La roya (2021) es la segunda película del director colombiano Juan Sebastián Mesa y ha sido la pieza elegida para inaugurar la versión 61 del Festival Internacional de Cine de Cartagena. La primera película de este director, Los Nadie (2016), ha sido reconocida en el entorno cinematográfico colombiano y le ha implicado un relativo éxito que le ha situado en el panorama de creadores cinematográficos con proyección en Latinoamérica. En La roya, Mesa hace una apuesta arriesgada por entender las contradicciones consustanciales a la vida del campo en Colombia y a sus relaciones problemáticas con los modos de vida urbanos.
Los paisajes cafeteros del suroeste antioqueño sirven de terreno a esta exploración en la subjetividad del moderno hombre del campo colombiano. Este primer registro constituye probablemente uno de los puntos más altos de esta producción, pues es justamente el paisaje, la fotografía, los tiempos a partir de los cuales es representada esta profundidad difícil del campo, aquello que dota a esta película de un carácter introspectivo. Responsable de este efecto es fundamentalmente el trabajo fotográfico de David Correa, quien logra que la densidad, la humedad, la impenetrabilidad, la opacidad y el espeso verdor del campo se transformen no sólo en recursos ambientales sino en importantes elementos psicológicos. Dada la dureza del terreno, la película se decanta por un trabajo hábil con nuevas técnicas de cámara y edición en las que el uso del dron (y el efecto de lo que podría llamarse “dron horizontal” o la transición del panóptico hacia la cámara de mano) es central. En este registro omnisciente de la naturaleza no sólo se declara el potencial de la técnica sino un interés en hacer de la dureza hermética del campo algo cognoscible y explotable desde el punto de vista narrativo y representativo. No siendo este un interés atribuíble únicamente a la técnica de rodaje sino a una especie de tendencia general en el cine, en la que éste se subsume a las transformaciones estructurales de la mirada humana, esta película sólo parece asumir lo que le es dado desde el punto de vista técnico y con ello consigue el particular efecto de ponernos en una relación flamante con el campo colombiano.
Ahora bien, lo que por un lado es sólo campiña observada y sometida al ojo poderoso del cine, la película busca conectarlo con la construcción de un sujeto hondo y contradictorio. Aquí entonces lo abrupto del espacio se convierte en geografía del alma. En esto aparece una honesta intención simbólica de Mesa, que pretende dotar al personaje de unas honduras que no se desarrollan plenamente y de modo explícito en la producción, son, más bien, abandonadas al posible ímpetu interpretativo del espectador. El personaje de Jorge (Daniel Ortiz) es el epicentro de los movimientos narrativos. Trabaja el campo con una disciplina férrea; vela por su abuelo quien tiene una enfermedad degenerativa, lo cual sitúa sitúa al personaje central en el rol –ya un poco cliché en el cine rural colombiano– de cuidador; tiene un romance oculto con su prima y vive tensado permanentemente por los hilos de un fantasma urbano. Hace parte de una cierta generación de jóvenes que pudieron acceder a una educación básica en los núcleos poblados de los entornos rurales y que se vieron enfrentados a la disyuntiva de ir a la ciudad o permanecer en el campo dedicados a sus labores tradicionales.
Adicionalmente, este panorama psicológico es complementado con una historia en claroscuro acerca del padre del protagonista. El posible suicidio de su padre, cuestión que lo atormenta permanentemente, es un detalle cuyas causas no clarificadas aportan a la opacidad del personaje y también se puede deber a una especie de efectismo que sólo aporta manidamente a la vinculación emocional con el protagonista y a dotar de una cierta consistencia a su búsqueda existencial. Más allá de este momento de posible debilidad narrativa (que no obstante parece suficiente para insistir en una cierta vacuidad subjetiva del filme, pues apela al rudimento parental sin desplegarlo plenamente), las búsquedas personales del protagonista se completan con el recuerdo de una relación juvenil que le plantea en este presente laboral y rutinario la pregunta permanente acerca de la posibilidad de salir de aquel espacio de encierro para perseguir lo querido en la ciudad. Se trata de Andrea, su novia de juventud, quien en algún momento decide romper con la vida del campo para llevar una existencia en la urbe centralizada. Este personaje se constituye en el punto de fuga del protagonista y asume preeminencia a la hora de explicar las contradicciones explícitas que reposan sobre el personaje principal. Aquí aparece nuevamente un problema sensible. La forma en que Mesa figura la individualidad escindida de Jorge es una conjunción de bellas representaciones naturalistas y problemáticas suplantaciones libidinales. Por un lado, este sujeto aparece en su puro intercambio orgánico con la naturaleza de la que vive y a la cual trabaja. Escarabajos que caminan por su mano, la captura de aves exóticas (que recuerdan bellamente sus propios silbidos y los modos de comunicación con su amante), serpientes que se mezclan con el producto de su jornal cafetero, unas uñas que crecen a la par en que avanza su aislamiento respecto del mundo social (y que lo sitúan clara ante como un objeto natural entre otros objetos naturales, casi al modo de una planta entre plantas). Esta naturalidad se contrasta con sus recuerdos de juventud, sus compañeros de colegio, el contacto con amigos y familiares que han decidido abandonar la vida del campo. El contraste naturaleza-civilización se hace inevitable aquí. Lo problemático aparece justamente cuando lo civilizado, o aquello otro que tensiona sus estados mentales, aparece de alguna manera falseado románticamente a través del recuerdo del primer amor. Lo otro de su situación es entonces arraigado en la estructura libidinal de este sujeto y en ello desaparece una reflexión seria acerca del contraste mismo. La contradicción consciente da paso a un romanticismo infantil y moralizante, pues no es casualidad que esa interminable escena de la fiesta aparezca como un tipo de escarmiento que termina por resolver las tensiones de un modo sumamente arbitrario a favor del idilio natural.
