Si algo puede darnos la sensación de la libertad es la presencia de un horizonte. Su silueta en la distancia nos da la sensación de una eterna posibilidad de partir, así no siempre nos dirijamos allí o lo aplacemos eternamente. Ser conscientes de ese escenario abierto nos da una especie de tranquilidad inconsciente, como la del paranoico que mira atrás y ve que no lo siguen. Es la ausencia de ese horizonte el pilar sobre el cual se sostiene Little Palestine: Diary of a Siege, de Abdallah Al-Khatib, documental sobre el llamado Campo de Yarmouk, en Damasco, Siria, donde vivía la mayor concentración de palestinos refugiados del mundo, que emigraron de su propia tierra cuando se reconoció a Israel como Estado, en 1948. El director, un joven activista y sociólogo, vivía en este campo durante el asedio ordenado por el régimen de Bashar al-Assad, de 2013 a 2015. La película recoge la cotidianidad de este asentamiento, donde nadie podía entrar o salir y que, poco a poco, se vio privado de alimento, agua, electricidad y medicinas. Las imágenes reúnen la denuncia de ese hecho deleznable, perdido entre las muchas agonías de la guerra civil de Siria, y la película toda es una reflexión sincera sobre el tiempo, la libertad y la colectividad.
El punto de partida es, en efecto, la mirada hacia un horizonte. La cámara se ubica en medio de una calle concurrida, sobre un separador. A los lados se ven tiendas y negocios, y en el asfalto andan los transeúntes, a pie o en bicicleta. Al fondo se perciben unas breves montañas, más allá de la salida del barrio. Este es un plano de antes del asedio. Con una transición sutil se introduce la imagen del presente, tras algunos meses de iniciado el encierro, y sentimos el contraste devastador y la transformación del espacio a raíz de los estragos de los bombardeos. Se muestra entonces el vacío, el polvo, los negocios cerrados y, en la distancia, una especie de barricada que cubre el horizonte. “El horizonte estaba abierto a infinitas posibilidades –dice el narrador, Abdallah–. Caminábamos hacia él con confianza. Sin darnos cuenta de que algo extraño se avecinaba. Éramos felices en el cielo azul y el sonido del viento. De repente, un denso polvo inundó el espacio. Los colores y la gente desaparecieron. El tiempo se detuvo más allá de la barricada y ahora todo avanza a lo largo del asedio”.
La cámara regresará al mismo punto en diferentes momentos de la película para dejar sembrada allí la evidencia de la transformación y el deterioro, junto con las reflexiones poéticas de Abdallah, retratadas luego en otros espacios. La filmación es amateur, la de alguien que entiende la importancia de recoger –en bruto– esas imágenes, de reunir en ellas el único testimonio de aquel grupo de palestinos. Hay así un uso desmedido del zoom, movimientos abruptos, tremores, desequilibrios, hasta que el lente aterriza en encuadres elocuentes; se percibe en ello, en esa momentánea inseguridad, una búsqueda de belleza y de luz entre la miseria; y, en efecto, la película la encuentra.
Los niños y los viejos se convierten en el centro del relato. De los primeros se pone en relieve su inocente alegría. Se revelan sus juegos y sus risas, pero, al mismo tiempo, una conciencia política que empieza a afianzarse en ellos. Exigen, en medio de su algarabía, el regreso de su libertad, la apertura de las carreteras; manifiestan algunos, incluso, su deseo de partir hacia Palestina, donde (acaso lo ignoran) sus lejanos compatriotas sufren otro asedio. De los viejos se recoge su nostalgia y su valentía; no le temen a la muerte, como lo afirman muchos, ni se estremecen ante los estruendos de bombardeos en la distancia, y, a pesar del encierro, se aferran a conservar sus costumbres y sus rituales religiosos; pero también nos hacemos testigos de su deterioro físico cuando en la historia vemos a la madre de Abdallah, que es enfermera voluntaria, atender a estos adultos mayores, lo que muchas veces se reduce, debido a la ausencia de medicamentos, a dar palabras de aliento o a simplemente escuchar.
Hay otra mirada en la forma cómo el director decide registrar los cuerpos de los niños y los viejos. Resulta a ratos algo invasiva: enfoca con el zoom, por ejemplo, un pie, e inicia un lento recorrido por el atuendo harapiento, como si más que registrar husmeara, hasta alcanzar el rostro y quedarse allí en silencio algunos segundos. Difícil decidir si peca el director al centrar su atención en la miseria de los habitantes, cuando no es él un testigo extraño de lo que sucede, sino alguien que también lo sufre.
