Memoria y relatos personales en el documental colombiano
En lo que va corrido del año se han estrenado en las salas de cine varios documentales que abordan la historia reciente del país a través de la vida de un personaje. Entre ellos están Ciro y yo, La mujer de los 7 nombres y The Smiling Lombana. Este último se estrenó en el pasado Festival de Cine de Cartagena y llegará a salas en los próximos meses. Las tres historias hacen referencia a sucesos ocurridos en el país en los últimos 50 años, un período de nuestra historia reciente marcado por el conflicto armado y el narcotráfico.
Ciro y yo, dirigida por Miguel Salazar, cuenta la historia de Ciro Galindo y su familia, quienes siendo habitantes de la Serranía de la Macarena, sufrieron la violencia de todos los actores armados: guerrilla, ejército y paramilitares. Ciro y su familia se desplazaron a la ciudad, pero allí, lejos de encontrar la tranquilidad que buscaban, enfrentan la desidia y el abandono por parte del Estado. La mujer de los 7 nombres, dirigida por Daniela Castro y Nicolás Ordoñez, es la historia de Yineth, una mujer que fue reclutada por la guerrilla a los 12 años de edad. Los siete nombres a los que hace referencia el título del documental son las identidades que ha construido a lo largo de su vida, empezando por el alias que usaba dentro del grupo armado y continuando con una sucesión de versiones que ha creado de sí misma para ocultarse, adaptarse y sobrevivir. Hoy trabaja en campañas estatales de desmovilización y reinserción de combatientes. The Smiling Lombana, de Daniela Abad, se trata de la historia de Tito Lombana, abuelo materno de la directora, un personaje enigmático quien, siendo un artista talentoso, empezó a trabajar con mafiosos en la ciudad de Medellín y se involucró en negocios de narcotráfico.
Al ver estas tres producciones se tiene la sensación de que nos encontramos en un buen momento histórico para hacer un alto en el camino, mirar hacia atrás y tratar de entender las décadas convulsionadas que hemos vivido. Estas historias evidencian que el cine es una herramienta poderosa para hacer esa revisión y construir relatos que pongan a dialogar el pasado con el presente. En las líneas siguientes trataré de establecer conexiones entre estas películas y otros documentales colombianos y latinoamericanos que abordan el pasado a través de relatos personales y familiares.
El documental en primera persona
Esta tendencia hacia lo personal se desarrolló en parte como reacción a lo impersonal del formato documental televisivo, en parte gracias a las tecnologías cada vez más portátiles y menos costosas y, en parte, gracias al atractivo que ofrece el relato personal en lo que se refiere a la experimentación formal y narrativa. Algunos de estos relatos se acercan a la autobiografía y están enunciados en primera persona; otros se plantean como retratos familiares. En algunos de ellos, el(la) realizador(a) es parte fundamental de la historia; en otros, ocupa un papel secundario.
En la cinematografía nacional se encuentran numerosos retratos familiares que exploran la relación entre generaciones. Algunos hacen referencia explícita al pasado político del país como Pizarro (2016), de Simón Hernández, y La parábola del retorno (2016), de Juan Soto. Otros, en cambio, se centran en las relaciones entre padres e hijos. Entre estos últimos podemos nombrar Amazonas (2016), de Claire Weiskopf; En el taller (2016), de Ana Salas; Inés, recuerdos de una vida (2013), de Luisa Sossa y Looking for (2012), de Andrea Said. Si bien estas películas no hacen de la historia social y política su centro de atención, esta emerge en los relatos personales. Los relatos en primera persona se han ocupado también del archivo como prueba material del pasado que promete un acceso directo a él. Este es el caso de Todo comenzó por el fin (2016), de Luis Ospina, y de Cesó la horrible noche (2015), de Ricardo Restrepo. Se pueden también nombrar propuestas que exploran el formato del diario íntimo como las primeras obras de Ana Salas (Frente al espejo, 2009, y En la ventana, 2011) y de Juan Soto (19º Sur, 65 º Oeste, 2010).
