Dice el teórico norteamericano Rick Altman en un texto suyo ya canónico, Los géneros cinematográficos, que “los esquemas narrativos de los textos genéricos emanan de prácticas sociales ya existentes, como superación imaginativa de las contradicciones inherentes a dichas prácticas”. Es decir, para plantearlo de otra manera, que los géneros cinematográficos introducen en el escenario de lo social una solución imaginaria respecto de lo que en dicho escenario se presenta como problemático, conflictivo y tensionante. Lo interesante de este planteamiento es que convierte al cine en una especie de receptáculo de los intereses a todo nivel de un público para que a su vez el cine devuelva una forma decantada respecto de cómo se deben afrontar el futuro y la realidad misma. Pero mucha atención porque esta afirmación no apunta a situar una función estricta del cine, sino que apela a aquellas narrativas organizadas alrededor de clasificaciones genéricas muy bien definidas y que resultan siendo muy funcionales dentro de las lógicas de producción y circulación de los productos de una institución cinematográfica dominante. Es decir, el éxito o no de un género cinematográfico depende, bajo ciertas circunstancias, de cómo introduce en lo caótico de lo social mismo un horizonte de posibilidades de solución. Es allí donde algunos advierten la potencia ideológica, e ideologizante, del cine, como un dispositivo regulador de múltiples prácticas donde lo que prima es el carácter ilusorio de las soluciones. Regulación que, en cualquier caso, supone su origen en una esfera de poder. De ese modo, la función ritual del cine como una actividad colectiva que permite tramitar los dilemas de la vida misma queda cooptada por una directriz específica discursiva, pero al mismo tiempo, la posibilidad de introducir una distancia insalvable entre el ciudadano de a pie y la complejidad misma de los fenómenos que lo afectan. El cine como una suerte de resguardo frente al horror a través de imágenes que, más allá de su carácter mostrativo, en el fondo adquieren su mayor potencia en su capacidad de encubrimiento.
Esta noción es solidaria con uno de los planteamientos hechos por Walter Benjamin en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. La cita, un poco extensa, es esta: “Entre las funciones sociales del arte, la más importante es la de establecer un equilibrio entre el hombre y el sistema de aparatos. El cine resuelve esta tarea no solo con la manera en que el hombre se representa ante el sistema de aparatos de filmación, sino con la manera en que, con la ayuda de este, se hace una representación del mundo circundante. Al hacer ampliaciones del inventario de este último, al subrayar detalles escondidos de utensilios que nos son familiares, al investigar ambientes banales bajo la conducción genial del lente, el cine incrementa, por un lado, el reconocimiento de las inevitabilidades que rigen nuestra existencia, pero llega, por otro, a asegurarnos un campo de acción inmenso e insospechado”.
Es así como llegamos a Monos, la más reciente película del director Alejandro Landes, celebrada alrededor del mundo en festivales y que, paradójicamente, ha alcanzado números en taquilla que serían impensables para otras películas colombianas de corriente, digamos, autoral. Precisamente es ese detalle el que llama profundamente la atención, porque Monos recurre a otras estrategias narrativas y formales distintas de las que han caracterizado cierto realismo institucionalizado en el cine colombiano. Monos no abandona del todo estas estrategias –véase allí por ejemplo el uso de los entornos naturales de selva y páramo, que va en consonancia con el paisajismo recurrente en muchas producciones recientes de nuestra cinematografía–, pero allí donde se destaca la vocación hiperrealista en la construcción del entorno, contrasta este hecho con un declarado abandono narrativo del realismo para dejar en su lugar una suerte de construcción alegórica del conflicto bélico que conduzca a una noción universalizada y global de la guerra y sus consecuencias.
Pero he aquí que la película comete una torpeza, no despreciable por el hecho mismo de su difícil detección. Sí, ha habido una respuesta favorable de cierto segmento del público colombiano. Sí, ha habido una aceptación casi unánime de la crítica extranjera (cuyas tendencias en algún punto tocan el comentario de los críticos colombianos, quienes también se han sumado al entusiasmo generalizado). Se ha dicho que esta película logra ese equilibrio soñado entre la aceptación del público y la crítica especializada, y, de ese modo, no es descabellado pensar que su camino en busca de la estatuilla se antoje un poco más expedito que el recorrido por otras películas colombianas. Se ha planteado una ejecución que podría ser modélica para el tratamiento de la guerra.
