Se sabe un “outsider” y así se asume: “No me siento parte de la vida. Siempre me he sentido como si fuera un espectador. Cuando era niño no importaba, porque realmente no era consciente de eso. Era feliz tan solo escuchando y mirando. Era perfectamente feliz haciendo eso. Todos contaban unas historias tan maravillosas. Quiero decir, era fantástico escucharlas y había tanto qué descubrir. Pero ahora no siento que yo sea parte de algo. Me siento muy solo buena parte del tiempo. Hago muchas cosas por mí mismo, entonces no, no siento que pertenezco. Es como si todos tuvieran la llave y yo no la tuviera. Yo sé que hay gente que no tiene la llave, pero parece que la tuvieran, y yo no. Nunca la he tenido” (1), explica Terence Davies en entrevista con Wendy Everett. Nació en Liverpool en 1945, es el menor de los diez hijos de una familia católica y es homosexual. Tiene razones para sentirse aislado y –sin embargo- es considerado por muchos como “el mejor cineasta británico viviente”.
Trabajando casi siempre en los márgenes de la industria cinematográfica inglesa y haciendo un cine autobiográfico donde el lirismo, la nostalgia y la memoria son centrales, Terence Davies ha desarrollado una filmografía aparentemente cerrada sobre él mismo, pero con alcances universales y de una belleza inaudita. Ahí hay poesía, luz, misticismo, música, canciones y remembranzas, pero también desilusión, dolor, soledad, hipocresía, abusos físicos, relaciones paterno filiales fallidas, guerra y muerte, empacado todo en un formalismo puntilloso, que asombra en la misma medida en que crea distancia frente a un espectador que siente más admiración que emoción al ver en ocasiones unas imágenes a veces más conceptuales que narrativas.
Tableaux vivants, personajes estáticos como posando para una fotografía, abstracciones, voz en off, desdramatización de la puesta en escena, lujosísimos diseños de producción… múltiples son los recursos que Davies utiliza para convertir en fotogramas sus ideas y recuerdos. En su cine hay teatralidad, opulencia operática, transiciones espacio temporales complejas, ambientes cerrados, imágenes fantasmagóricas, artificialidad manifiesta y consciente: Davies no ofrece concesiones, su obra es intelectual, bella pero cerebral; no es un espejo de la realidad, sino de los estados mentales de su autor, de su alto sentido artístico y estético, de su mirada frente a sí y frente al mundo. Por eso muchas veces hay ideas recurrentes, imágenes que parecen repetirse o evolucionar película a película. Incluso Davies es capaz de adaptar un texto ajeno como la novela de John Kennedy Toole, La biblia de neón, y volverla parte de su mundo, contagiarla de sus manierismos formales y volverla casi un filme autobiográfico. Eso solo lo logran autores con un universo creativo muy estructurado, como él.
Tras estudiar en la Coventry Drama School y en la National Film and Television School en Beaconsfield, ya Terence Davies tenía a su haber dos cortometrajes, Children (1976) y Madonna and Child (1980). El primero surgió gracias a la financiación del British Film Institute, a donde Davies envió el guion y logró conseguir el dinero para hacerlo. Al completar el tercero, Death and Transfiguration (1983), los reunió y fueron presentados como un largometraje, The Terence Davies Trilogy (1983), que debutó en el Festival de Cine de Chicago. Robert Tucker es el nombre que Davies inventó para el alter ego que protagoniza los tres cortometrajes, son evidentes las similitudes entre el personaje y su creador, un hombre que desde niño se sintió diferente, aislado, sometido al bullying de sus compañeros de colegio, castigado, abusado, incomprendido, temeroso de su padre y de Dios. Son cintas amargas, confesiones a cielo abierto, ajustes de cuenta con la vida y con él mismo. Visualmente se observa una evolución interesante, entre el realismo –herencia del free cinema inglés- de Children hasta las alegorías visuales, la fluidez del movimiento de la cámara y el uso expresivo de la música popular en Death and Transfiguration.
