nadar?
Más cerca aún de Florencia, existe un lugar que con su sola mención se pliega el imaginario como el aleph borgiano. Belén de los Andaquíes, alguna vez condecorado como uno de los municipios “con el nombre más bello de Colombia”. Los Andakí, reconocidos guerreros de históricas sublevaciones en la época de la conquista aportaron a la sonoridad inusual del nombre de este enclave urbano que basculaba a comienzos del siglo XXI entre los hostigamientos de los grupos armados y las manifestaciones artísticas de sus habitantes. Uno de esos casos inusuales es el de Alirio González, fundador de la Escuela Audiovisual Infantil. Como si el tren cinematográfico de Medvedkin quedara para siempre suspendido en Belén de los Andaquies, la escuela de Alirio hará de la artesanía de filmar un ejercicio de vida en sí mismo. Su rostro y el de sus estudiantes se dejan visionar con regularidad en reportajes y crónicas. ¿Qué tiene que ver este maestro sin pretensión de maestro y sus entusiastas jóvenes-discípulos con los casos anteriormente descritos?
En el antiguo sector de Los silos de Idema, en Florencia, un colectivo audiovisual intenta hacer una producción cinematográfica sobre el ambil (pasta negra que se obtiene a partir de la cocción de hojas de tabaco para luego mezclarse con sales vegetales alcalinas). No recuerdo el nombre del proyecto. Llevaba las palabras ambil y universo implícitas en el título. Los silos funcionaban en el pasado como una central de abasto donde el Idema compraba lo que producían los campesinos de la época para garantizar una supuesta estabilidad en los precios. Pero Los silos son ahora una gigante catatumba vertical atiborrada de murciélagos. El colectivo empezó a experimentar extrañas desapariciones de sus equipos de filmación y varios de sus miembros comenzaron a languidecer ante advenedizas fiebres. El productor de ese proyecto sobre el ambil me narraba, entre el vértigo del entusiasmo y la pausa de la lobreguez, que el equipo de filmación tuvo que ir hasta el mambeadero de la Maloka más cercana, literalmente “para afrontar las energías que no querían dejar terminar la película con el poder de la palabra sanadora del pueblo Murui”. Murui como la anciana agonizante a orillas del Caquetá. Esa simbiosis entre el cine y el rito me conmueve profundamente. Los realizadores caqueteños pudieron terminar su película sobre el ambil en medio de las ruinas de Los silos. Tal vez su cuento sea la alegoría más funesta y clara del quehacer cinematográfico en la región amazónica. Conjura, fuerzas en pugna, enfermedad, limpieza, viaje y regreso en silencio. Esta tierra deja de ser el escenario lúgubre del corazón del colono que tanto inquietó a Germán Castro Caycedo y a José Eustasio Rivera. La tierra tiembla, la tierra tiembla, como aquél clásico de Luchino Visconti.
Recuento. Un biólogo-cineasta en Caño Cristales. Una moribunda indígena y sus enseñanzas. Un viaje hacia el legado de un líder en medio de una pesadilla. Un particular sujeto y sus estudiantes filmando historias en medio de la tierra donde el olvido entrega sus mejores cosechas y un colectivo caqueteño que hace cine en medio de mambeaderos y ruinas. ¿Qué los une, además del territorio?
“Permanecerá el pueblo, renacerá la palabra. No perecerá el rostro”. Son apenas fragmentos de relámpago de la poesía nahua de Natalio Hernández Xocoyotzin. El poeta de Ixhuatlán de Madero podría haberle gritado esas líneas al río Orteguaza o al Putumayo, frente a los contornos abismales de los cananguchales caqueteños. ¿Podría la anciana murui en su lengua susurrarle al forastero algo similar a la poesía nahua? Para el forastero habría sido un bramido musitado.
Grabados que sirvieron como inspiración para la ópera prima de Quintero
Guillermo Quintero: Más cerca de Thoreau que de Humboldt
El biólogo-cineasta que filma en la serranía a un joven-guía nadar a través del caño ya había realizado previamente una película sobre su maestro de botánica y el nuevo pupilo de este. Dicha película se llamó Homo Botanicus. Pensaba en la Comisión Corográfica de la Nueva Granada de Agustín Codazzi, esa cuantificación imperiosa del territorio, de sus seculares terrenos baldíos a los ojos interoceánicos de sus expedicionarios burgomaestres. Pero el maestro Julio Betancur y su ayudante Cristian Castro me recordaban a los personajes de El Reino, de Emmanuel Carrère. Pablo de Tarso podría ser Julio, solo que el profesor no se cayó de ningún caballo ante la luz sacra de la deidad posesa. Su epifanía estaba concitada alrededor de las orquídeas perdigadas por todo lo ancho de la cordillera de los Andes. Los bocetos del maestro Betancur y sus reflexiones no responden a una labor evangelizadora; para el maestro, inventariar el jardín inabarcable del territorio es la lucha profesa contra los tiempos vertiginosos de devastación moderna, la escisión más radical del hombre-primate de su entorno. El alumno, Cristian Castro, sería entonces el evangelista Lucas: crítico y apasionado con una fe infranqueable sigue al maestro. El biólogo se llama Guillermo Quintero. Bogotano, actualmente radicado en París, viaja de vez en cuando a las llanuras del Meta para hacer una segunda película llamada Río Rojo:
“Lo observé durante un buen tiempo, parecía estar en total ósmosis con el lugar, conocía cada pozo, cada rincón, cada meandro del caño. Me acerqué a él y empezamos a hablar. Me contó entonces que pasaba la mayor parte del tiempo explorando los alrededores del río. Habló de la zona como un explorador experimentado, orgulloso de conocerla bien y de poder contármelo.
Después de ese primer encuentro mi cámara comenzó a interesarse por él. En las jornadas que siguieron a esa charla nocturna comencé a filmarlo mientras saltaba de una roca a la otra, mientras se bañaba en los pozos coloridos, mientras nadaba con avidez de un lado a otro, siempre jugueteando, consciente de la presencia de mi lente… Poco a poco construía, así, sin saberlo, las primeras imágenes de investigación del proyecto”.