Se ha planteado todo eso, sí, pero la premisa de ese planteamiento es equivocada. No estamos frente a una película que logra tocar el núcleo sustancial de la guerra, sino de una fábula (casi moralizante) que opera a través de símbolos transparentes. Es decir, Monos, volvamos a Altman y Benjamin, propone un escenario ideal mediático para la tramitación colectiva de los horrores de la guerra. Hasta acá pareciera no haber ningún problema, pero el punto es que, dados los ejercicios de poder inscritos en las lógicas de circulación del cine, esta universalización resulta más favorable al entramado económico, y no al cine mismo o a un colectivo social. En ese sentido, Monos se convierte en una típica película de género, que en el fondo repite las estrategias colonizadoras del cine hollywoodense, aunque las oculta de forma muy eficaz.
Para que todo símbolo tenga una operatibilidad eficiente en cualquier colectivo humano debe tener siempre un núcleo de opacidad. Para el caso de la guerra, no se trata de lograr el recurso narrativo más eficiente para llegar a su centro terrible, sino de producir un mecanismo narrativo que vuelva a opacar ese centro y así poder neutralizar su carácter traumático. Eso es justamente lo que comunidades alrededor del mundo han intentado cuando se esfuerzan en reconstruir sus prácticas rituales luego de confrontaciones bélicas devastadoras. Lo que algunos llaman “reconstrucción del tejido social”. El asunto acá es que si una película como Monos busca recomponer prácticas rituales al interior de los colectivos sociales, no lo hace en ningún caso alrededor de los colectivos mismos (problemas similares conllevan películas como Roma o El abrazo de la serpiente), sino alrededor de lo que un mandato discursivo proveniente de las instituciones dominantes del cine instalan como un deber ser de lo ritual. La potencia ideológica de Hollywood radica, entre otras cosas, en cómo logra no solo organizar y regentar los modos de recepción de las películas, como lo hizo durante casi cien años, sino que está expandiendo una nueva epistemología de la realización. Y así, realizadores circunscritos a una identidad nacional, y que creen que trabajan en pos de ella, terminan replicando, o más bien actualizando, sin saberlo, un ejercicio de dominación simbólica en y través de la imagen cinematográfica. Allí donde el realizador se enuncia a sí mismo como perteneciente a una nacionalidad, su cine se vuelve extranjero de dicha nacionalidad para obtener sus mayores réditos allí donde construye una cierta coherencia con los mandatos institucionales. Es el truco del multiculturalismo expandido a la realización cinematográfica: hacer pasar una producción como surgida de las mismas entrañas de un colectivo social, pero que, al quedar obligada a responder a lógicas de circulación económicas, termina privilegiando estas lógicas. Lo que en décadas anteriores fue percibido como exotismo, ahora se presenta como original y auténtico. No es esto sino una consecuencia directa de que el núcleo de poder fundamental en el mundo del cine sea lo económico.
Por eso, Monos no es una película colombiana. Paradójicamente puede llegar a ser premiada como mejor película extranjera, asumiendo que lo “extranjero” construido desde un oficialismo solo lo es en apariencia. Lo extranjero construido desde la institucionalidad se convierte así en una nueva cara de lo doméstico.
De esa manera, más “colombianas” (entendiendo lo colombiano como lo verdaderamente extranjero) podrían ser películas como El hijo de Saúl, de László Nemes, y The act of Killing, de Joshua Oppenheimer, que, al operar directamente desde un anti-realismo, logran tocar algunos de los aspectos más horrorosos de la guerra. Monos va en dirección contraria. No es una alegoría anti-realista, sino más bien una que tiene como telón de fondo un realismo solapado que pretende pasar por universal y arquetípico. Así las cosas, Monos tiene todo el potencial para convertirse en una película totalmente exitosa, pero inofensiva.