Su primer auténtico largometraje y el primero a color fue Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), de nuevo una reflexión sobre su infancia, sublimada en la historia de una familia compuesta por un padre agresivo e ignorante, una madre tolerante y tres hijos: dos mujeres y un hombre. La película, que va y viene en el tiempo, habla de la resiliencia frente a la violencia –familiar y la derivada de la guerra- utilizando un arma infalible: las canciones de infancia, las tonadas de moda, las melodías que todos cantan a viva voz. Voces distantes es una celebración de la música popular como bálsamo, anestesia y analgesia.
¿Cómo suenan los recuerdos? Si usted fue un niño inglés a mediados de los años cincuenta del siglo XX, probablemente sus recuerdos suenen a canciones y a cine. O a canciones del cine. A Nat “King” Cole cantando, a la familia interpretando entre todos I don`t know why (I just do), a jugar con la hermana mayor a ser Judy y Fred, y cantar ambos We`re a couple of swells como en la película Easter Parade… esa es la esencia de su segundo largometraje, El largo día acaba (The Long Day Closes, 1992), otra vuelta de tuerca a su infancia, a su amor por el cine, a su soledad. Ahora el protagonista es “Bud”, un niño entrando a la adolescencia que comparte las mismas inquietudes y soledades de Robert Tucker en Children: ambos sufren del bullying de sus compañeros del colegio, ambos reciben castigos físicos de sus profesores, ambos saben que su sensibilidad es diferente a la de los demás. “Bud” es el menor de una familia numerosa, su padre está ausente, su madre lo es todo para él. El largo día acaba es la película que debió ser Children si Davies hubiera tenido la experiencia y los recursos, por eso volvió por ese camino ya recorrido.
Pero El largo día acaba no es solo acerca del poder evocador de la música, sino también sobre el paso del tiempo sobre las cosas, sobre el marchitarse, el irse. Davies recuerda esa época ya pasada con nostalgia, pero también con dolor: pétalos que se caen, alfombras que se deterioran, calles cuyo pavimento se abre, edificios que se clausuran, afiches en una pared destrozados por la lluvia, vidas que concluyen, días –largos- que se terminan. Poesía absoluta en esta película mágica con la que Davies cierra la etapa autobiográfica de su filmografía.
Hasta ese punto todos los guiones de sus películas eran originales suyos, pero con La biblia de neón (The Neon Bible, 1995) tomó la novela homónima de John Kennedy Toole y el mismo Davies hizo una adaptación bastante particular: sublimó la narración y convirtió la novela en una serie de escenas poco cohesionadas entre sí, pero imbuidas todas con el lirismo del que hace gala su cine y de ese formalismo extremo –la cámara hace un constante paneo de derecha a izquierda cuando quiere hacer transiciones en el tiempo o el espacio; el humo y el vapor dan paso a otras escenas, la música actúa siempre como catalizadora de recuerdos- que estaba a punto de volverse ya repetitivo. Pareciera que en el protagonista y narrador de La biblia de neón, un niño que se convierte en adolescente, Davies se hubiera reconocido y por eso buscó integrar a su propio universo autobiográfico la historia que John Kennedy Toole escribió. Pero realmente la película solo tiene sentido para quienes hayan leído la novela, para los demás resulta ser un filme demasiado alegórico e inconexo para ser disfrutado, pese a la magnífica actuación de Gena Rowlands. Ella se convirtió en la primera gran actriz de renombre en trabajar en una película de Davies.
Distant Voices, Stills Lifes, de Terence Davies
La biblia de neón es un filme transicional y así hay que entenderlo. Para su siguiente proyecto Davies parece haberse hecho consciente de las constricciones formales que él mismo se había impuesto y decide liberarse de ellas haciendo de The House of Mirth (2000), su adaptación de la novela homónima de Edith Wharton, un éxito de taquilla y de la crítica. Presentada en los festivales de Locarno, Toronto y Nueva York, la película contó con un reparto inusitado para sus estándares, encabezado por Gillian Anderson, Laura Linney, Eric Stoltz y Dan Aykroyd. The House of Mirth, pese a su linealidad temporal y narrativa, está dotada de un diseño de producción suntuoso y una recreación de la Inglaterra de albores del siglo XX, que son dignas de una producción de la Merchant Ivory. El mundillo de las apariencias sociales de las clases privilegiadas es traído a nosotros con su esplendor, pero también con su hipocresía y su maldad. Lily Bart, la protagonista, es una mujer soltera, pretendida por muchos, pero que por su orgullo y exigencias terminará víctima de sus propios congéneres, en una espiral trágica perfectamente desenvuelta ante nuestros ojos.
