Con algunas películas recientes creo estar sintiendo algo muy parecido a la emoción que impulsó a François Truffaut para publicar, en enero de 1954, el texto Una cierta tendencia del cine francés, su famoso artículo donde despreciaba –con sendas razones– el cine francés de su época que se hacía pasar por importante, una afrenta a lo que él llamó “el cine de qualité” (que analizó desde los guiones de esas películas; dice Truffaut “pero conviene, creo, precisar que los directores son y se consideran responsables de los guiones y de los diálogos que ilustran”), un cine que, contento con exponer la perfección de sus decorados, de sus movimientos de cámara, de su postiza mise én scène, condena al espectador al tedio. Quiero decir que parece que últimamente (¿solo últimamente?) han llegado muchas películas tediosas, de “calidad intachable” y que se hacen pasar por importantes, que ambicionan una cierta admiración que les permita precisamente eso, sentirse importantes, que “valen más”.
Aquí hablaré de una de esas. La Danseuse, ópera prima de Stéphanie Di Giusto, que llegó a las salas gracias (¿escribí gracias?) al Festival Eurocine, del que son más visibles sus ruinas que otra cosa. Una película que decide explorar las inicios de la carrera de Loïe Fuller, la prominente bailarina nacida en Estados Unidos pero afincada en Francia que cambiaría –dicen los que saben– la danza para siempre, que la llevó a un lugar impredecible, la innovó y renovó. La película, a diferencia entonces de la carrera de la Fuller, es una evidencia de cómo se va sacrificando una cierta esencia del cine por la devoción a la perfección. Un culto a la técnica. Acá, digamos, la mano que escribe está atada y su caligrafía obedece a cadenas extrañas, como la monja que exige a sus pupilos una caligrafía perfecta. Sin expresión.
La película pretende atesorar, ser testigo, de un momento de la vida de una gran artista. “Una película de la vida real” se podrá decir de ella. Truffaut, en el texto que mencioné, decía: “esta escuela, que encara al realismo, lo destruye siempre en el momento de captarlo, ansiosa como está por apresar a los seres en un mundo cerrado, rodeado por las fórmulas, los juegos de palabras, las máximas, en lugar de dejarles mostrarse tal como son ante nuestros ojos.” Con este pretexto narrativo aparecen ideas que resultan opacas, desproporcionadas y vetustas: la tradicional máxima de que el artista debe sacrificar tantas cosas por su arte, por ejemplo. Y también, y esta es la más horrible de todas, la enemistad o el profundo hoyo negro que tiene que existir entre dos grandes artistas. En el film aparece Isadora Duncan con el único propósito de arruinar los shows de Fuller, se entiende entonces que en el mundo no hay espacio para dos grandes artistas, que donde exista, digamos, una Isabelle Huppert tampoco puede existir una Juliette Binoche; o donde pisa Arnaud Desplechin no puede pisar (al menos sin declararse una batalla muerte) Alain Guiraudie. Una ridiculez absoluta.
Cuando esperamos que una ópera prima entregue pistas sobre el futuro de un artista, que esté (por todas las emociones que suscita) llena de libertad, de rabia, nacida de una necesidad inaplazable, testigo de unas preocupaciones incipientes pero rotundas, Di Giusto sale con esto. Una película que encarna un cierto sentido de la timidez, de las ganas de mostrarla como un vehículo para que la gente sepa qué tan capaz es su directora, alguien que no permite la torpeza (y entonces tampoco la sorpresa). La supuesta belleza de la película, sin embargo, aflora de otra arte. Cuando el cine ya ha superado todos los debates sobre su forma, su expresión, aquello que, decían en otras épocas, lo anclaba de forma permanente a la literatura o al teatro, películas como esta dan pasos hacia atrás, restringe el registro del cine y decide que sus mejores escenas van a ser filmar la danza, filmar otra arte; atarse a ella erradicando la expresión propia de dos imágenes en movimiento que se juntan en una sala de edición y que nosotros las podemos registrar sin interrupciones porque un “error” en nuestro ojo así lo permite. Eso nos hace sentir que ver La Danseuse es ver la imitación de una película. Truffaut se revuelve en su tumba. Nosotros, ante el tedio, nos revolvemos en la silla.
