Esta mañana me desperté con resaca. Los sábados en la mañana casi siempre tengo resaca, es cierto; a medida que pasan los años, son cada vez peores. Me levanté junto con esa amiga de los fines de semana: el sentimiento de culpa, el llamado “guayabo moral”. La cabeza me daba vueltas, y una debilidad súbita ralentizó unos segundos el habitual trayecto hacia el baño. Caí de rodillas y me abracé a la taza; su fría loza refrescó mis brazos calientes. “¿Por qué algunos amamos lo que nos destruye?”, pensé antes de intentar devolver todo el alcohol que había ingerido, pero nada salía; fue cuando extrañado recordé que no había bebido la noche anterior, tan solo había visto Climax, la última película de Gaspar Noé.
Empezaron entonces a llegar a mi mente las perturbadoras imágenes de los trastornados bailarines de aquella trágica fiesta, como cuando las sinapsis, tardías, nos van trayendo selectivamente y entre brumas los recuerdos de una laguna de aguardiente. Por Dios, qué hice. Ah sí, la fiesta, la fiesta de Noé. Lo primero que recordé fue la paleta de colores, que me lastimó los ojos, un rojo fuerte y sus derivados, más las luces brillantes, luego los cuerpos elásticos de los bailarines, preparándose para lo que prometía ser una gira exitosa.
Me los fueron presentando poco a poco. Amables al principio, algunos un tanto petulantes, otros no muy convincentes; aunque en su forma de bailar sí que sobresalían. Y Gaspar hizo lo suyo con la cámara y sus clásicos planos de secuencia, que tan de moda están hoy en día (ojalá no vayan a perder su gracia de tanto abuso). Ello, más otros elementos, como el manejo del color y el uso de tipografía gruesa y agresiva en momentos inesperados de la obra, no lo diferencian de su anterior trabajo, es menester reconocerlo; ese es en definitiva su estilo, a veces es difícil cambiar y hasta riesgoso.
Lo que sí contemplé con mucha atención (quizá la embriaguez aún no había inoculado su sobredosis en mi conciencia) fue una extensa toma cenital de los bailarines. Sus movimientos desde esa perspectiva privilegiada creaban formas imposibles de percibir desde otros ángulos, similares a las de un caleidoscopio. Fue aquella escena, y su incomprensible belleza, determinante en mi ánimo; antes de ello, había considerado marcharme y aventurarme entre la nieve que rodeaba el recinto, a riesgo de perecer congelado.
Fue aquel momento de euforia un engañoso preámbulo al terror, porque finalmente aquella reunión no era más que eso, una obra de terror, para ello fuimos convocados, y ello gracias al elixir, el ponche contaminado con ácido que reposaba inofensivo en una humilde mesa. Todos bebimos de él e ingresamos a la confusión, guiados por el pincel de Noé que nos trazaba sin descanso los laberintos, parecidos a los de Irreversible (Irréversible, 2002), aunque menos contundentes, y nos conducía a distintas galerías, cada una con un horror, un exceso o un placer diferentes.
“Esta fiesta se desmoronó”, pensé en medio de aquella súbita orgía que rozaba la muerte, pero no porque algo haya fallado en los propósitos de Gaspar, el anfitrión, sino porque ello es lo que precisamente buscaba: nos brindó al principio la elocuencia y simetría de las formas otorgadas por los bailarines y sus movimientos, amenizó a los asistentes con música apropiada y adornó el escenario con colores vivos y fuertes, con énfasis en el rojo, como en Love (2015). Luego, de manera abrupta, derrumbó él mismo todo su entramado y nos lanzó sin contemplación al caos y a la demencia, producto de los sentidos alterados del grupo de esos sensibles jóvenes de los noventa.
Curiosamente, a pesar de la entropía reinante, la fiesta cobró más sentido, se aclaró el propósito narrativo de Noé, antes extraviado en las coreografías y las insulsas conversaciones entre los invitados. La historia despertó entonces nuestra embriagada curiosidad: ¿quién habrá alterado el ponche?, ¿cómo actuarán los bailarines con su inesperada condición mental?, ¿cuál será el desenlace de la historia que cada asistente traía consigo?
Por ello me seguí arrastrando junto con Noé y su cámara vertiginosa por los suelos de su laberinto, me dejé envolver por la repentina oscuridad, y con la sensibilidad dilatada, como los poros a los que se les aplica vapor, absorbí las sensaciones ominosas de los bailarines, que ya no bailaban, sino que divagaban con desesperación entre las galerías, guiados unos por instintos represados, otros por el paroxismo y otros por la simple maldad.
A diferencia de lo que podría creerse, la fiesta de Noé no fue el resultado de una construcción azarosa (como dirían sus detractores, los que, por cierto, no estaban invitados). Fue un caos planeado con cuidado, con el tacto del criminal agudo, dirigido a alterar los sentidos, más que a dejar moralejas, y si algunos quedamos con resaca, es el precio que se paga tras beber venenos suculentos.
Aún aferrado a la taza, con los recuerdos de la fiesta ya en su lugar, pude por fin vomitar tranquilo.