La cámara, sin embargo, no parece sorprender ni asustar a los habitantes. Algunos incluso lo conducen a tomar determinados planos. Otros le hablan a la cámara como si lo hicieran al resto del mundo, como si el lente fuera un canal de comunicación directa con las organizaciones humanitarias a las que piden ayuda, el único canal a través del cual hacen resonar su voz. Ven en la cámara, en últimas, una esperanza. Mientras que para Abdallah, que es consciente de que no hay una magia tan inmediata en el dispositivo, la cámara es apenas una manera para él mismo no colapsar ante la quietud del tiempo.
Porque esta es también una película sobre el tiempo. Aun cuando el título afirma ser un diario, no hay una marca que devele el transcurso de los días, de los meses o de los años. Los bloques de tiempo se determinan, quizá, cuando el director regresa al separador en la calle, donde se ubicara al inicio a contemplar el horizonte interrumpido. La intención de recurrir a un diario sin fechas es tal vez la manera de mostrar la inmutabilidad del tiempo en un cautiverio de esa índole. Un prisionero entiende las razones de su presidio; su esperanza y su atención se enfocan en el avance de los años. Cuando se es, en cambio, un pueblo aherrojado, sin motivo aparente, no hay espera, porque no se conoce el límite de la condena, solo la incertidumbre. ¿Pasarán acaso meses o años o siempre? Es ahí cuando el director se enfoca en los cuerpos quietos, que miran hacia distancias azarosas, buscando quizá ese horizonte perdido. Una manera de registrar ese tiempo estático, que aguarda a ser reactivado para impulsarlos de nuevo a todos y a todo. Reflexiona entonces: “El tiempo es la verdadera prisión de los sitiados. Ten cuidado. El tiempo mata a quienes lo siguen. Déjalo. Llena el vacío con significado tanto como puedas. Encuentra sentido en una carretera limpia después de la destrucción provocada por un avión; coge una escoba. Encuentra sentido en un niño cuya sonrisa resiste el asedio. Encuentra significado en detalles que temes que desaparezcan; agarra una cámara”. Habla así, en modo imperativo, como si acaso los sitiados pudieran hoy escucharlo o como si, más bien, se dirigiera a nosotros, advirtiéndonos que ninguno está exento de un secuestro semejante.
A ratos esa quietud se hace móvil, y el afán de búsqueda de esperanza se enfoca en el andar de los habitantes: “Caminar bajo asedio es un ritual de supervivencia –dice–. La máxima práctica de la libertad. El entrenamiento ante el aislamiento que impone la oscuridad del hogar. Bajo asedio, la gente camina sin cesar en distritos con fronteras fragmentadas para recoger las sonrisas con las que la muerte no tropezó la noche anterior”. Pero esa movilidad es más latente cuando a lo largo de la película se exhibe el sentido colectivo; son momentos de complicidad musical, sobre todo durante las manifestaciones, en las que participan tanto jóvenes como viejos, mujeres y niños. La cámara registra las aglomeraciones y se adhiere a ellas, se hace partícipe. El realizador entiende, y lo manifiesta con la imagen y las palabras, que así como el dolor es común, también lo puede ser la alegría y, sobre todo, el compromiso con el bienestar general. “Bajo asedio, el dolor individual es un lujo, y el dolor secreto, una traición imperdonable –dice–. Para los sitiados, el dolor colectivo es una cualidad y el camino hacia la supervivencia. Bajo asedio, no ocultes tu dolor a los demás como un héroe. Siente el dolor y llora con ellos tanto como puedas”. Así precisamente lo asume el director, y es más notorio cuando registra la muerte, ante la cual toma distancia para enfocarse más en el sentir generalizado que provoca, un sentir más cercano a la oración que al rencor. “Bajo asedio la justicia significa venganza y nada más que venganza. Cuídate del excesivo odio y resentimiento, porque te puedes perder en ello”, dice mientras revela las imágenes de una masiva manifestación, en forma de canto doloroso, por la muerte de un niño y la indiferencia del mundo.
Aunque la película expone también las contradicciones que el asedio puede despertar en el interior de los individuos, prefiere el director quedarse con la lucha colectiva. Es en ella donde, de alguna manera, así sea temporal, se desdibuja la miseria y se agita la quietud del tiempo; es en ella, y su clamor, silencioso ante el mundo, donde el director finalmente halla la esperanza. Descubre acaso que el horizonte oculto por los anónimos sitiadores se encuentra también en los otros.