Una vez me pregunté de las certezas escurridizas del nacimiento de una película. ¿En qué momento nace una película? Guillermo Quintero, como buen alumno aventajado de Julio Betancur, me deja avizorar el contorno etéreo de esas certezas.
La mirada de María José a orillas del Caquetá
La nave va por el río Caquetá hacía Peña Colorada. La película infinita realizada por una comunicadora social bogotana también como Guillermo. Esta mujer que llamaremos de ahora en adelante María José ha sido devorada por la boca mística del Amazonas; su destino no ha sido la del protagonista de Mi alma se la dejo al diablo. María José no es Benjamín Cubillos ni Arturo Cova. El corazón de ella está lejos de los atavíos del libertinaje del colono viciado. La mueve el motor del ensueño que provoca el territorio místico amazónico así como a Coleridge los sueños le dictan sus versos. María José hace parte de un grupo denominado “Entropika” donde varios conservacionistas de múltiples áreas del conocimiento contribuyen a la protección de la biodiversidad tropical. Se realizan proyectos con las comunidades locales, se ejecutan talleres y se forjan lazos de cooperación entre los líderes territoriales y los voluntarios del Parque Nacional Amacayacu en Leticia. Todo se teje a través de la cooperación interdisciplinaria; es en ese espacio donde María José conoce a Daniel Matapí, un líder muy admirado entre las comunidades de la Amazonía y un vínculo vital entre los pueblos indígenas de la región y la fundación. El líder Matapí muere en un accidente mientras viajaba en una avioneta hacia Bogotá a cumplir con sus labores. Hasta este punto ya saben de lo que hablo. El joven que acompaña a María José hacía Peña Colorada es el hijo de Daniel Matapí,
Es un tema que vengo investigando hace mucho tiempo. En la frontera con el Perú, es sobre el tráfico de fauna, sobretodo entre Leticia y Puerto Alegría. Es una idea que he querido trabajar desde hace mucho tiempo pero para esa época estaba muy “caliente la cosa” y sentí que no era el momento indicado entonces comencé a abarcar el tema de la minería, no quiere decir que sea un tema menos caliente, pero la manera de enfocarlo en Amoka, mi primer largometraje, no es un dispositivo de mera denuncia sino que da cuenta de los impactos que damos por inadvertidos.
De una manera parsimoniosa, la realizadora bogotana evidencia con su cinematografía las múltiples capas de un trauma enlodado de sistemático borrado de la memoria colectiva, donde la apariencia de ausencia de conflicto social se disfraza de etnografía cultural. María José elige un dispositivo fabulador que empuja el relato. Un cauce que arrastra transversalmente otros conflictos; pensemos en el cine de Rithy Panh o el de Diego García Moreno. Ella está embarcada en un nuevo cauce, a bordo de un navío más riesgoso y de herida reciente, el tráfico de especies. Su búsqueda se atestigua en este trabajo y la nave va. Ahora hacia Bélen de los Andaquíes.
Jugué mi mirada al azar y me la ganó el cine
Seguí como un inquisidor los meandros de la segunda obra cinematográfica en dos casos de estudio. Eran películas que ocurrían en la Amazonía y la Orinoquía. Para llegar a ellas había que atravesar ríos, y como Conrad atravesó los del Congo del tiránico Leopoldo II. Creo fervorosamente en los dos realizadores que entrevisté. En el dadivoso y talentoso botánico de la serranía y la apasionada y aventurera comunicadora del Parque Amacayacu. Los dejé a ellos tranquilo, sabía que tendrían que luchar con muchos obstáculos de orden financiero, creativo, logístico y de procedural burocracia para poder materializar sus imágenes soñadas, sin importar la finalidad concreta de su devenir. Pero algo me estaba haciendo falta, no dejaban de ser dos extranjeros vehementes cobijados por la extrañeza y majestuosidad del territorio amazónico, con unas estéticas adquiridas a pulso desde la sensibilidad y el academicismo; sus loables intentos de hacer cine me conmovían pero tenía que sumergirme aún más. Pensaba en el cine que realizó Jean Rouch en Níger. Películas tan increíbles como Yo, negro. Ya conocía a saciedad las volátiles imágenes replicadas en los medios de pueblos destruidos a lo largo y ancho del Caquetá, después de la zona de distensión. Unas imágenes de muros resquebrajados entre la carne apilada de bultos anómalos. Fusiles, llanto, metralla, agujero, mutilación, desmembramiento, desollamiento y todos los mientos posibles en función del esquizofrénico arte de la desaparición, del tajo violento contumaz.
Había visto el reportaje que Pacifista había hecho al director de la Escuela Audiovisual Infantil de Belén de los Andaquíes, hace mucho ya. El nombre del director y su particular manera de articular el habla, su gestualidad desprovista de grandilocuencia y la leyenda que lo precedía, me perseguiría desde entonces. No podía ser que ese hombre haya erigido en torno a él una utopía de creación audiovisual. Pensaba en el monje Kamo no Chomei y en sus apuntes de aislamiento; esa conexión total con los gestos mínimos de la naturaleza tornados como experiencias inmersivas del corazón. Pero Alirio González era aún más valioso que Kamo no Chomei, su búsqueda no la regía un ego espiritual introspectivo sino la entrega absoluta a su comunidad con la obstinación de un emperador moribundo. Alirio González edificó una escuela de cine en el mismo territorio donde años atrás el Frente Sur Andaquíes hacía pedagogía de la muerte, mientras el jefe confeso del frente paramilitar, alias “Solita”, enseñaba la tortura y la sevicia, Alirio Gonzaléz gestaba una tradición de futuros realizadores caqueteños. “Todos somos de la escuela de Alirio, somos los nietos de su trabajo”, cuenta un realizador caqueteño llamado Ricardo Vargas, ganador del estímulo de relato regional del FDC. Pensaba en esa gran joya del cine suramericano Cien niños esperando un tren, de Ignacio Agüero, donde conocíamos los talleres de cine de Alicia Vega en las remotas regiones de Huamachuco de Renca, esa escuelita cinematográfica de ensueño tenía su análoga en Belén de los Andaquíes.