Van a pasar ocho años para que Davies reaparezca ante el público y lo hará ahora con un documental sobre Liverpool, Of Time and the City (2008), narrado por él mismo en primera persona. “Entre el sueño y el despertar la tierra no gira. Y gira lenta la vida de precario tono, del más apagado aliento. Entre el nacimiento y la muerte crecen algunos momentos encantadores. Y penas no conocidas hasta mañana nublan las horas felices gastadas soñando al sol. Entre la dicha y el consuelo no hay un sendero fácil. Algunos vuelos de la imaginación, algún color”, nos dice Davies con su voz grave, adornada por una elegante cadencia al pronunciar las palabras. Su documental –hecho de imágenes de material de archivo- es un poema, un canto lírico lleno de amor y de melancolía por esa ciudad que él evoca en sus recuerdos y que ya no existe.
Si uno quisiera resumir la obra de Terence Davies en un solo filme, yo optaría por The Deep Blue Sea (2011), la adaptación que él mismo hizo de la obra teatral de Terence Rattigan, estrenada en 1952, y que ya había sido llevada previamente al cine por Anatole Litvak en 1955. No he visto este drama en las tablas, pero Davies sin duda se deleitó con el material. Está ambientado en los años cincuenta, la década de su niñez, lo protagoniza una mujer –Hester Collyer– que primero es victimaria y luego víctima de unas circunstancias que se vuelven en su contra, como le ocurrió a Lily Bart en The House of Mirth (2000); hay remordimiento, culpa, adulterio, malas relaciones entre Hester y su padre, y está además la sombra de una suegra castradora y una tentativa de suicido.
La película mira permanentemente al pasado, con unos flashbacks muy elaborados, que casi siempre llegan cuando la cámara hace un largo paneo de derecha a izquierda y nos introducimos a un ambiente neblinoso, causado a veces por el humo de un cigarrillo. Los personajes añoran ese pretérito feliz en el que vivían, donde había música, canciones populares que todos cantan y alegría. Ahora solo hay ruinas, como el último plano de The Deep Blue Sea así nos lo muestra. La elegancia formal de la cinta es arrobadora y, aunque ya Davies no recurre a los planos estáticos, hay un juego circular con la cámara del cuerpo desnudo de Hester (a la que interpreta Rachel Weisz) y de su amante, que nos recuerda a sus primeros filmes.
En 2015 estrenó Sunset Song, una versión del idolatrado clásico homónimo de la literatura escocesa, publicada en 1932 por Lewis Grassic Gibbon como la primera parte de una trilogía que él llamó A Scots Quair. De nuevo la protagonista es una mujer, Chris Guthrie, que habita el poblado escocés de Kinraddie en los albores del siglo XX. La novela y el filme comparten los monólogos interiores de la protagonista, una joven que habla de ella misma en tercera persona del singular, como distanciándose de unos acontecimientos que van a constituir su existencia. La modelo inglesa Agyness Deyn -nacida en 1983- da vida a Chris, y lo hace con el recato de su edad y de la época en que vivió, pero también con la fuerza y el optimismo necesarios para simbolizar la resiliencia frente a todas las adversidades. Sunset Song es mucho más clásica y convencional formalmente que otros largometrajes suyos, pero no por ello menos digno de su filmografía: la belleza de cada encuadre, la música, los himnos, la luz en los trigales… todo honra a la vida y a la tierra.
Una serena pasión (A Quiet Passion, 2016), es una biopic -escrita por el propio Terence Davies- de la poeta Emily Dickinson (1830-1856), con una dinámica de monólogos interiores similar a la de Sunset Song, pero esta vez extraídos de las cartas y los poemas que esta mujer escribió. La película no pretende ser realista, pues todos sus diálogos y parlamentos están artificiosamente elaborados, llenos de ironías, sarcasmos, aguijones y punzadas. Constituyen una delicia los enfrentamientos verbales que escuchamos.