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A LA ESPERA DEL HORIZONTE
Sobre Little Palestine: Diary of a Siege, de Abdallah Al-Khatib
Si algo puede darnos la sensación de la libertad es la presencia de un horizonte. Su silueta en la distancia nos da la sensación de una eterna posibilidad de partir, así no siempre nos dirijamos allí o lo aplacemos eternamente. Ser conscientes de ese escenario abierto nos da una especie de tranquilidad inconsciente, como la del paranoico que mira atrás y ve que no lo siguen. Es la ausencia de ese horizonte el pilar sobre el cual se sostiene Little Palestine: Diary of a Siege, de Abdallah Al-Khatib, documental sobre el llamado Campo de Yarmouk, en Damasco, Siria, donde vivía la mayor concentración de palestinos refugiados del mundo, que emigraron de su propia tierra cuando se reconoció a Israel como Estado, en 1948. El director, un joven activista y sociólogo, vivía en este campo durante el asedio ordenado por el régimen de Bashar al-Assad, de 2013 a 2015. La película recoge la cotidianidad de este asentamiento, donde nadie podía entrar o salir y que, poco a poco, se vio privado de alimento, agua, electricidad y medicinas. Las imágenes reúnen la denuncia de ese hecho deleznable, perdido entre las muchas agonías de la guerra civil de Siria, y la película toda es una reflexión sincera sobre el tiempo, la libertad y la colectividad.
El punto de partida es, en efecto, la mirada hacia un horizonte. La cámara se ubica en medio de una calle concurrida, sobre un separador. A los lados se ven tiendas y negocios, y en el asfalto andan los transeúntes, a pie o en bicicleta. Al fondo se perciben unas breves montañas, más allá de la salida del barrio. Este es un plano de antes del asedio. Con una transición sutil se introduce la imagen del presente, tras algunos meses de iniciado el encierro, y sentimos el contraste devastador y la transformación del espacio a raíz de los estragos de los bombardeos. Se muestra entonces el vacío, el polvo, los negocios cerrados y, en la distancia, una especie de barricada que cubre el horizonte. “El horizonte estaba abierto a infinitas posibilidades –dice el narrador, Abdallah–. Caminábamos hacia él con confianza. Sin darnos cuenta de que algo extraño se avecinaba. Éramos felices en el cielo azul y el sonido del viento. De repente, un denso polvo inundó el espacio. Los colores y la gente desaparecieron. El tiempo se detuvo más allá de la barricada y ahora todo avanza a lo largo del asedio”.
La cámara regresará al mismo punto en diferentes momentos de la película para dejar sembrada allí la evidencia de la transformación y el deterioro, junto con las reflexiones poéticas de Abdallah, retratadas luego en otros espacios. La filmación es amateur, la de alguien que entiende la importancia de recoger –en bruto– esas imágenes, de reunir en ellas el único testimonio de aquel grupo de palestinos. Hay así un uso desmedido del zoom, movimientos abruptos, tremores, desequilibrios, hasta que el lente aterriza en encuadres elocuentes; se percibe en ello, en esa momentánea inseguridad, una búsqueda de belleza y de luz entre la miseria; y, en efecto, la película la encuentra.
Los niños y los viejos se convierten en el centro del relato. De los primeros se pone en relieve su inocente alegría. Se revelan sus juegos y sus risas, pero, al mismo tiempo, una conciencia política que empieza a afianzarse en ellos. Exigen, en medio de su algarabía, el regreso de su libertad, la apertura de las carreteras; manifiestan algunos, incluso, su deseo de partir hacia Palestina, donde (acaso lo ignoran) sus lejanos compatriotas sufren otro asedio. De los viejos se recoge su nostalgia y su valentía; no le temen a la muerte, como lo afirman muchos, ni se estremecen ante los estruendos de bombardeos en la distancia, y, a pesar del encierro, se aferran a conservar sus costumbres y sus rituales religiosos; pero también nos hacemos testigos de su deterioro físico cuando en la historia vemos a la madre de Abdallah, que es enfermera voluntaria, atender a estos adultos mayores, lo que muchas veces se reduce, debido a la ausencia de medicamentos, a dar palabras de aliento o a simplemente escuchar.
Hay otra mirada en la forma cómo el director decide registrar los cuerpos de los niños y los viejos. Resulta a ratos algo invasiva: enfoca con el zoom, por ejemplo, un pie, e inicia un lento recorrido por el atuendo harapiento, como si más que registrar husmeara, hasta alcanzar el rostro y quedarse allí en silencio algunos segundos. Difícil decidir si peca el director al centrar su atención en la miseria de los habitantes, cuando no es él un testigo extraño de lo que sucede, sino alguien que también lo sufre.