Tenía que ir hasta los predios de Alirio, le debía un homenaje en este trabajo investigativo de creación en el territorio; él era médula indiscutible. Médula también es el vital realizador paisa Diego García-Moreno (Las castañuelas de Notre Dame) al momento de mi expedición al piedemonte caqueteño él se encontraba en Guayaquil. Discúlpeme maestro pero daremos breve cuenta de los talleres de cine que realizó en San Vicente del Caguán. Como pares vocacionales, tanto Alirio como Diego entendieron rápidamente la potencia incalculable de la realización como ejercicio sanador de traumas, pero a la vez como agente gestante de nuevos imaginarios que transgreden los moldes férreos de la construcción sistemática del discurso beligerante del oficialismo y los medios de comunicación inanes. El mismo Diego lo manifiesta en sus diarios con una lucidez avasalladora:
“Cada comunidad, aparte del ejercicio de memoria para sanar sus recuerdos, necesita de relatores colectivos. La suma de relatos arma la estructura histórica de una comunidad. El dolor debe compensarse con otras visiones. El relato histórico encerrado en sí mismo se hace envolvente. A veces, incluso, cuesta decirlo, pareciera instalarse como una forma de vida y genera un extraño acomodamiento, como una razón de ser, un particular e inquietante orgullo en el dolor.”
En San Vicente y Belén de los Andaquíes dos maestros hacen la diferencia sin el caricaturesco desparpajo del engreído académico de la urbe que se considera a sí mismo un oráculo. Silenciosos y pasionales, más cercanos a Jonas Mekas y a David Perlov que a Mamet o Mckee, hacen de la enseñanza una oda al trabajo en equipo. Construyen territorio fértil desde la pluralidad de miradas y las puertas siempre abiertas de sus escuelas. Son un respiro entre las trincheras y los regimientos que adornan el paisaje cotidiano del pueblo. Entre los tejemanejes de los directores para sacar adelante sus visiones para una segunda obra encontré este resquicio luminoso que alberga las verdades indómitas del cine. ¿Para qué hacer cine en este país? Que responda Don Alirio:
A mí lo que me parece interesante del cine es que hay mil maneras diferentes de contarlo, hay mil maneras diferentes de filmar una historia. Eso hace que no se vuelva una vaina uniforme. Cuando usted hace todo perfecto, el plano perfecto, la iluminación perfecta, el sonido perfecto…siento que se pierde la emoción, cierta organicidad… En nuestra escuela no existen las películas malas.
Fundación Mambe: El hogar definitivo
Todo periplo conduce a su Ítaca. La nave encalla nuevamente en Florencia. Anteriormente relaté una experiencia para-audiovisual en los silos de Idema, donde un colectivo atravesó una serie de dificultades ( hasta espiritistas ) para sacar adelante una película. Este colectivo no es de la vertiente del Grupo Dziga Vertov de Godard y Gorin; indirectamente hay relaciones de forma, pero estos nuevos realizadores caqueteños están más allá de un corsé ideológico concreto. Son también los hijos proclamados de las iniciativas pedagógicas de Alirio y su escuela de Belén, pero su recorrido lo preceden los programas pilotos del Ministerio de Cultura: Imaginando nuestra imagen, desde 1999.
El esbozo de esta cartografía de la generación de segundas obras cinematográficas en la región de la Amazonia a y la Orinoquía enclava finalmente en el baluarte cinematográfico del territorio. Todo se resume a la Fundación Mambe y a su Festival Internacional Audiovisual. ¿Por qué allí? Porque Mambe no solo es exhibición, sino también escuela, ejercicio de realización, de modos de representación y un escenario locuaz de la esencia amazónica y la resignificación de sus valores ancestrales más allá de los esquemas foráneos. Películas como Homo Botanicus y Amoka tuvieron su punto de contacto firme con la región que las inspiraron. ¿Cómo no establecer esta cíclica reflexión? Me debo también a los entusiastas realizadores como Fabio Valderrama, el director del festival y Jesús Anderson García, su productor ejecutivo. Su equipo es toda una tropa, pero ellos son los pilares del proceso que tuvieron la visión, la pasión y el riesgo para constituir un espacio vasto para el crecimiento cinematográfico. Se forma, se realiza, se exhibe y finalmente se catapulta la cosmogonía de un pueblo. Llegan a Bogotá cortometrajes como Peñas Coloradas: Más de una década de espera, de Andrés Cardona o Al cielo le pregunté por la tierra, de Carol Peña y más que hablar de un Caquetawood lo más sensato sería escudriñar el camino forjado por la Fundación Mambe, de sus búsquedas, de la construcción de sus miradas que permiten una nueva vocación representativa de los conflictos históricos que aojaron los territorios caqueteños. Así, los exilios de Peñas Coloradas del 2004 dejan de formar parte de un montículo de funestos olvidados escindidos de una reparación inmediata con las víctimas y se convierten en reflexión sesuda. El dibujo necesario de una extremidad que el oficialismo amputó para dejar suspendidas las voces entre una tapia mal erigida. Películas como las de Andrés Cardona o Ricardo Vargas, con la ayuda de personas como Jesús y Fabio, hacen que estas paredes de la infamia se fisuren y por las grietas se divise la panorámica prometida y nunca antes vista. En este sentido, el Festival Mambe, más allá de su labor curatorial y pedagógica, también se convierte en un agente volátil de memoria que transgrede los cimientos dormidos de un territorio que solo se menciona en los epítomes de la guerrilla y el narcotráfico. La tierra de los balnearios infinitos y de los pueblos místicos perdigados por el río Caguán y Orteguaza tiene una tradición rica en matices, más allá de las ruinas que dejó la bonanza del oro blanco.