Si se sigue este viaje a través del tiempo, se arriba a los trabajos pioneros del documental autobiográfico en el país como Des(A)mparo (2004), de Gustavo Fernández, y Migración (2008), de Marcela Gómez. El primero aborda las relaciones familiares luego de la muerte violenta de la madre en la ciudad de Medellín. El segundo cuenta la historia de una familia que queda dividida a raíz del viaje de una parte de sus miembros a los Estados Unidos, como resultado de la crisis económica en la ciudad de Cali. Esta breve genealogía, que no es de ninguna manera exhaustiva, tiene el objeto de ubicar Ciro y yo, La mujer de los 7 nombres y The Smiling Lombana dentro del género del documental personal y autobiográfico que se viene desarrollando desde hace más de una década en el país. Como se puede ver, los relatos personales en el documental nacional son numerosos y se refieren a temas variados. Sin importar la forma que adopten, a través de estos relatos es posible observar cómo los personajes han vivido procesos históricos recientes, lo cual es una tendencia que se ha desarrollado en el ámbito latinoamericano durante las últimas décadas.
Los films de memoria
Los relatos personales y autobiográficos no son exclusivos de la cinematografía colombiana; de hecho, podríamos decir que esta tradición empieza de manera tardía en el país y se ha desarrollado con algo de timidez si se la compara con su desarrollo en otros países de la región. En el contexto internacional del documental se viene hablando de un “giro subjetivo” desde hace varias décadas. En Latinoamérica, en especial en los países del Cono Sur, ese giro se viene presentando desde la primera década del siglo XXI y ha tomado la forma de una revisión del pasado reciente con relatos personales y familiares que abordan los años vividos bajo las dictaduras militares, los gobiernos represivos, la militancia en movimientos de izquierda, las desapariciones y las torturas. Estas películas, hechas por los hijos de una generación que vivió los años más duros de la represión, interpelan el silencio social, y muchas veces familiar, que se ha instalado sobre el pasado. Algunos de los directores cuestionan las decisiones que tomaron sus padres y abuelos a la luz de las consecuencias que estas tuvieron al interior de sus familias. Otros rompen el silencio social que se impuso tras los procesos de democratización y las políticas de perdón y olvido que los acompañaron.
Esos relatos documentales, que miran y revisan el pasado, han venido a llamarse “films de memoria”, y tienen en común que abordan el pasado a través de la memoria encarnada en los personajes, una memoria íntima y atravesada por emociones. Como lo ha señalado desde hace un buen tiempo la historiografía, la historia es el resultado de un proceso de negociación entre diferentes versiones del pasado. En este proceso, las memorias individuales suelen ser acalladas, ignoradas, unificadas y englobadas por la memoria colectiva; sin embargo, desde los márgenes en los que se mueven, las memorias individuales tienen la capacidad de poner en evidencia los límites de la memoria colectiva, señalando lo que ha sido silenciado o ignorado en el proceso; confrontándola y entrando en tensión con ella. En este sentido, los relatos de memoria que toman la forma de películas documentales tienen el potencial de proponer versiones distintas y cuestionar aquello que se ha instalado como parte de la historiografía oficial.
Esto sucede con algunos relatos que, en diferentes países de América Latina, controvierten aspectos diversos de la historia de sus países. M (2007), de Nicolás Prividera, por ejemplo, además de emprender la búsqueda de lo que sucedió con la madre desaparecida del director, cuestiona las instituciones que se encargan de encontrar la verdad y preservar la memoria en Argentina. 108, cuchillo de palo (2010), de Renate Costa, investiga lo que sucedió con el tío de la directora, quien fue perseguido y reprimido por la dictadura en Paraguay por ser homosexual. Pero también aborda el tema de la homofobia latente en la sociedad paraguaya y al interior de la misma familia de la directora. Algo similar sucede con El pacto de Adriana (2017), de Lissette Orozco, que aborda la historia de la tía de la directora, quien trabajó en la agencia de inteligencia de la dictadura de Pinochet. A medida que la directora investiga la historia de su tía, se va encontrando con un doloroso pasado familiar y también con una parte de la historia de su país hasta el momento desconocida para ella.