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MONOS. MEJOR PELÍCULA EXTRANJERA
Monos, de Alejandro Landes
Dice el teórico norteamericano Rick Altman en un texto suyo ya canónico, Los géneros cinematográficos, que “los esquemas narrativos de los textos genéricos emanan de prácticas sociales ya existentes, como superación imaginativa de las contradicciones inherentes a dichas prácticas”. Es decir, para plantearlo de otra manera, que los géneros cinematográficos introducen en el escenario de lo social una solución imaginaria respecto de lo que en dicho escenario se presenta como problemático, conflictivo y tensionante. Lo interesante de este planteamiento es que convierte al cine en una especie de receptáculo de los intereses a todo nivel de un público para que a su vez el cine devuelva una forma decantada respecto de cómo se deben afrontar el futuro y la realidad misma. Pero mucha atención porque esta afirmación no apunta a situar una función estricta del cine, sino que apela a aquellas narrativas organizadas alrededor de clasificaciones genéricas muy bien definidas y que resultan siendo muy funcionales dentro de las lógicas de producción y circulación de los productos de una institución cinematográfica dominante. Es decir, el éxito o no de un género cinematográfico depende, bajo ciertas circunstancias, de cómo introduce en lo caótico de lo social mismo un horizonte de posibilidades de solución. Es allí donde algunos advierten la potencia ideológica, e ideologizante, del cine, como un dispositivo regulador de múltiples prácticas donde lo que prima es el carácter ilusorio de las soluciones. Regulación que, en cualquier caso, supone su origen en una esfera de poder. De ese modo, la función ritual del cine como una actividad colectiva que permite tramitar los dilemas de la vida misma queda cooptada por una directriz específica discursiva, pero al mismo tiempo, la posibilidad de introducir una distancia insalvable entre el ciudadano de a pie y la complejidad misma de los fenómenos que lo afectan. El cine como una suerte de resguardo frente al horror a través de imágenes que, más allá de su carácter mostrativo, en el fondo adquieren su mayor potencia en su capacidad de encubrimiento.
Esta noción es solidaria con uno de los planteamientos hechos por Walter Benjamin en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. La cita, un poco extensa, es esta: “Entre las funciones sociales del arte, la más importante es la de establecer un equilibrio entre el hombre y el sistema de aparatos. El cine resuelve esta tarea no solo con la manera en que el hombre se representa ante el sistema de aparatos de filmación, sino con la manera en que, con la ayuda de este, se hace una representación del mundo circundante. Al hacer ampliaciones del inventario de este último, al subrayar detalles escondidos de utensilios que nos son familiares, al investigar ambientes banales bajo la conducción genial del lente, el cine incrementa, por un lado, el reconocimiento de las inevitabilidades que rigen nuestra existencia, pero llega, por otro, a asegurarnos un campo de acción inmenso e insospechado”.
Es así como llegamos a Monos, la más reciente película del director Alejandro Landes, celebrada alrededor del mundo en festivales y que, paradójicamente, ha alcanzado números en taquilla que serían impensables para otras películas colombianas de corriente, digamos, autoral. Precisamente es ese detalle el que llama profundamente la atención, porque Monos recurre a otras estrategias narrativas y formales distintas de las que han caracterizado cierto realismo institucionalizado en el cine colombiano. Monos no abandona del todo estas estrategias –véase allí por ejemplo el uso de los entornos naturales de selva y páramo, que va en consonancia con el paisajismo recurrente en muchas producciones recientes de nuestra cinematografía–, pero allí donde se destaca la vocación hiperrealista en la construcción del entorno, contrasta este hecho con un declarado abandono narrativo del realismo para dejar en su lugar una suerte de construcción alegórica del conflicto bélico que conduzca a una noción universalizada y global de la guerra y sus consecuencias.
Pero he aquí que la película comete una torpeza, no despreciable por el hecho mismo de su difícil detección. Sí, ha habido una respuesta favorable de cierto segmento del público colombiano. Sí, ha habido una aceptación casi unánime de la crítica extranjera (cuyas tendencias en algún punto tocan el comentario de los críticos colombianos, quienes también se han sumado al entusiasmo generalizado). Se ha dicho que esta película logra ese equilibrio soñado entre la aceptación del público y la crítica especializada, y, de ese modo, no es descabellado pensar que su camino en busca de la estatuilla se antoje un poco más expedito que el recorrido por otras películas colombianas. Se ha planteado una ejecución que podría ser modélica para el tratamiento de la guerra.