Logré dialogar con Jesús Anderson en Florencia. Me habló de la eclosión del fenómeno del festival; me narró la historia de los Silos del Idema; de un reconocimiento que les hizo el Festival de Cine de Cartagena y de un sueño delirante como sacado de un fotograma de Fitzcarraldo, de Herzog. Tal vez más adelante vuelva a Florencia con una pequeña agenda a escribir sobre las segundas películas de los jóvenes de San Vicente del Caguán, Belén de los Andaquíes o Rionegro. Así lo añora el productor del Festival Mambe y así lo intuyo yo. Una cinematografía de matiz diverso más allá de la entelequia y la dispersión de casos de unos privilegiados que se jactan de la tradición oral de los que subyacen en el teatro oculto de la vida, los que tras bambalinas hacen regurgitar el celuloide por las múltiples pantallas de los festivales de cine del mundo. La materia prima de un lenguaje que se coteja en corredores y auditorios, entre ruedas de prensa y mercados. Con el colectivo Mambe me devuelvo tranquilo y esperanzado al conocer a fondo la labor de todo su valioso equipo. Como bien dice Jesús Anderson:
Nosotros desde el 2006 veníamos participando en la política del Concejo de Cinematografía Departamental pero el festival nos afianzó. Apostándole a que los caqueteños contarán el Caquetá porque estábamos cansados de que los externos nos contarán cómo era el Caquetá. Nos había pasado con Porfirio, de Alejandro Landes, con una mirada muy externa del drama de Porfirio Ramírez. Entonces, nosotros decíamos que el festival tenía que facilitar el proceso de surgimiento de nuevas miradas y eso lo hemos fortalecido hasta la fecha de hoy con importantes reconocimientos… A eso le apostamos por el resto de nuestras vida. Mambe es parte de nuestro ADN. Nos da mucha alegría saber que hay unos frutos y esos frutos generan nuevas semillas que crecen en este territorio.
Epílogo
Dibujé escuetamente un viaje. Me atiborré de ríos y de personas magníficas. Conocí el reverso y el anverso. Anhelé que tantas películas por fin lleguen a ser tangibles. Me fui con un croquis y llegue con un territorio labrado en la mente, con la cartografía de un sueño. Deseo ver Río Rojo, y a Oscar dialogar con los jaguares de la serranía La Macarena. Pienso en María José entrevistando a cientos de personajes enigmáticos a orillas del río Caquetá mientras mambea y come fariña bajo Malokas gigantescas como secuoias. Sueño con los niños de Belén de los Andaquíes que filman como si la vida se les fuese en ello y en su capitán Alirio González, ese marinero apasionado y delirante como el Capitán Ahab, pero Alirio, en vez de cazar ballenas, va obseso y poseído por el territorio dejando máximas de vida a través de su Escuela, “Sin historia no hay cámara”, o pensar en Jesús Anderson y Fabio Valderrama sentados como dos jugadores de naipes, visionando cientos de películas indígenas de la serranía y más allá del Araracuara, llenando sus miradas de la cosmogonía de pueblos fantásticos como los Muinane o los Andoque.
Al final nunca supe qué le susurró la anciana Murui moribunda al extranjero curioso, qué le hizo asombrarse tanto. Así tal cual no sé precisamente cerrar con una conclusión perentoria. Siempre fui de los adeptos a lo ambiguo, del semblante desencajado y de la zona difusa que permite que emerjan las reflexiones, así como los cimientos de una ciudad antigua le ganan el pulso a la frágil superficie de las convicciones. El cielo ambarino insondable caqueteño me embulle.
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UMBRAL DE LA SEGUNDA OBRA: DERIVAS DE LA CREACIÓN DEL AUTOR Y EL TERRITORIO
“La vida, la existencia, la realidad, están formados por miles de átomos dramáticos que se desplazan flotando por el aire y que pasan delante de nuestros ojos. Un átomo dramático está configurado por una minúscula obra que progresa, es decir, por un instante que tiene un desarrollo mínimo por pequeño que sea.”
De Filmar lo que no se ve – Patricio Guzmán
La reminiscencia más abrumadora que tengo del territorio es la contingencia de una aporía irremediable. La contemplación de un rasgo sagrado quebrantado que me hace pensar en la Macunaíma de Mário Andrade, la polisémica novela del brasileño me señala unos horizontes precisos. Hablar de actos de creación singularizados en una nación fragmentada, no sólo por los conflictos atemporales del territorio y la insidia del narcotráfico, sino por las imbricadas cosmogonías de los diversos pueblos que trasiegan por ella, obligan a métodos discursivos distintos. La reflexión del espacio nos produce múltiples imaginarios que resignifican el velo transitorio que la tradición y la costumbre alecciona sobre la realidad cotidiana para posteriormente descentralizarla. El escenario se vuelve disputa política, pero también fecundidad cósmica para recrearnos entre todos como experiencia indeterminada de la historia, no la que engullimos en la institución de vigilancia; una que está más cercana a Las enseñanzas de don Juan, del esencial Carlos Castañeda. Así, la pesquisa de la segunda obra cinematográfica es la mera excusa procedural para confrontar el espacio articulado de un discurso inerme; no caer en la equivocación del ultraje del colono que hace suya la ancestralidad de los suelos que taja a golpe seco de peinilla. Evidentemente, la médula de la búsqueda de una segunda obra queda inscrita en la estructura rizomática, una que apela a la multiplicidad de sentido equívoco. Preguntar por los pormenores para realizar una película me terminó conduciendo a los filamentos subrepticios de un conocimiento de carácter impredecible y por lo tanto valioso. La delimitación torpedea y la deriva, en cambio, es fecunda. Por la desembocadura del río Caquetá vislumbré un mundo sin periodicidad. Tratar de dar noción cronológica a este escrito es traicionar al territorio y a los seres que lo hicieron posible.