Además de ser potencialmente contestatarios, los relatos documentales enunciados en primera persona tienen la posibilidad de evidenciar los procesos por medio de los cuales se construye la historia. Los Rubios (2003), de Albertina Carri, por ejemplo, evidencia las frustraciones, los espejismos y las trampas que se ponen en juego cuando se intenta recuperar el pasado; en este caso se trata de la investigación de lo ocurrido con sus padres desaparecidos durante la dictadura militar en Argentina, cuando ella era una niña. También podemos mencionar el trabajo Ejercicios de Memoria (2016), de Paz Encina, de Paraguay, en el que cuestiona al archivo como forma de acceder al pasado y experimenta con los resultados de la disociación entre la imagen y el sonido.
La historia en proceso de construcción
Con estas reflexiones en mente, y regresando a los tres documentales colombianos mencionados al inicio, se puede decir que en ellos se hace explícita la conexión entre la vida de los personajes y la historia reciente del país. Los tres muestran, desde diferentes ópticas, cómo los sucesos relacionados con el conflicto armado y la guerra contra las drogas, que vemos representados cotidianamente en forma de noticias, entran a ser parte de la vida íntima y familiar. Esta es una apuesta valiosa, en especial en este país en el que una buena parte de la población que vive en las ciudades, y que asiste a las salas de cine, vive esos sucesos como algo lejano.
En Ciro y Yo, el relato en primera persona del director se intercala con el testimonio del personaje y con un impresionante cuerpo de imágenes de archivo que hacen explícita la relación entre la historia de vida de Ciro y los sucesos registrados por los medios de comunicación. Este ejercicio contra la amnesia colectiva ofrece al espectador puntos de referencia que le permiten relacionarse con la historia del personaje. La mujer de los 7 nombres no es una propuesta autobiográfica, como sucede con los otros dos documentales; de hecho, tiene dos directores que no entran a ser parte de la narración. Pero la historia de Yineth se plantea en primera persona y la película trata de transmitir la idea de que la historia del país, o al menos parte de ella, está encarnada en el cuerpo de la protagonista. Una de las secuencias más conmovedoras sucede al inicio cuando Yineth se prueba los atuendos que la han acompañado a lo largo de su vida. Al probarse el uniforme que llevó durante años como combatiente de la guerrilla, la emoción de los recuerdos aflora. La historia de Yineth evidencia, además, que la violencia contra muchas mujeres en el país inicia en el ámbito doméstico, cuando son niñas.
Si bien los personajes/personas de Ciro y de Yineth demuestran una calidez humana y una resistencia admirables que quedan plasmadas en la pantalla, estos dos documentales plantean reflexiones sobre la manera en la que se representa a las víctimas. Ciro y yo, por un lado, ofrece la vida del protagonista como el resumen de la historia reciente del país, frase que aparece en la sinopsis de la película. Esta premisa permea la manera de abordar la vida de Ciro y, en pos de una síntesis histórica, deja de lado matices y ambigüedades que son los componentes más ricos de las historias personales. Por otro lado, la narración de la película está hecha en primera persona por el director, quien cuenta su relación de amistad con el personaje. Sin embargo, esa primera persona, que se anuncia desde el título, tiene un desarrollo poco profundo, parece una estrategia narrativa más que un componente esencial de la historia. Por otro lado, en La mujer de los 7 nombres, la apuesta por representar una historia encarnada que está a flor de piel en el cuerpo de la protagonista, y que se revela con fuerza en las primeras secuencias, se pierde a medida que avanza la película y el tratamiento del cuerpo se convierte en algo artificioso.