Precisamente en este punto es que el director y guionista exhibe un claro déficit sociológico que ya había aparecido en su ópera prima. Mientras que allí se falseaban idílicamente ciertos modos de vida urbanos (los cuales forcluían experiencias más rocosas y difíciles de aprehender de la vida violenta en las urbes latinoamericanas), en esta película el idilio, contrastadamente, aparece del lado de la vida natural. El pequeño final feliz, que constituye al tiempo conjuro y juicio sumario de las tentaciones urbanas que acecharon al personaje, echa tierra a cualquier intento de entender con alguna seriedad política el desastre de la vida agropecuaria, pues la roya, esa tendencia calladamente destructiva de lo natural, no se puede reducir a pueril metáfora de las angustias existenciales del campesinado, sino que podría extender sus significados a una comprensión profunda de las causas sociales (causas enmarañadas, estas sí, en una fuerte dialéctica de lo rural y lo urbano) que hacen de la vida natural una opción histórica y materialmente imposible en nuestro país.
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PERPLEJIDADES DEL CAMPO - FICCI 61 (01)
Especial FICCI 61
Sobre La roya, de Juan Sebastián Mesa
La roya (2021) es la segunda película del director colombiano Juan Sebastián Mesa y ha sido la pieza elegida para inaugurar la versión 61 del Festival Internacional de Cine de Cartagena. La primera película de este director, Los Nadie (2016), ha sido reconocida en el entorno cinematográfico colombiano y le ha implicado un relativo éxito que le ha situado en el panorama de creadores cinematográficos con proyección en Latinoamérica. En La roya, Mesa hace una apuesta arriesgada por entender las contradicciones consustanciales a la vida del campo en Colombia y a sus relaciones problemáticas con los modos de vida urbanos.
Los paisajes cafeteros del suroeste antioqueño sirven de terreno a esta exploración en la subjetividad del moderno hombre del campo colombiano. Este primer registro constituye probablemente uno de los puntos más altos de esta producción, pues es justamente el paisaje, la fotografía, los tiempos a partir de los cuales es representada esta profundidad difícil del campo, aquello que dota a esta película de un carácter introspectivo. Responsable de este efecto es fundamentalmente el trabajo fotográfico de David Correa, quien logra que la densidad, la humedad, la impenetrabilidad, la opacidad y el espeso verdor del campo se transformen no sólo en recursos ambientales sino en importantes elementos psicológicos. Dada la dureza del terreno, la película se decanta por un trabajo hábil con nuevas técnicas de cámara y edición en las que el uso del dron (y el efecto de lo que podría llamarse “dron horizontal” o la transición del panóptico hacia la cámara de mano) es central. En este registro omnisciente de la naturaleza no sólo se declara el potencial de la técnica sino un interés en hacer de la dureza hermética del campo algo cognoscible y explotable desde el punto de vista narrativo y representativo. No siendo este un interés atribuíble únicamente a la técnica de rodaje sino a una especie de tendencia general en el cine, en la que éste se subsume a las transformaciones estructurales de la mirada humana, esta película sólo parece asumir lo que le es dado desde el punto de vista técnico y con ello consigue el particular efecto de ponernos en una relación flamante con el campo colombiano.