Este texto tendría que dar cuenta de un fenómeno concreto en la parte sur del país: la temida segunda obra cinematográfica. Ahora que estamos abultados de prodigios, óperas primas con “sustancia” viajan por todo el mundo recolectando palmarés de festivales transoceánicos, granjeando el prestigio cultural huidizo. Más allá de obnubilados jurados en la Europa septentrional o en el sudeste asiático, se avizoran síntomas ineludibles. Emerge más producción. La subvención estatal cobija las incipientes miradas a través de diversos estímulos. Se crean ejes de enunciación del “otro” en los enclaves urbanos como Bogotá, Cali o Medellín, pero también se incentiva mediante la figura del “relato regional” una tradición intuitiva de figuración de los pueblos de la diáspora, los que imaginábamos más allá del simulacro volátil de su representación en los medios de comunicación. Pero la inmersión implica sacrificio. Al pintar el boscaje inmediato es inevitable toparse con la senda de la raíz; pretensión mía infinita decir que vislumbré el contorno del entramado de la raíz regional, pero sí alcancé a jalonear su impacto. Me ceñiré, pues, al boceto, a la potencia del apunte iniciático como bien lo hace Pasolini con sus apuntes cinematográficos (Appunti per un'Orestiade africana). El apunte a medio fabricar como artefacto escurridizo de los formalismos. Al texto transversalmente lo cotejará un flujo oratorio que se antepondrá a mis reflexiones sucintas sobre territorio y sobre los procesos creativos de los realizadores elegidos. Me aferro a Alberto Ruiz de Samaniego y a Roberto Bolaño para nombrar al texto “Umbral de la segunda obra: Derivas del autor y el territorio” pensando en ese magistral ensayo del chileno sobre la literatura argentina titulado. “Derivas de la pesada”.
Encuentros por la desembocadura del fin del mundo
Lejos de los Raudales del Araracuara, por las inmediaciones del río Caquetá, una anciana Muina Murui despacha una última enseñanza reveladora a un colono aún más vapuleado por los decaimientos del trópico y la manigua. La enseñanza le llega como un rumor débil, pero sus ojos entornados se abren abruptamente como un abanico. ¿Qué le dijo la anciana Murui al forastero?
Por el mismo río Caquetá navegan una comunicadora social y el hijo de un importante líder indígena muerto en un funesto accidente aéreo. La comunicadora documenta el viaje que hace por el afluente. El joven pensativo recorta paisaje con la mirada obnubilada en una suerte de delirio donde las malokas de su pueblo se amalgaman con el dragado de los barcos mineros. Las rutas carmines que dejó la bonanza cauchera son ahora reemplazadas por embarcaciones paquidérmicas que desentrañan el Caquetá como lo hacían los subalternos sanguinarios de Julio César Arana, a punta de carabinas contra los muinane y los bora de La Chorrera. Tanto la comunicadora como el joven siguen río abajo hacía Peña Roja a visitar la tumba del líder Daniel Matapí. Ya es tarde, sin necesidad de cruzarse mayores palabras, ambos son conscientes de que están asistiendo a un progresivo funeral en forma de cauce seco.
A trescientos kilómetros de Florencia, por La Serranía de La Macarena, un biólogo-cineasta filma con una pequeña cámara el nado grácil de un niño-guía que surca las aguas de los pozos coloridos de Caño Cristales evocando el espíritu de las películas más íntimas del realizador neerlandés Johan van der Keuken. Un centro neurálgico operacional de la antigua guerrilla FARC-EP es ahora el terreno fértil de creación de dos personas inmersas en el tapiz arcoíris de las aguas que pronto serán sustrato de un catálogo vacacional que rezará en medio de panorámica “Caño Cristales: El río más hermoso del mundo”¿Por qué el biólogo, en vez de filmar el ocaso de las aguas pigmentadas por las plantas acuáticas, se decanta por un joven de La Serranía y su ingenuo nadar?
Más cerca aún de Florencia, existe un lugar que con su sola mención se pliega el imaginario como el aleph borgiano. Belén de los Andaquíes, alguna vez condecorado como uno de los municipios “con el nombre más bello de Colombia”. Los Andakí, reconocidos guerreros de históricas sublevaciones en la época de la conquista aportaron a la sonoridad inusual del nombre de este enclave urbano que basculaba a comienzos del siglo XXI entre los hostigamientos de los grupos armados y las manifestaciones artísticas de sus habitantes. Uno de esos casos inusuales es el de Alirio González, fundador de la Escuela Audiovisual Infantil. Como si el tren cinematográfico de Medvedkin quedara para siempre suspendido en Belén de los Andaquies, la escuela de Alirio hará de la artesanía de filmar un ejercicio de vida en sí mismo. Su rostro y el de sus estudiantes se dejan visionar con regularidad en reportajes y crónicas. ¿Qué tiene que ver este maestro sin pretensión de maestro y sus entusiastas jóvenes-discípulos con los casos anteriormente descritos?
En el antiguo sector de Los silos de Idema, en Florencia, un colectivo audiovisual intenta hacer una producción cinematográfica sobre el ambil (pasta negra que se obtiene a partir de la cocción de hojas de tabaco para luego mezclarse con sales vegetales alcalinas). No recuerdo el nombre del proyecto. Llevaba las palabras ambil y universo implícitas en el título. Los silos funcionaban en el pasado como una central de abasto donde el Idema compraba lo que producían los campesinos de la época para garantizar una supuesta estabilidad en los precios. Pero Los silos son ahora una gigante catatumba vertical atiborrada de murciélagos. El colectivo empezó a experimentar extrañas desapariciones de sus equipos de filmación y varios de sus miembros comenzaron a languidecer ante advenedizas fiebres. El productor de ese proyecto sobre el ambil me narraba, entre el vértigo del entusiasmo y la pausa de la lobreguez, que el equipo de filmación tuvo que ir hasta el mambeadero de la Maloka más cercana, literalmente “para afrontar las energías que no querían dejar terminar la película con el poder de la palabra sanadora del pueblo Murui”. Murui como la anciana agonizante a orillas del Caquetá. Esa simbiosis entre el cine y el rito me conmueve profundamente. Los realizadores caqueteños pudieron terminar su película sobre el ambil en medio de las ruinas de Los silos. Tal vez su cuento sea la alegoría más funesta y clara del quehacer cinematográfico en la región amazónica. Conjura, fuerzas en pugna, enfermedad, limpieza, viaje y regreso en silencio. Esta tierra deja de ser el escenario lúgubre del corazón del colono que tanto inquietó a Germán Castro Caycedo y a José Eustasio Rivera. La tierra tiembla, la tierra tiembla, como aquél clásico de Luchino Visconti.
Recuento. Un biólogo-cineasta en Caño Cristales. Una moribunda indígena y sus enseñanzas. Un viaje hacia el legado de un líder en medio de una pesadilla. Un particular sujeto y sus estudiantes filmando historias en medio de la tierra donde el olvido entrega sus mejores cosechas y un colectivo caqueteño que hace cine en medio de mambeaderos y ruinas. ¿Qué los une, además del territorio?