En el caso de TheSmiling Lombana, el personaje no es una víctima o, al menos, no en la misma dimensión que los personajes de los otros dos documentales. Además, Tito Lombana falleció hace un tiempo, lo que crea una distancia frente a los hechos que narra la película. Lo más interesante en esta historia son las reflexiones que plantea sobre un capítulo de nuestra historia, el impacto del narcotráfico en la vida familiar y cotidiana (especialmente de las clases media y alta de la sociedad colombiana), que ha sido invisibilizado o glorificado por los medios a través de series dramatizadas. Las conexiones que se hacen con el presente están a cargo de la directora que narra la historia en primera persona. En algunos apartes, la narración hace referencia a las maneras sutiles en las que la cultura mafiosa se ha instaurado en la sociedad colombiana y cómo el narcotráfico, lejos de ser un problema del pasado, la ha permeado de manera profunda. Esas conexiones, al originarse en la historia familiar de la realizadora, tienen matices interesantes. Pero queda la sensación de que la parte más provocadora y prometedora de la película, que son las conexiones que hace la directora entre la historia familiar y el contexto social, podrían tener un mayor desarrollo.
Estas tres películas son apuestas sugestivas en lo que se refiere a la creación de relatos que relacionen las experiencias y vivencias personales con la historia reciente del país. Ellas dejan planteadas preguntas acerca de las posibilidades que tiene el cine documental de abordar, expandir y cuestionar la historiografía oficial; también acerca de cómo representar la historia de personas que han sido víctimas del conflicto armado y del narcotráfico, o partícipes de éstos, y cuáles son los puentes que pueden tenderse entre el pasado y el presente para ayudarnos a entender el camino que hemos recorrido. Estas preguntas son pertinentes a la hora de pensar en narraciones que entran a ser parte de nuestra memoria colectiva en este momento de definiciones.
Aquí mismo puede ver algunas de las películas mencionadas:
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LA HISTORIA QUE NO SE CUENTA
Memoria y relatos personales en el documental colombiano
En lo que va corrido del año se han estrenado en las salas de cine varios documentales que abordan la historia reciente del país a través de la vida de un personaje. Entre ellos están Ciro y yo, La mujer de los 7 nombres y The Smiling Lombana. Este último se estrenó en el pasado Festival de Cine de Cartagena y llegará a salas en los próximos meses. Las tres historias hacen referencia a sucesos ocurridos en el país en los últimos 50 años, un período de nuestra historia reciente marcado por el conflicto armado y el narcotráfico.
Ciro y yo, dirigida por Miguel Salazar, cuenta la historia de Ciro Galindo y su familia, quienes siendo habitantes de la Serranía de la Macarena, sufrieron la violencia de todos los actores armados: guerrilla, ejército y paramilitares. Ciro y su familia se desplazaron a la ciudad, pero allí, lejos de encontrar la tranquilidad que buscaban, enfrentan la desidia y el abandono por parte del Estado. La mujer de los 7 nombres, dirigida por Daniela Castro y Nicolás Ordoñez, es la historia de Yineth, una mujer que fue reclutada por la guerrilla a los 12 años de edad. Los siete nombres a los que hace referencia el título del documental son las identidades que ha construido a lo largo de su vida, empezando por el alias que usaba dentro del grupo armado y continuando con una sucesión de versiones que ha creado de sí misma para ocultarse, adaptarse y sobrevivir. Hoy trabaja en campañas estatales de desmovilización y reinserción de combatientes. The Smiling Lombana, de Daniela Abad, se trata de la historia de Tito Lombana, abuelo materno de la directora, un personaje enigmático quien, siendo un artista talentoso, empezó a trabajar con mafiosos en la ciudad de Medellín y se involucró en negocios de narcotráfico.
