Se podría abordar esta película de Stéphane Brizé enfatizando su planicie estética, su desmesurado realismo, su descolorida representación de un conjunto de códigos sociales caducos y obsoletos, la puesta en escena de una realidad que no le importa a nadie ya, que no nos representa como sociedad. Se podría sojuzgar también a sus personajes como sobreactuados mimetismos del espíritu social de una época universitaria que no logró transformar el mundo, sino que, antes bien, profundizó estereotipos luego capturados por el mercado de símbolos. Se puede criticar, pues, con total ingenuidad esta constelación panfletaria que nos muestra algo que ya sabemos y que, pudiendo importarnos mucho más, constituye ese tipo de cuestiones sociales que debemos forcluir para siquiera ser, para siquiera conseguir pararnos de la cama a emprender nuestras batallas particulares cotidianas.
Podríamos también hacer de cuenta que esta producción nunca existió, como negamos voluntariamente el hecho fundamental de que un mundo sin trabajadores aún no es posible; que todo lo que rodea nuestra pequeña libertad cotidiana es producto del trabajo del ingenio de unos cuantos y del trabajo manual de tantos otros. Se podría hacer todo esto y estaríamos precisamente equivocados.
Si se ha de buscar la relevancia estética de esta película no se podría encontrar solamente en esa expectativa de embellecimiento que es central para la sensibilidad aturdida. El embellecimiento, o la belleza, es una búsqueda de calibre diferente en esta película. Los intervalos conscientes entre cámara de mano —como presencia indiscreta entre un grupo de trabajadores enardecidos que se ponen de acuerdo acerca de las mejores estrategias políticas del sindicato— y el espectacular realismo de los planos propios de las transmisiones noticiosas construyen los modos de percepción paradigmáticos de nuestra época: la indiscreción voyerista del trabajo de edición casera que gobierna las plataformas digitales y nuestro privilegiado —y a la vez autoritario— acceso a la esfera de lo público a través de la información mediática oficial. En esta doble forma de exposición, la de una cercanía hiperrealista y la mediada por el lente comunicativo, la película trata de dejar claro que su objeto no es sólo la fábrica, el mundo del trabajo o las cuitas de la globalización económica, la realidad sintetizada a través de nuestros mecanismos privilegiados de percepción. Y este punto es importante, pues la tesis enmarañada en este recurso formal bien puede implicar la acusación fundamental de que la sociedad ha perdido todo acceso a las cuestiones de importancia general, de importancia política. La mediación mediática, instancia de comunicación central dentro de la estructura del Estado moderno, ha terminado por subsumir todos los accesos existentes a la realidad política y económica (la instancia donde realmente lo importante está en juego). En esta subsunción quedamos todos tan alejados de las luchas sociales cotidianas como el espectador de una película (esta o cualquier otra) queda enajenado necesariamente del rodaje, de sus métodos y su objeto. La película no narra sino que transmite desde un “lugar de los hechos” que ya no podemos visitar. La tesis debordiana de la espectacularización del mundo no podría quedar mejor expuesta que a través de este recurso excepcionalmente plástico. Pero no es un lamento filosófico general acerca de “la realidad”, cualquier realidad. No es la acusación tradicionalmente antiidealista de una pérdida de las coordenadas objetivas de los individuos. Habría que entender el hecho de que lo narrado nos revela lo que debe ser objeto del pensamiento. Así, no se trata de la realidad sin más, sino de los momentos fundamentales de la vida práctica, de la moral y de la política posible.
Ahora bien, ¿cuál es la disputa? De nuevo, podríamos decir con total sobriedad que es una actualización de la vieja sin salida sindical, del agotamiento de los medios de lucha laboral. Una renovada ejemplificación del poder acumulado de los conglomerados económicos y de la impotencia generalizada, de la desesperación ridícula (representada con énfasis y total falta de sensibilidad al final del filme a través de un recurso a la Haneke). Todo esto estaría bien dicho y se bastaría a sí mismo si de lo que se tratara fuera de resumir informativamente y con total falta de perspectiva (como sucede en las más edificantes columnas cinéfilas de El Colombiano y El Tiempo).
Este filme presenta, antes que nada, un diálogo entre sujetos sin lenguaje. Y aquí me parece que se toca el núcleo más duro de la película. Las interacciones entre los implicados —que, obviamente, existen y, por lo tanto, aquí apelamos a una noción más amplia de lenguaje— no sólo se desenvuelven en forma de permanentes griteríos (o chillidos como sintomáticamente juzga el conservadurismo de Salvá), en los cuales queda bien retratada la desesperación de quienes ven amenazada la base económica de su existencia. El problema en estas interacciones se descubre más bien en el hecho de que los mismos implicados no saben muy bien en nombre de qué o de quién llevan a cabo su lucha. Este enfrentamiento, que comienza con el cierre de una fábrica francesa perteneciente a un conglomerado alemán y el consecuente despido de 1.100 trabajadores, es el telón de fondo donde la paradójica vida comunicativa de esta clase trabajadora precarizada se pone en acción. La paradoja consiste en que a pesar del ejercicio insistente e intenso de llegar a acuerdos —tanto entre los mismos trabajadores, como con los voceros y dirigentes de la firma—, este intento se muestra, finalmente, como una parafernalia absolutamente prescindible. La pantomima de la comunicación queda totalmente capturada por la existencia de un poder latente, pero siempre abrumadoramente presente; una condición inexorable que da una ventaja prehistórica a quienes representan en esta ecuación los intereses del capital.