“Permanecerá el pueblo, renacerá la palabra. No perecerá el rostro”. Son apenas fragmentos de relámpago de la poesía nahua de Natalio Hernández Xocoyotzin. El poeta de Ixhuatlán de Madero podría haberle gritado esas líneas al río Orteguaza o al Putumayo, frente a los contornos abismales de los cananguchales caqueteños. ¿Podría la anciana murui en su lengua susurrarle al forastero algo similar a la poesía nahua? Para el forastero habría sido un bramido musitado.
Grabados que sirvieron como inspiración para la ópera prima de Quintero
Guillermo Quintero: Más cerca de Thoreau que de Humboldt
El biólogo-cineasta que filma en la serranía a un joven-guía nadar a través del caño ya había realizado previamente una película sobre su maestro de botánica y el nuevo pupilo de este. Dicha película se llamó Homo Botanicus. Pensaba en la Comisión Corográfica de la Nueva Granada de Agustín Codazzi, esa cuantificación imperiosa del territorio, de sus seculares terrenos baldíos a los ojos interoceánicos de sus expedicionarios burgomaestres. Pero el maestro Julio Betancur y su ayudante Cristian Castro me recordaban a los personajes de El Reino, de Emmanuel Carrère. Pablo de Tarso podría ser Julio, solo que el profesor no se cayó de ningún caballo ante la luz sacra de la deidad posesa. Su epifanía estaba concitada alrededor de las orquídeas perdigadas por todo lo ancho de la cordillera de los Andes. Los bocetos del maestro Betancur y sus reflexiones no responden a una labor evangelizadora; para el maestro, inventariar el jardín inabarcable del territorio es la lucha profesa contra los tiempos vertiginosos de devastación moderna, la escisión más radical del hombre-primate de su entorno. El alumno, Cristian Castro, sería entonces el evangelista Lucas: crítico y apasionado con una fe infranqueable sigue al maestro. El biólogo se llama Guillermo Quintero. Bogotano, actualmente radicado en París, viaja de vez en cuando a las llanuras del Meta para hacer una segunda película llamada Río Rojo:
“Lo observé durante un buen tiempo, parecía estar en total ósmosis con el lugar, conocía cada pozo, cada rincón, cada meandro del caño. Me acerqué a él y empezamos a hablar. Me contó entonces que pasaba la mayor parte del tiempo explorando los alrededores del río. Habló de la zona como un explorador experimentado, orgulloso de conocerla bien y de poder contármelo.
Después de ese primer encuentro mi cámara comenzó a interesarse por él. En las jornadas que siguieron a esa charla nocturna comencé a filmarlo mientras saltaba de una roca a la otra, mientras se bañaba en los pozos coloridos, mientras nadaba con avidez de un lado a otro, siempre jugueteando, consciente de la presencia de mi lente… Poco a poco construía, así, sin saberlo, las primeras imágenes de investigación del proyecto”.
Una vez me pregunté de las certezas escurridizas del nacimiento de una película. ¿En qué momento nace una película? Guillermo Quintero, como buen alumno aventajado de Julio Betancur, me deja avizorar el contorno etéreo de esas certezas.
La mirada de María José a orillas del Caquetá
La nave va por el río Caquetá hacía Peña Colorada. La película infinita realizada por una comunicadora social bogotana también como Guillermo. Esta mujer que llamaremos de ahora en adelante María José ha sido devorada por la boca mística del Amazonas; su destino no ha sido la del protagonista de Mi alma se la dejo al diablo. María José no es Benjamín Cubillos ni Arturo Cova. El corazón de ella está lejos de los atavíos del libertinaje del colono viciado. La mueve el motor del ensueño que provoca el territorio místico amazónico así como a Coleridge los sueños le dictan sus versos. María José hace parte de un grupo denominado “Entropika” donde varios conservacionistas de múltiples áreas del conocimiento contribuyen a la protección de la biodiversidad tropical. Se realizan proyectos con las comunidades locales, se ejecutan talleres y se forjan lazos de cooperación entre los líderes territoriales y los voluntarios del Parque Nacional Amacayacu en Leticia. Todo se teje a través de la cooperación interdisciplinaria; es en ese espacio donde María José conoce a Daniel Matapí, un líder muy admirado entre las comunidades de la Amazonía y un vínculo vital entre los pueblos indígenas de la región y la fundación. El líder Matapí muere en un accidente mientras viajaba en una avioneta hacia Bogotá a cumplir con sus labores. Hasta este punto ya saben de lo que hablo. El joven que acompaña a María José hacía Peña Colorada es el hijo de Daniel Matapí,
Es un tema que vengo investigando hace mucho tiempo. En la frontera con el Perú, es sobre el tráfico de fauna, sobretodo entre Leticia y Puerto Alegría. Es una idea que he querido trabajar desde hace mucho tiempo pero para esa época estaba muy “caliente la cosa” y sentí que no era el momento indicado entonces comencé a abarcar el tema de la minería, no quiere decir que sea un tema menos caliente, pero la manera de enfocarlo en Amoka, mi primer largometraje, no es un dispositivo de mera denuncia sino que da cuenta de los impactos que damos por inadvertidos.
De una manera parsimoniosa, la realizadora bogotana evidencia con su cinematografía las múltiples capas de un trauma enlodado de sistemático borrado de la memoria colectiva, donde la apariencia de ausencia de conflicto social se disfraza de etnografía cultural. María José elige un dispositivo fabulador que empuja el relato. Un cauce que arrastra transversalmente otros conflictos; pensemos en el cine de Rithy Panh o el de Diego García Moreno. Ella está embarcada en un nuevo cauce, a bordo de un navío más riesgoso y de herida reciente, el tráfico de especies. Su búsqueda se atestigua en este trabajo y la nave va. Ahora hacia Bélen de los Andaquíes.