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LA CALIDAD
La Danseuse, de Stéphanie Di Giusto (2016)
Con algunas películas recientes creo estar sintiendo algo muy parecido a la emoción que impulsó a François Truffaut para publicar, en enero de 1954, el texto Una cierta tendencia del cine francés, su famoso artículo donde despreciaba –con sendas razones– el cine francés de su época que se hacía pasar por importante, una afrenta a lo que él llamó “el cine de qualité” (que analizó desde los guiones de esas películas; dice Truffaut “pero conviene, creo, precisar que los directores son y se consideran responsables de los guiones y de los diálogos que ilustran”), un cine que, contento con exponer la perfección de sus decorados, de sus movimientos de cámara, de su postiza mise én scène, condena al espectador al tedio. Quiero decir que parece que últimamente (¿solo últimamente?) han llegado muchas películas tediosas, de “calidad intachable” y que se hacen pasar por importantes, que ambicionan una cierta admiración que les permita precisamente eso, sentirse importantes, que “valen más”.
Aquí hablaré de una de esas. La Danseuse, ópera prima de Stéphanie Di Giusto, que llegó a las salas gracias (¿escribí gracias?) al Festival Eurocine, del que son más visibles sus ruinas que otra cosa. Una película que decide explorar las inicios de la carrera de Loïe Fuller, la prominente bailarina nacida en Estados Unidos pero afincada en Francia que cambiaría –dicen los que saben– la danza para siempre, que la llevó a un lugar impredecible, la innovó y renovó. La película, a diferencia entonces de la carrera de la Fuller, es una evidencia de cómo se va sacrificando una cierta esencia del cine por la devoción a la perfección. Un culto a la técnica. Acá, digamos, la mano que escribe está atada y su caligrafía obedece a cadenas extrañas, como la monja que exige a sus pupilos una caligrafía perfecta. Sin expresión.
La película pretende atesorar, ser testigo, de un momento de la vida de una gran artista. “Una película de la vida real” se podrá decir de ella. Truffaut, en el texto que mencioné, decía: “esta escuela, que encara al realismo, lo destruye siempre en el momento de captarlo, ansiosa como está por apresar a los seres en un mundo cerrado, rodeado por las fórmulas, los juegos de palabras, las máximas, en lugar de dejarles mostrarse tal como son ante nuestros ojos.” Con este pretexto narrativo aparecen ideas que resultan opacas, desproporcionadas y vetustas: la tradicional máxima de que el artista debe sacrificar tantas cosas por su arte, por ejemplo. Y también, y esta es la más horrible de todas, la enemistad o el profundo hoyo negro que tiene que existir entre dos grandes artistas. En el film aparece Isadora Duncan con el único propósito de arruinar los shows de Fuller, se entiende entonces que en el mundo no hay espacio para dos grandes artistas, que donde exista, digamos, una Isabelle Huppert tampoco puede existir una Juliette Binoche; o donde pisa Arnaud Desplechin no puede pisar (al menos sin declararse una batalla muerte) Alain Guiraudie. Una ridiculez absoluta.
Cuando esperamos que una ópera prima entregue pistas sobre el futuro de un artista, que esté (por todas las emociones que suscita) llena de libertad, de rabia, nacida de una necesidad inaplazable, testigo de unas preocupaciones incipientes pero rotundas, Di Giusto sale con esto. Una película que encarna un cierto sentido de la timidez, de las ganas de mostrarla como un vehículo para que la gente sepa qué tan capaz es su directora, alguien que no permite la torpeza (y entonces tampoco la sorpresa). La supuesta belleza de la película, sin embargo, aflora de otra arte. Cuando el cine ya ha superado todos los debates sobre su forma, su expresión, aquello que, decían en otras épocas, lo anclaba de forma permanente a la literatura o al teatro, películas como esta dan pasos hacia atrás, restringe el registro del cine y decide que sus mejores escenas van a ser filmar la danza, filmar otra arte; atarse a ella erradicando la expresión propia de dos imágenes en movimiento que se juntan en una sala de edición y que nosotros las podemos registrar sin interrupciones porque un “error” en nuestro ojo así lo permite. Eso nos hace sentir que ver La Danseuse es ver la imitación de una película. Truffaut se revuelve en su tumba. Nosotros, ante el tedio, nos revolvemos en la silla.
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