Al ver estas tres producciones se tiene la sensación de que nos encontramos en un buen momento histórico para hacer un alto en el camino, mirar hacia atrás y tratar de entender las décadas convulsionadas que hemos vivido. Estas historias evidencian que el cine es una herramienta poderosa para hacer esa revisión y construir relatos que pongan a dialogar el pasado con el presente. En las líneas siguientes trataré de establecer conexiones entre estas películas y otros documentales colombianos y latinoamericanos que abordan el pasado a través de relatos personales y familiares.
El documental en primera persona
Esta tendencia hacia lo personal se desarrolló en parte como reacción a lo impersonal del formato documental televisivo, en parte gracias a las tecnologías cada vez más portátiles y menos costosas y, en parte, gracias al atractivo que ofrece el relato personal en lo que se refiere a la experimentación formal y narrativa. Algunos de estos relatos se acercan a la autobiografía y están enunciados en primera persona; otros se plantean como retratos familiares. En algunos de ellos, el(la) realizador(a) es parte fundamental de la historia; en otros, ocupa un papel secundario.
En la cinematografía nacional se encuentran numerosos retratos familiares que exploran la relación entre generaciones. Algunos hacen referencia explícita al pasado político del país como Pizarro (2016), de Simón Hernández, y La parábola del retorno (2016), de Juan Soto. Otros, en cambio, se centran en las relaciones entre padres e hijos. Entre estos últimos podemos nombrar Amazonas (2016), de Claire Weiskopf; En el taller (2016), de Ana Salas; Inés, recuerdos de una vida (2013), de Luisa Sossa y Looking for (2012), de Andrea Said. Si bien estas películas no hacen de la historia social y política su centro de atención, esta emerge en los relatos personales. Los relatos en primera persona se han ocupado también del archivo como prueba material del pasado que promete un acceso directo a él. Este es el caso de Todo comenzó por el fin (2016), de Luis Ospina, y de Cesó la horrible noche (2015), de Ricardo Restrepo. Se pueden también nombrar propuestas que exploran el formato del diario íntimo como las primeras obras de Ana Salas (Frente al espejo, 2009, y En la ventana, 2011) y de Juan Soto (19 º Sur, 65 º Oeste, 2010).
Si se sigue este viaje a través del tiempo, se arriba a los trabajos pioneros del documental autobiográfico en el país como Des(A)mparo (2004), de Gustavo Fernández, y Migración (2008), de Marcela Gómez. El primero aborda las relaciones familiares luego de la muerte violenta de la madre en la ciudad de Medellín. El segundo cuenta la historia de una familia que queda dividida a raíz del viaje de una parte de sus miembros a los Estados Unidos, como resultado de la crisis económica en la ciudad de Cali. Esta breve genealogía, que no es de ninguna manera exhaustiva, tiene el objeto de ubicar Ciro y yo, La mujer de los 7 nombres y The Smiling Lombana dentro del género del documental personal y autobiográfico que se viene desarrollando desde hace más de una década en el país. Como se puede ver, los relatos personales en el documental nacional son numerosos y se refieren a temas variados. Sin importar la forma que adopten, a través de estos relatos es posible observar cómo los personajes han vivido procesos históricos recientes, lo cual es una tendencia que se ha desarrollado en el ámbito latinoamericano durante las últimas décadas.
Los films de memoria
Los relatos personales y autobiográficos no son exclusivos de la cinematografía colombiana; de hecho, podríamos decir que esta tradición empieza de manera tardía en el país y se ha desarrollado con algo de timidez si se la compara con su desarrollo en otros países de la región. En el contexto internacional del documental se viene hablando de un “giro subjetivo” desde hace varias décadas. En Latinoamérica, en especial en los países del Cono Sur, ese giro se viene presentando desde la primera década del siglo XXI y ha tomado la forma de una revisión del pasado reciente con relatos personales y familiares que abordan los años vividos bajo las dictaduras militares, los gobiernos represivos, la militancia en movimientos de izquierda, las desapariciones y las torturas. Estas películas, hechas por los hijos de una generación que vivió los años más duros de la represión, interpelan el silencio social, y muchas veces familiar, que se ha instalado sobre el pasado. Algunos de los directores cuestionan las decisiones que tomaron sus padres y abuelos a la luz de las consecuencias que estas tuvieron al interior de sus familias. Otros rompen el silencio social que se impuso tras los procesos de democratización y las políticas de perdón y olvido que los acompañaron.