Se ha planteado todo eso, sí, pero la premisa de ese planteamiento es equivocada. No estamos frente a una película que logra tocar el núcleo sustancial de la guerra, sino de una fábula (casi moralizante) que opera a través de símbolos transparentes. Es decir, Monos, volvamos a Altman y Benjamin, propone un escenario ideal mediático para la tramitación colectiva de los horrores de la guerra. Hasta acá pareciera no haber ningún problema, pero el punto es que, dados los ejercicios de poder inscritos en las lógicas de circulación del cine, esta universalización resulta más favorable al entramado económico, y no al cine mismo o a un colectivo social. En ese sentido, Monos se convierte en una típica película de género, que en el fondo repite las estrategias colonizadoras del cine hollywoodense, aunque las oculta de forma muy eficaz.
Para que todo símbolo tenga una operatibilidad eficiente en cualquier colectivo humano debe tener siempre un núcleo de opacidad. Para el caso de la guerra, no se trata de lograr el recurso narrativo más eficiente para llegar a su centro terrible, sino de producir un mecanismo narrativo que vuelva a opacar ese centro y así poder neutralizar su carácter traumático. Eso es justamente lo que comunidades alrededor del mundo han intentado cuando se esfuerzan en reconstruir sus prácticas rituales luego de confrontaciones bélicas devastadoras. Lo que algunos llaman “reconstrucción del tejido social”. El asunto acá es que si una película como Monos busca recomponer prácticas rituales al interior de los colectivos sociales, no lo hace en ningún caso alrededor de los colectivos mismos (problemas similares conllevan películas como Roma o El abrazo de la serpiente), sino alrededor de lo que un mandato discursivo proveniente de las instituciones dominantes del cine instalan como un deber ser de lo ritual. La potencia ideológica de Hollywood radica, entre otras cosas, en cómo logra no solo organizar y regentar los modos de recepción de las películas, como lo hizo durante casi cien años, sino que está expandiendo una nueva epistemología de la realización. Y así, realizadores circunscritos a una identidad nacional, y que creen que trabajan en pos de ella, terminan replicando, o más bien actualizando, sin saberlo, un ejercicio de dominación simbólica en y través de la imagen cinematográfica. Allí donde el realizador se enuncia a sí mismo como perteneciente a una nacionalidad, su cine se vuelve extranjero de dicha nacionalidad para obtener sus mayores réditos allí donde construye una cierta coherencia con los mandatos institucionales. Es el truco del multiculturalismo expandido a la realización cinematográfica: hacer pasar una producción como surgida de las mismas entrañas de un colectivo social, pero que, al quedar obligada a responder a lógicas de circulación económicas, termina privilegiando estas lógicas. Lo que en décadas anteriores fue percibido como exotismo, ahora se presenta como original y auténtico. No es esto sino una consecuencia directa de que el núcleo de poder fundamental en el mundo del cine sea lo económico.
Por eso, Monos no es una película colombiana. Paradójicamente puede llegar a ser premiada como mejor película extranjera, asumiendo que lo “extranjero” construido desde un oficialismo solo lo es en apariencia. Lo extranjero construido desde la institucionalidad se convierte así en una nueva cara de lo doméstico.
De esa manera, más “colombianas” (entendiendo lo colombiano como lo verdaderamente extranjero) podrían ser películas como El hijo de Saúl, de László Nemes, y The act of Killing, de Joshua Oppenheimer, que, al operar directamente desde un anti-realismo, logran tocar algunos de los aspectos más horrorosos de la guerra. Monos va en dirección contraria. No es una alegoría anti-realista, sino más bien una que tiene como telón de fondo un realismo solapado que pretende pasar por universal y arquetípico. Así las cosas, Monos tiene todo el potencial para convertirse en una película totalmente exitosa, pero inofensiva.
Lea un texto a favor de Monos, por Alejandra Meneses y Pablo Roldán.
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