Jugué mi mirada al azar y me la ganó el cine
Seguí como un inquisidor los meandros de la segunda obra cinematográfica en dos casos de estudio. Eran películas que ocurrían en la Amazonía y la Orinoquía. Para llegar a ellas había que atravesar ríos, y como Conrad atravesó los del Congo del tiránico Leopoldo II. Creo fervorosamente en los dos realizadores que entrevisté. En el dadivoso y talentoso botánico de la serranía y la apasionada y aventurera comunicadora del Parque Amacayacu. Los dejé a ellos tranquilo, sabía que tendrían que luchar con muchos obstáculos de orden financiero, creativo, logístico y de procedural burocracia para poder materializar sus imágenes soñadas, sin importar la finalidad concreta de su devenir. Pero algo me estaba haciendo falta, no dejaban de ser dos extranjeros vehementes cobijados por la extrañeza y majestuosidad del territorio amazónico, con unas estéticas adquiridas a pulso desde la sensibilidad y el academicismo; sus loables intentos de hacer cine me conmovían pero tenía que sumergirme aún más. Pensaba en el cine que realizó Jean Rouch en Níger. Películas tan increíbles como Yo, negro. Ya conocía a saciedad las volátiles imágenes replicadas en los medios de pueblos destruidos a lo largo y ancho del Caquetá, después de la zona de distensión. Unas imágenes de muros resquebrajados entre la carne apilada de bultos anómalos. Fusiles, llanto, metralla, agujero, mutilación, desmembramiento, desollamiento y todos los mientos posibles en función del esquizofrénico arte de la desaparición, del tajo violento contumaz.
Había visto el reportaje que Pacifista había hecho al director de la Escuela Audiovisual Infantil de Belén de los Andaquíes, hace mucho ya. El nombre del director y su particular manera de articular el habla, su gestualidad desprovista de grandilocuencia y la leyenda que lo precedía, me perseguiría desde entonces. No podía ser que ese hombre haya erigido en torno a él una utopía de creación audiovisual. Pensaba en el monje Kamo no Chomei y en sus apuntes de aislamiento; esa conexión total con los gestos mínimos de la naturaleza tornados como experiencias inmersivas del corazón. Pero Alirio González era aún más valioso que Kamo no Chomei, su búsqueda no la regía un ego espiritual introspectivo sino la entrega absoluta a su comunidad con la obstinación de un emperador moribundo. Alirio González edificó una escuela de cine en el mismo territorio donde años atrás el Frente Sur Andaquíes hacía pedagogía de la muerte, mientras el jefe confeso del frente paramilitar, alias “Solita”, enseñaba la tortura y la sevicia, Alirio Gonzaléz gestaba una tradición de futuros realizadores caqueteños. “Todos somos de la escuela de Alirio, somos los nietos de su trabajo”, cuenta un realizador caqueteño llamado Ricardo Vargas, ganador del estímulo de relato regional del FDC. Pensaba en esa gran joya del cine suramericano Cien niños esperando un tren, de Ignacio Agüero, donde conocíamos los talleres de cine de Alicia Vega en las remotas regiones de Huamachuco de Renca, esa escuelita cinematográfica de ensueño tenía su análoga en Belén de los Andaquíes.
Tenía que ir hasta los predios de Alirio, le debía un homenaje en este trabajo investigativo de creación en el territorio; él era médula indiscutible. Médula también es el vital realizador paisa Diego García-Moreno (Las castañuelas de Notre Dame) al momento de mi expedición al piedemonte caqueteño él se encontraba en Guayaquil. Discúlpeme maestro pero daremos breve cuenta de los talleres de cine que realizó en San Vicente del Caguán. Como pares vocacionales, tanto Alirio como Diego entendieron rápidamente la potencia incalculable de la realización como ejercicio sanador de traumas, pero a la vez como agente gestante de nuevos imaginarios que transgreden los moldes férreos de la construcción sistemática del discurso beligerante del oficialismo y los medios de comunicación inanes. El mismo Diego lo manifiesta en sus diarios con una lucidez avasalladora:
“Cada comunidad, aparte del ejercicio de memoria para sanar sus recuerdos, necesita de relatores colectivos. La suma de relatos arma la estructura histórica de una comunidad. El dolor debe compensarse con otras visiones. El relato histórico encerrado en sí mismo se hace envolvente. A veces, incluso, cuesta decirlo, pareciera instalarse como una forma de vida y genera un extraño acomodamiento, como una razón de ser, un particular e inquietante orgullo en el dolor.”
En San Vicente y Belén de los Andaquíes dos maestros hacen la diferencia sin el caricaturesco desparpajo del engreído académico de la urbe que se considera a sí mismo un oráculo. Silenciosos y pasionales, más cercanos a Jonas Mekas y a David Perlov que a Mamet o Mckee, hacen de la enseñanza una oda al trabajo en equipo. Construyen territorio fértil desde la pluralidad de miradas y las puertas siempre abiertas de sus escuelas. Son un respiro entre las trincheras y los regimientos que adornan el paisaje cotidiano del pueblo. Entre los tejemanejes de los directores para sacar adelante sus visiones para una segunda obra encontré este resquicio luminoso que alberga las verdades indómitas del cine. ¿Para qué hacer cine en este país? Que responda Don Alirio:
A mí lo que me parece interesante del cine es que hay mil maneras diferentes de contarlo, hay mil maneras diferentes de filmar una historia. Eso hace que no se vuelva una vaina uniforme. Cuando usted hace todo perfecto, el plano perfecto, la iluminación perfecta, el sonido perfecto…siento que se pierde la emoción, cierta organicidad… En nuestra escuela no existen las películas malas.
Fundación Mambe: El hogar definitivo
Todo periplo conduce a su Ítaca. La nave encalla nuevamente en Florencia. Anteriormente relaté una experiencia para-audiovisual en los silos de Idema, donde un colectivo atravesó una serie de dificultades ( hasta espiritistas ) para sacar adelante una película. Este colectivo no es de la vertiente del Grupo Dziga Vertov de Godard y Gorin; indirectamente hay relaciones de forma, pero estos nuevos realizadores caqueteños están más allá de un corsé ideológico concreto. Son también los hijos proclamados de las iniciativas pedagógicas de Alirio y su escuela de Belén, pero su recorrido lo preceden los programas pilotos del Ministerio de Cultura: Imaginando nuestra imagen, desde 1999.