Mientras que la acción política es movida por una difusa conciencia del deseo de autoconservación, el ejercicio de poder y los acuerdos estratégicos entre esquiroles y patronos normalmente obedecen a una especie de inercia potente: la que deja todo casi siempre tal y como está. Contra este poder que conserva las cosas en su lugar, a unos arriba y a otros abajo, poco se puede hacer cuando no hay coordinación, cuando no hay lenguaje, cuando no hay, siquiera, una noción aproximada de lo que significa estar abajo; cuando no hay medios de expresión de las experiencias de quienes padecen bajo ese yugo inercial. El verdadero drama de esta película no se encarna en la desventura de Laurent Amédéo (Vincent Lindon) —sujeto de la apelación a un sumamente problemático heroísmo—, sino, sobre todo, en la patente incomunicabilidad de quienes están allí, al fondo de la escena, expectantes ante las decisiones de la vanguardia, fluctuando entre esquiroles y revolucionarios, absolutamente embotados respecto de sus propios intereses. Claramente el giro final que elige Brizé pone en claro riesgo la comprensión de todo lo aquí expuesto. El efectismo por el que se decanta la película termina siendo expresión de un paradójico peligro que acecha al espectador que busque una explicación a su propia incapacidad comunicativa. En ello el cine también habría de admitir su responsabilidad en el combate contra ese silencio sistemático y en la provisión de herramientas conceptuales para la lucha social.
En guerre no es la historia de una triste inmolación en la pugna revolucionaria por los derechos laborales, sino la captación de un pequeño momento en el continuum de la mudez de quienes aún no comprenden su propia existencia como damnificados del mundo, como proletarios. Debe concluirse, pues, que en este último aspecto —y a pesar de sus intentos de autosabotaje— la película es suficientemente lograda.
Aquí mismo, a través de la plataforma Eyelet, puede ver la película:
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LA MUDEZ OBRERA
A propósito de En guerre, de Stéphane Brizé
Se podría abordar esta película de Stéphane Brizé enfatizando su planicie estética, su desmesurado realismo, su descolorida representación de un conjunto de códigos sociales caducos y obsoletos, la puesta en escena de una realidad que no le importa a nadie ya, que no nos representa como sociedad. Se podría sojuzgar también a sus personajes como sobreactuados mimetismos del espíritu social de una época universitaria que no logró transformar el mundo, sino que, antes bien, profundizó estereotipos luego capturados por el mercado de símbolos. Se puede criticar, pues, con total ingenuidad esta constelación panfletaria que nos muestra algo que ya sabemos y que, pudiendo importarnos mucho más, constituye ese tipo de cuestiones sociales que debemos forcluir para siquiera ser, para siquiera conseguir pararnos de la cama a emprender nuestras batallas particulares cotidianas.
Podríamos también hacer de cuenta que esta producción nunca existió, como negamos voluntariamente el hecho fundamental de que un mundo sin trabajadores aún no es posible; que todo lo que rodea nuestra pequeña libertad cotidiana es producto del trabajo del ingenio de unos cuantos y del trabajo manual de tantos otros. Se podría hacer todo esto y estaríamos precisamente equivocados.
Si se ha de buscar la relevancia estética de esta película no se podría encontrar solamente en esa expectativa de embellecimiento que es central para la sensibilidad aturdida. El embellecimiento, o la belleza, es una búsqueda de calibre diferente en esta película. Los intervalos conscientes entre cámara de mano —como presencia indiscreta entre un grupo de trabajadores enardecidos que se ponen de acuerdo acerca de las mejores estrategias políticas del sindicato— y el espectacular realismo de los planos propios de las transmisiones noticiosas construyen los modos de percepción paradigmáticos de nuestra época: la indiscreción voyerista del trabajo de edición casera que gobierna las plataformas digitales y nuestro privilegiado —y a la vez autoritario— acceso a la esfera de lo público a través de la información mediática oficial. En esta doble forma de exposición, la de una cercanía hiperrealista y la mediada por el lente comunicativo, la película trata de dejar claro que su objeto no es sólo la fábrica, el mundo del trabajo o las cuitas de la globalización económica, la realidad sintetizada a través de nuestros mecanismos privilegiados de percepción. Y este punto es importante, pues la tesis enmarañada en este recurso formal bien puede implicar la acusación fundamental de que la sociedad ha perdido todo acceso a las cuestiones de importancia general, de importancia política. La mediación mediática, instancia de comunicación central dentro de la estructura del Estado moderno, ha terminado por subsumir todos los accesos existentes a la realidad política y económica (la instancia donde realmente lo importante está en juego). En esta subsunción quedamos todos tan alejados de las luchas sociales cotidianas como el espectador de una película (esta o cualquier otra) queda enajenado necesariamente del rodaje, de sus métodos y su objeto. La película no narra sino que transmite desde un “lugar de los hechos” que ya no podemos visitar. La tesis debordiana de la espectacularización del mundo no podría quedar mejor expuesta que a través de este recurso excepcionalmente plástico. Pero no es un lamento filosófico general acerca de “la realidad”, cualquier realidad. No es la acusación tradicionalmente antiidealista de una pérdida de las coordenadas objetivas de los individuos. Habría que entender el hecho de que lo narrado nos revela lo que debe ser objeto del pensamiento. Así, no se trata de la realidad sin más, sino de los momentos fundamentales de la vida práctica, de la moral y de la política posible.