La cámara, sin embargo, no parece sorprender ni asustar a los habitantes. Algunos incluso lo conducen a tomar determinados planos. Otros le hablan a la cámara como si lo hicieran al resto del mundo, como si el lente fuera un canal de comunicación directa con las organizaciones humanitarias a las que piden ayuda, el único canal a través del cual hacen resonar su voz. Ven en la cámara, en últimas, una esperanza. Mientras que para Abdallah, que es consciente de que no hay una magia tan inmediata en el dispositivo, la cámara es apenas una manera para él mismo no colapsar ante la quietud del tiempo.
Porque esta es también una película sobre el tiempo. Aun cuando el título afirma ser un diario, no hay una marca que devele el transcurso de los días, de los meses o de los años. Los bloques de tiempo se determinan, quizá, cuando el director regresa al separador en la calle, donde se ubicara al inicio a contemplar el horizonte interrumpido. La intención de recurrir a un diario sin fechas es tal vez la manera de mostrar la inmutabilidad del tiempo en un cautiverio de esa índole. Un prisionero entiende las razones de su presidio; su esperanza y su atención se enfocan en el avance de los años. Cuando se es, en cambio, un pueblo aherrojado, sin motivo aparente, no hay espera, porque no se conoce el límite de la condena, solo la incertidumbre. ¿Pasarán acaso meses o años o siempre? Es ahí cuando el director se enfoca en los cuerpos quietos, que miran hacia distancias azarosas, buscando quizá ese horizonte perdido. Una manera de registrar ese tiempo estático, que aguarda a ser reactivado para impulsarlos de nuevo a todos y a todo. Reflexiona entonces: “El tiempo es la verdadera prisión de los sitiados. Ten cuidado. El tiempo mata a quienes lo siguen. Déjalo. Llena el vacío con significado tanto como puedas. Encuentra sentido en una carretera limpia después de la destrucción provocada por un avión; coge una escoba. Encuentra sentido en un niño cuya sonrisa resiste el asedio. Encuentra significado en detalles que temes que desaparezcan; agarra una cámara”. Habla así, en modo imperativo, como si acaso los sitiados pudieran hoy escucharlo o como si, más bien, se dirigiera a nosotros, advirtiéndonos que ninguno está exento de un secuestro semejante.
A ratos esa quietud se hace móvil, y el afán de búsqueda de esperanza se enfoca en el andar de los habitantes: “Caminar bajo asedio es un ritual de supervivencia –dice–. La máxima práctica de la libertad. El entrenamiento ante el aislamiento que impone la oscuridad del hogar. Bajo asedio, la gente camina sin cesar en distritos con fronteras fragmentadas para recoger las sonrisas con las que la muerte no tropezó la noche anterior”. Pero esa movilidad es más latente cuando a lo largo de la película se exhibe el sentido colectivo; son momentos de complicidad musical, sobre todo durante las manifestaciones, en las que participan tanto jóvenes como viejos, mujeres y niños. La cámara registra las aglomeraciones y se adhiere a ellas, se hace partícipe. El realizador entiende, y lo manifiesta con la imagen y las palabras, que así como el dolor es común, también lo puede ser la alegría y, sobre todo, el compromiso con el bienestar general. “Bajo asedio, el dolor individual es un lujo, y el dolor secreto, una traición imperdonable –dice–. Para los sitiados, el dolor colectivo es una cualidad y el camino hacia la supervivencia. Bajo asedio, no ocultes tu dolor a los demás como un héroe. Siente el dolor y llora con ellos tanto como puedas”. Así precisamente lo asume el director, y es más notorio cuando registra la muerte, ante la cual toma distancia para enfocarse más en el sentir generalizado que provoca, un sentir más cercano a la oración que al rencor. “Bajo asedio la justicia significa venganza y nada más que venganza. Cuídate del excesivo odio y resentimiento, porque te puedes perder en ello”, dice mientras revela las imágenes de una masiva manifestación, en forma de canto doloroso, por la muerte de un niño y la indiferencia del mundo.
Aunque la película expone también las contradicciones que el asedio puede despertar en el interior de los individuos, prefiere el director quedarse con la lucha colectiva. Es en ella donde, de alguna manera, así sea temporal, se desdibuja la miseria y se agita la quietud del tiempo; es en ella, y su clamor, silencioso ante el mundo, donde el director finalmente halla la esperanza. Descubre acaso que el horizonte oculto por los anónimos sitiadores se encuentra también en los otros.
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