El esbozo de esta cartografía de la generación de segundas obras cinematográficas en la región de la Amazonia a y la Orinoquía enclava finalmente en el baluarte cinematográfico del territorio. Todo se resume a la Fundación Mambe y a su Festival Internacional Audiovisual. ¿Por qué allí? Porque Mambe no solo es exhibición, sino también escuela, ejercicio de realización, de modos de representación y un escenario locuaz de la esencia amazónica y la resignificación de sus valores ancestrales más allá de los esquemas foráneos. Películas como Homo Botanicus y Amoka tuvieron su punto de contacto firme con la región que las inspiraron. ¿Cómo no establecer esta cíclica reflexión? Me debo también a los entusiastas realizadores como Fabio Valderrama, el director del festival y Jesús Anderson García, su productor ejecutivo. Su equipo es toda una tropa, pero ellos son los pilares del proceso que tuvieron la visión, la pasión y el riesgo para constituir un espacio vasto para el crecimiento cinematográfico. Se forma, se realiza, se exhibe y finalmente se catapulta la cosmogonía de un pueblo. Llegan a Bogotá cortometrajes como Peñas Coloradas: Más de una década de espera, de Andrés Cardona o Al cielo le pregunté por la tierra, de Carol Peña y más que hablar de un Caquetawood lo más sensato sería escudriñar el camino forjado por la Fundación Mambe, de sus búsquedas, de la construcción de sus miradas que permiten una nueva vocación representativa de los conflictos históricos que aojaron los territorios caqueteños. Así, los exilios de Peñas Coloradas del 2004 dejan de formar parte de un montículo de funestos olvidados escindidos de una reparación inmediata con las víctimas y se convierten en reflexión sesuda. El dibujo necesario de una extremidad que el oficialismo amputó para dejar suspendidas las voces entre una tapia mal erigida. Películas como las de Andrés Cardona o Ricardo Vargas, con la ayuda de personas como Jesús y Fabio, hacen que estas paredes de la infamia se fisuren y por las grietas se divise la panorámica prometida y nunca antes vista. En este sentido, el Festival Mambe, más allá de su labor curatorial y pedagógica, también se convierte en un agente volátil de memoria que transgrede los cimientos dormidos de un territorio que solo se menciona en los epítomes de la guerrilla y el narcotráfico. La tierra de los balnearios infinitos y de los pueblos místicos perdigados por el río Caguán y Orteguaza tiene una tradición rica en matices, más allá de las ruinas que dejó la bonanza del oro blanco.
Logré dialogar con Jesús Anderson en Florencia. Me habló de la eclosión del fenómeno del festival; me narró la historia de los Silos del Idema; de un reconocimiento que les hizo el Festival de Cine de Cartagena y de un sueño delirante como sacado de un fotograma de Fitzcarraldo, de Herzog. Tal vez más adelante vuelva a Florencia con una pequeña agenda a escribir sobre las segundas películas de los jóvenes de San Vicente del Caguán, Belén de los Andaquíes o Rionegro. Así lo añora el productor del Festival Mambe y así lo intuyo yo. Una cinematografía de matiz diverso más allá de la entelequia y la dispersión de casos de unos privilegiados que se jactan de la tradición oral de los que subyacen en el teatro oculto de la vida, los que tras bambalinas hacen regurgitar el celuloide por las múltiples pantallas de los festivales de cine del mundo. La materia prima de un lenguaje que se coteja en corredores y auditorios, entre ruedas de prensa y mercados. Con el colectivo Mambe me devuelvo tranquilo y esperanzado al conocer a fondo la labor de todo su valioso equipo. Como bien dice Jesús Anderson:
Nosotros desde el 2006 veníamos participando en la política del Concejo de Cinematografía Departamental pero el festival nos afianzó. Apostándole a que los caqueteños contarán el Caquetá porque estábamos cansados de que los externos nos contarán cómo era el Caquetá. Nos había pasado con Porfirio, de Alejandro Landes, con una mirada muy externa del drama de Porfirio Ramírez. Entonces, nosotros decíamos que el festival tenía que facilitar el proceso de surgimiento de nuevas miradas y eso lo hemos fortalecido hasta la fecha de hoy con importantes reconocimientos… A eso le apostamos por el resto de nuestras vida. Mambe es parte de nuestro ADN. Nos da mucha alegría saber que hay unos frutos y esos frutos generan nuevas semillas que crecen en este territorio.
Epílogo
Dibujé escuetamente un viaje. Me atiborré de ríos y de personas magníficas. Conocí el reverso y el anverso. Anhelé que tantas películas por fin lleguen a ser tangibles. Me fui con un croquis y llegue con un territorio labrado en la mente, con la cartografía de un sueño. Deseo ver Río Rojo, y a Oscar dialogar con los jaguares de la serranía La Macarena. Pienso en María José entrevistando a cientos de personajes enigmáticos a orillas del río Caquetá mientras mambea y come fariña bajo Malokas gigantescas como secuoias. Sueño con los niños de Belén de los Andaquíes que filman como si la vida se les fuese en ello y en su capitán Alirio González, ese marinero apasionado y delirante como el Capitán Ahab, pero Alirio, en vez de cazar ballenas, va obseso y poseído por el territorio dejando máximas de vida a través de su Escuela, “Sin historia no hay cámara”, o pensar en Jesús Anderson y Fabio Valderrama sentados como dos jugadores de naipes, visionando cientos de películas indígenas de la serranía y más allá del Araracuara, llenando sus miradas de la cosmogonía de pueblos fantásticos como los Muinane o los Andoque.
Al final nunca supe qué le susurró la anciana Murui moribunda al extranjero curioso, qué le hizo asombrarse tanto. Así tal cual no sé precisamente cerrar con una conclusión perentoria. Siempre fui de los adeptos a lo ambiguo, del semblante desencajado y de la zona difusa que permite que emerjan las reflexiones, así como los cimientos de una ciudad antigua le ganan el pulso a la frágil superficie de las convicciones. El cielo ambarino insondable caqueteño me embulle.
Lea aquí el dossier de Amoka, la ópera prima de María Jose Bermúdez
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