Esos relatos documentales, que miran y revisan el pasado, han venido a llamarse “films de memoria”, y tienen en común que abordan el pasado a través de la memoria encarnada en los personajes, una memoria íntima y atravesada por emociones. Como lo ha señalado desde hace un buen tiempo la historiografía, la historia es el resultado de un proceso de negociación entre diferentes versiones del pasado. En este proceso, las memorias individuales suelen ser acalladas, ignoradas, unificadas y englobadas por la memoria colectiva; sin embargo, desde los márgenes en los que se mueven, las memorias individuales tienen la capacidad de poner en evidencia los límites de la memoria colectiva, señalando lo que ha sido silenciado o ignorado en el proceso; confrontándola y entrando en tensión con ella. En este sentido, los relatos de memoria que toman la forma de películas documentales tienen el potencial de proponer versiones distintas y cuestionar aquello que se ha instalado como parte de la historiografía oficial.
Esto sucede con algunos relatos que, en diferentes países de América Latina, controvierten aspectos diversos de la historia de sus países. M (2007), de Nicolás Prividera, por ejemplo, además de emprender la búsqueda de lo que sucedió con la madre desaparecida del director, cuestiona las instituciones que se encargan de encontrar la verdad y preservar la memoria en Argentina. 108, cuchillo de palo (2010), de Renate Costa, investiga lo que sucedió con el tío de la directora, quien fue perseguido y reprimido por la dictadura en Paraguay por ser homosexual. Pero también aborda el tema de la homofobia latente en la sociedad paraguaya y al interior de la misma familia de la directora. Algo similar sucede con El pacto de Adriana (2017), de Lissette Orozco, que aborda la historia de la tía de la directora, quien trabajó en la agencia de inteligencia de la dictadura de Pinochet. A medida que la directora investiga la historia de su tía, se va encontrando con un doloroso pasado familiar y también con una parte de la historia de su país hasta el momento desconocida para ella.
Además de ser potencialmente contestatarios, los relatos documentales enunciados en primera persona tienen la posibilidad de evidenciar los procesos por medio de los cuales se construye la historia. Los Rubios (2003), de Albertina Carri, por ejemplo, evidencia las frustraciones, los espejismos y las trampas que se ponen en juego cuando se intenta recuperar el pasado; en este caso se trata de la investigación de lo ocurrido con sus padres desaparecidos durante la dictadura militar en Argentina, cuando ella era una niña. También podemos mencionar el trabajo Ejercicios de Memoria (2016), de Paz Encina, de Paraguay, en el que cuestiona al archivo como forma de acceder al pasado y experimenta con los resultados de la disociación entre la imagen y el sonido.
La historia en proceso de construcción
Con estas reflexiones en mente, y regresando a los tres documentales colombianos mencionados al inicio, se puede decir que en ellos se hace explícita la conexión entre la vida de los personajes y la historia reciente del país. Los tres muestran, desde diferentes ópticas, cómo los sucesos relacionados con el conflicto armado y la guerra contra las drogas, que vemos representados cotidianamente en forma de noticias, entran a ser parte de la vida íntima y familiar. Esta es una apuesta valiosa, en especial en este país en el que una buena parte de la población que vive en las ciudades, y que asiste a las salas de cine, vive esos sucesos como algo lejano.