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LA FIESTA DE NOÉ
Climax, de Gaspar Noé (2018)
Esta mañana me desperté con resaca. Los sábados en la mañana casi siempre tengo resaca, es cierto; a medida que pasan los años, son cada vez peores. Me levanté junto con esa amiga de los fines de semana: el sentimiento de culpa, el llamado “guayabo moral”. La cabeza me daba vueltas, y una debilidad súbita ralentizó unos segundos el habitual trayecto hacia el baño. Caí de rodillas y me abracé a la taza; su fría loza refrescó mis brazos calientes. “¿Por qué algunos amamos lo que nos destruye?”, pensé antes de intentar devolver todo el alcohol que había ingerido, pero nada salía; fue cuando extrañado recordé que no había bebido la noche anterior, tan solo había visto Climax, la última película de Gaspar Noé.
Empezaron entonces a llegar a mi mente las perturbadoras imágenes de los trastornados bailarines de aquella trágica fiesta, como cuando las sinapsis, tardías, nos van trayendo selectivamente y entre brumas los recuerdos de una laguna de aguardiente. Por Dios, qué hice. Ah sí, la fiesta, la fiesta de Noé. Lo primero que recordé fue la paleta de colores, que me lastimó los ojos, un rojo fuerte y sus derivados, más las luces brillantes, luego los cuerpos elásticos de los bailarines, preparándose para lo que prometía ser una gira exitosa.
Me los fueron presentando poco a poco. Amables al principio, algunos un tanto petulantes, otros no muy convincentes; aunque en su forma de bailar sí que sobresalían. Y Gaspar hizo lo suyo con la cámara y sus clásicos planos de secuencia, que tan de moda están hoy en día (ojalá no vayan a perder su gracia de tanto abuso). Ello, más otros elementos, como el manejo del color y el uso de tipografía gruesa y agresiva en momentos inesperados de la obra, no lo diferencian de su anterior trabajo, es menester reconocerlo; ese es en definitiva su estilo, a veces es difícil cambiar y hasta riesgoso.
Lo que sí contemplé con mucha atención (quizá la embriaguez aún no había inoculado su sobredosis en mi conciencia) fue una extensa toma cenital de los bailarines. Sus movimientos desde esa perspectiva privilegiada creaban formas imposibles de percibir desde otros ángulos, similares a las de un caleidoscopio. Fue aquella escena, y su incomprensible belleza, determinante en mi ánimo; antes de ello, había considerado marcharme y aventurarme entre la nieve que rodeaba el recinto, a riesgo de perecer congelado.
Fue aquel momento de euforia un engañoso preámbulo al terror, porque finalmente aquella reunión no era más que eso, una obra de terror, para ello fuimos convocados, y ello gracias al elixir, el ponche contaminado con ácido que reposaba inofensivo en una humilde mesa. Todos bebimos de él e ingresamos a la confusión, guiados por el pincel de Noé que nos trazaba sin descanso los laberintos, parecidos a los de Irreversible (Irréversible, 2002), aunque menos contundentes, y nos conducía a distintas galerías, cada una con un horror, un exceso o un placer diferentes.
“Esta fiesta se desmoronó”, pensé en medio de aquella súbita orgía que rozaba la muerte, pero no porque algo haya fallado en los propósitos de Gaspar, el anfitrión, sino porque ello es lo que precisamente buscaba: nos brindó al principio la elocuencia y simetría de las formas otorgadas por los bailarines y sus movimientos, amenizó a los asistentes con música apropiada y adornó el escenario con colores vivos y fuertes, con énfasis en el rojo, como en Love (2015). Luego, de manera abrupta, derrumbó él mismo todo su entramado y nos lanzó sin contemplación al caos y a la demencia, producto de los sentidos alterados del grupo de esos sensibles jóvenes de los noventa.
Curiosamente, a pesar de la entropía reinante, la fiesta cobró más sentido, se aclaró el propósito narrativo de Noé, antes extraviado en las coreografías y las insulsas conversaciones entre los invitados. La historia despertó entonces nuestra embriagada curiosidad: ¿quién habrá alterado el ponche?, ¿cómo actuarán los bailarines con su inesperada condición mental?, ¿cuál será el desenlace de la historia que cada asistente traía consigo?
Por ello me seguí arrastrando junto con Noé y su cámara vertiginosa por los suelos de su laberinto, me dejé envolver por la repentina oscuridad, y con la sensibilidad dilatada, como los poros a los que se les aplica vapor, absorbí las sensaciones ominosas de los bailarines, que ya no bailaban, sino que divagaban con desesperación entre las galerías, guiados unos por instintos represados, otros por el paroxismo y otros por la simple maldad.
A diferencia de lo que podría creerse, la fiesta de Noé no fue el resultado de una construcción azarosa (como dirían sus detractores, los que, por cierto, no estaban invitados). Fue un caos planeado con cuidado, con el tacto del criminal agudo, dirigido a alterar los sentidos, más que a dejar moralejas, y si algunos quedamos con resaca, es el precio que se paga tras beber venenos suculentos.
Aún aferrado a la taza, con los recuerdos de la fiesta ya en su lugar, pude por fin vomitar tranquilo.
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