Ahora bien, lo que por un lado es sólo campiña observada y sometida al ojo poderoso del cine, la película busca conectarlo con la construcción de un sujeto hondo y contradictorio. Aquí entonces lo abrupto del espacio se convierte en geografía del alma. En esto aparece una honesta intención simbólica de Mesa, que pretende dotar al personaje de unas honduras que no se desarrollan plenamente y de modo explícito en la producción, son, más bien, abandonadas al posible ímpetu interpretativo del espectador. El personaje de Jorge (Daniel Ortiz) es el epicentro de los movimientos narrativos. Trabaja el campo con una disciplina férrea; vela por su abuelo quien tiene una enfermedad degenerativa, lo cual sitúa sitúa al personaje central en el rol –ya un poco cliché en el cine rural colombiano– de cuidador; tiene un romance oculto con su prima y vive tensado permanentemente por los hilos de un fantasma urbano. Hace parte de una cierta generación de jóvenes que pudieron acceder a una educación básica en los núcleos poblados de los entornos rurales y que se vieron enfrentados a la disyuntiva de ir a la ciudad o permanecer en el campo dedicados a sus labores tradicionales.
Adicionalmente, este panorama psicológico es complementado con una historia en claroscuro acerca del padre del protagonista. El posible suicidio de su padre, cuestión que lo atormenta permanentemente, es un detalle cuyas causas no clarificadas aportan a la opacidad del personaje y también se puede deber a una especie de efectismo que sólo aporta manidamente a la vinculación emocional con el protagonista y a dotar de una cierta consistencia a su búsqueda existencial. Más allá de este momento de posible debilidad narrativa (que no obstante parece suficiente para insistir en una cierta vacuidad subjetiva del filme, pues apela al rudimento parental sin desplegarlo plenamente), las búsquedas personales del protagonista se completan con el recuerdo de una relación juvenil que le plantea en este presente laboral y rutinario la pregunta permanente acerca de la posibilidad de salir de aquel espacio de encierro para perseguir lo querido en la ciudad. Se trata de Andrea, su novia de juventud, quien en algún momento decide romper con la vida del campo para llevar una existencia en la urbe centralizada. Este personaje se constituye en el punto de fuga del protagonista y asume preeminencia a la hora de explicar las contradicciones explícitas que reposan sobre el personaje principal. Aquí aparece nuevamente un problema sensible. La forma en que Mesa figura la individualidad escindida de Jorge es una conjunción de bellas representaciones naturalistas y problemáticas suplantaciones libidinales. Por un lado, este sujeto aparece en su puro intercambio orgánico con la naturaleza de la que vive y a la cual trabaja. Escarabajos que caminan por su mano, la captura de aves exóticas (que recuerdan bellamente sus propios silbidos y los modos de comunicación con su amante), serpientes que se mezclan con el producto de su jornal cafetero, unas uñas que crecen a la par en que avanza su aislamiento respecto del mundo social (y que lo sitúan clara ante como un objeto natural entre otros objetos naturales, casi al modo de una planta entre plantas). Esta naturalidad se contrasta con sus recuerdos de juventud, sus compañeros de colegio, el contacto con amigos y familiares que han decidido abandonar la vida del campo. El contraste naturaleza-civilización se hace inevitable aquí. Lo problemático aparece justamente cuando lo civilizado, o aquello otro que tensiona sus estados mentales, aparece de alguna manera falseado románticamente a través del recuerdo del primer amor. Lo otro de su situación es entonces arraigado en la estructura libidinal de este sujeto y en ello desaparece una reflexión seria acerca del contraste mismo. La contradicción consciente da paso a un romanticismo infantil y moralizante, pues no es casualidad que esa interminable escena de la fiesta aparezca como un tipo de escarmiento que termina por resolver las tensiones de un modo sumamente arbitrario a favor del idilio natural.
Precisamente en este punto es que el director y guionista exhibe un claro déficit sociológico que ya había aparecido en su ópera prima. Mientras que allí se falseaban idílicamente ciertos modos de vida urbanos (los cuales forcluían experiencias más rocosas y difíciles de aprehender de la vida violenta en las urbes latinoamericanas), en esta película el idilio, contrastadamente, aparece del lado de la vida natural. El pequeño final feliz, que constituye al tiempo conjuro y juicio sumario de las tentaciones urbanas que acecharon al personaje, echa tierra a cualquier intento de entender con alguna seriedad política el desastre de la vida agropecuaria, pues la roya, esa tendencia calladamente destructiva de lo natural, no se puede reducir a pueril metáfora de las angustias existenciales del campesinado, sino que podría extender sus significados a una comprensión profunda de las causas sociales (causas enmarañadas, estas sí, en una fuerte dialéctica de lo rural y lo urbano) que hacen de la vida natural una opción histórica y materialmente imposible en nuestro país.
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