Ahora bien, ¿cuál es la disputa? De nuevo, podríamos decir con total sobriedad que es una actualización de la vieja sin salida sindical, del agotamiento de los medios de lucha laboral. Una renovada ejemplificación del poder acumulado de los conglomerados económicos y de la impotencia generalizada, de la desesperación ridícula (representada con énfasis y total falta de sensibilidad al final del filme a través de un recurso a la Haneke). Todo esto estaría bien dicho y se bastaría a sí mismo si de lo que se tratara fuera de resumir informativamente y con total falta de perspectiva (como sucede en las más edificantes columnas cinéfilas de El Colombiano y El Tiempo).
Este filme presenta, antes que nada, un diálogo entre sujetos sin lenguaje. Y aquí me parece que se toca el núcleo más duro de la película. Las interacciones entre los implicados —que, obviamente, existen y, por lo tanto, aquí apelamos a una noción más amplia de lenguaje— no sólo se desenvuelven en forma de permanentes griteríos (o chillidos como sintomáticamente juzga el conservadurismo de Salvá), en los cuales queda bien retratada la desesperación de quienes ven amenazada la base económica de su existencia. El problema en estas interacciones se descubre más bien en el hecho de que los mismos implicados no saben muy bien en nombre de qué o de quién llevan a cabo su lucha. Este enfrentamiento, que comienza con el cierre de una fábrica francesa perteneciente a un conglomerado alemán y el consecuente despido de 1.100 trabajadores, es el telón de fondo donde la paradójica vida comunicativa de esta clase trabajadora precarizada se pone en acción. La paradoja consiste en que a pesar del ejercicio insistente e intenso de llegar a acuerdos —tanto entre los mismos trabajadores, como con los voceros y dirigentes de la firma—, este intento se muestra, finalmente, como una parafernalia absolutamente prescindible. La pantomima de la comunicación queda totalmente capturada por la existencia de un poder latente, pero siempre abrumadoramente presente; una condición inexorable que da una ventaja prehistórica a quienes representan en esta ecuación los intereses del capital.
Mientras que la acción política es movida por una difusa conciencia del deseo de autoconservación, el ejercicio de poder y los acuerdos estratégicos entre esquiroles y patronos normalmente obedecen a una especie de inercia potente: la que deja todo casi siempre tal y como está. Contra este poder que conserva las cosas en su lugar, a unos arriba y a otros abajo, poco se puede hacer cuando no hay coordinación, cuando no hay lenguaje, cuando no hay, siquiera, una noción aproximada de lo que significa estar abajo; cuando no hay medios de expresión de las experiencias de quienes padecen bajo ese yugo inercial. El verdadero drama de esta película no se encarna en la desventura de Laurent Amédéo (Vincent Lindon) —sujeto de la apelación a un sumamente problemático heroísmo—, sino, sobre todo, en la patente incomunicabilidad de quienes están allí, al fondo de la escena, expectantes ante las decisiones de la vanguardia, fluctuando entre esquiroles y revolucionarios, absolutamente embotados respecto de sus propios intereses. Claramente el giro final que elige Brizé pone en claro riesgo la comprensión de todo lo aquí expuesto. El efectismo por el que se decanta la película termina siendo expresión de un paradójico peligro que acecha al espectador que busque una explicación a su propia incapacidad comunicativa. En ello el cine también habría de admitir su responsabilidad en el combate contra ese silencio sistemático y en la provisión de herramientas conceptuales para la lucha social.
En guerre no es la historia de una triste inmolación en la pugna revolucionaria por los derechos laborales, sino la captación de un pequeño momento en el continuum de la mudez de quienes aún no comprenden su propia existencia como damnificados del mundo, como proletarios. Debe concluirse, pues, que en este último aspecto —y a pesar de sus intentos de autosabotaje— la película es suficientemente lograda.
Aquí mismo, a través de la plataforma Eyelet, puede ver la película:
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