En Ciro y Yo, el relato en primera persona del director se intercala con el testimonio del personaje y con un impresionante cuerpo de imágenes de archivo que hacen explícita la relación entre la historia de vida de Ciro y los sucesos registrados por los medios de comunicación. Este ejercicio contra la amnesia colectiva ofrece al espectador puntos de referencia que le permiten relacionarse con la historia del personaje. La mujer de los 7 nombres no es una propuesta autobiográfica, como sucede con los otros dos documentales; de hecho, tiene dos directores que no entran a ser parte de la narración. Pero la historia de Yineth se plantea en primera persona y la película trata de transmitir la idea de que la historia del país, o al menos parte de ella, está encarnada en el cuerpo de la protagonista. Una de las secuencias más conmovedoras sucede al inicio cuando Yineth se prueba los atuendos que la han acompañado a lo largo de su vida. Al probarse el uniforme que llevó durante años como combatiente de la guerrilla, la emoción de los recuerdos aflora. La historia de Yineth evidencia, además, que la violencia contra muchas mujeres en el país inicia en el ámbito doméstico, cuando son niñas.
Si bien los personajes/personas de Ciro y de Yineth demuestran una calidez humana y una resistencia admirables que quedan plasmadas en la pantalla, estos dos documentales plantean reflexiones sobre la manera en la que se representa a las víctimas. Ciro y yo, por un lado, ofrece la vida del protagonista como el resumen de la historia reciente del país, frase que aparece en la sinopsis de la película. Esta premisa permea la manera de abordar la vida de Ciro y, en pos de una síntesis histórica, deja de lado matices y ambigüedades que son los componentes más ricos de las historias personales. Por otro lado, la narración de la película está hecha en primera persona por el director, quien cuenta su relación de amistad con el personaje. Sin embargo, esa primera persona, que se anuncia desde el título, tiene un desarrollo poco profundo, parece una estrategia narrativa más que un componente esencial de la historia. Por otro lado, en La mujer de los 7 nombres, la apuesta por representar una historia encarnada que está a flor de piel en el cuerpo de la protagonista, y que se revela con fuerza en las primeras secuencias, se pierde a medida que avanza la película y el tratamiento del cuerpo se convierte en algo artificioso.
En el caso de The Smiling Lombana, el personaje no es una víctima o, al menos, no en la misma dimensión que los personajes de los otros dos documentales. Además, Tito Lombana falleció hace un tiempo, lo que crea una distancia frente a los hechos que narra la película. Lo más interesante en esta historia son las reflexiones que plantea sobre un capítulo de nuestra historia, el impacto del narcotráfico en la vida familiar y cotidiana (especialmente de las clases media y alta de la sociedad colombiana), que ha sido invisibilizado o glorificado por los medios a través de series dramatizadas. Las conexiones que se hacen con el presente están a cargo de la directora que narra la historia en primera persona. En algunos apartes, la narración hace referencia a las maneras sutiles en las que la cultura mafiosa se ha instaurado en la sociedad colombiana y cómo el narcotráfico, lejos de ser un problema del pasado, la ha permeado de manera profunda. Esas conexiones, al originarse en la historia familiar de la realizadora, tienen matices interesantes. Pero queda la sensación de que la parte más provocadora y prometedora de la película, que son las conexiones que hace la directora entre la historia familiar y el contexto social, podrían tener un mayor desarrollo.
Estas tres películas son apuestas sugestivas en lo que se refiere a la creación de relatos que relacionen las experiencias y vivencias personales con la historia reciente del país. Ellas dejan planteadas preguntas acerca de las posibilidades que tiene el cine documental de abordar, expandir y cuestionar la historiografía oficial; también acerca de cómo representar la historia de personas que han sido víctimas del conflicto armado y del narcotráfico, o partícipes de éstos, y cuáles son los puentes que pueden tenderse entre el pasado y el presente para ayudarnos a entender el camino que hemos recorrido. Estas preguntas son pertinentes a la hora de pensar en narraciones que entran a ser parte de nuestra memoria colectiva en este momento de definiciones.
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