Sin embargo, Una serena pasión es la historia de una mujer talentosa con una baja autoestima y con mala fortuna afectiva que vivió en una época en que su género estaba casi que encarcelado por las convenciones y costumbres. La poesía fue su válvula de escape, pero las frustraciones que la rodearon fueron una carga demasiada pesada para ella, que terminó sola y aislada. Es evidente la admiración que Davies siente por ella, por su lucha personal y por su obra. Una serena pasión es su homenaje.
Tal como ocurrió con Emily Dickinson mientras vivía, Terence Davies tampoco ha tenido el reconocimiento que se merece. Su estilo y sus filmes son admirados, pero ante todo en círculos académicos. No ha contado con éxito en las taquillas y los premios le han sido esquivos. Él sabe que está destinado a la Historia del cine y a ser recordado como un autor fuera de toda duda y para eso trabaja. Calladamente. Convencido de que su huella artística será indeleble.
1. Wendy Everett, Terence Davies, Manchester, Manchester University Press, 2004, p. 217
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TERENCE DAVIES: LA MIRADA EXQUISITA
Se sabe un “outsider” y así se asume: “No me siento parte de la vida. Siempre me he sentido como si fuera un espectador. Cuando era niño no importaba, porque realmente no era consciente de eso. Era feliz tan solo escuchando y mirando. Era perfectamente feliz haciendo eso. Todos contaban unas historias tan maravillosas. Quiero decir, era fantástico escucharlas y había tanto qué descubrir. Pero ahora no siento que yo sea parte de algo. Me siento muy solo buena parte del tiempo. Hago muchas cosas por mí mismo, entonces no, no siento que pertenezco. Es como si todos tuvieran la llave y yo no la tuviera. Yo sé que hay gente que no tiene la llave, pero parece que la tuvieran, y yo no. Nunca la he tenido” (1), explica Terence Davies en entrevista con Wendy Everett. Nació en Liverpool en 1945, es el menor de los diez hijos de una familia católica y es homosexual. Tiene razones para sentirse aislado y –sin embargo- es considerado por muchos como “el mejor cineasta británico viviente”.
Trabajando casi siempre en los márgenes de la industria cinematográfica inglesa y haciendo un cine autobiográfico donde el lirismo, la nostalgia y la memoria son centrales, Terence Davies ha desarrollado una filmografía aparentemente cerrada sobre él mismo, pero con alcances universales y de una belleza inaudita. Ahí hay poesía, luz, misticismo, música, canciones y remembranzas, pero también desilusión, dolor, soledad, hipocresía, abusos físicos, relaciones paterno filiales fallidas, guerra y muerte, empacado todo en un formalismo puntilloso, que asombra en la misma medida en que crea distancia frente a un espectador que siente más admiración que emoción al ver en ocasiones unas imágenes a veces más conceptuales que narrativas.
Tableaux vivants, personajes estáticos como posando para una fotografía, abstracciones, voz en off, desdramatización de la puesta en escena, lujosísimos diseños de producción… múltiples son los recursos que Davies utiliza para convertir en fotogramas sus ideas y recuerdos. En su cine hay teatralidad, opulencia operática, transiciones espacio temporales complejas, ambientes cerrados, imágenes fantasmagóricas, artificialidad manifiesta y consciente: Davies no ofrece concesiones, su obra es intelectual, bella pero cerebral; no es un espejo de la realidad, sino de los estados mentales de su autor, de su alto sentido artístico y estético, de su mirada frente a sí y frente al mundo. Por eso muchas veces hay ideas recurrentes, imágenes que parecen repetirse o evolucionar película a película. Incluso Davies es capaz de adaptar un texto ajeno como la novela de John Kennedy Toole, La biblia de neón, y volverla parte de su mundo, contagiarla de sus manierismos formales y volverla casi un filme autobiográfico. Eso solo lo logran autores con un universo creativo muy estructurado, como él.
Tras estudiar en la Coventry Drama School y en la National Film and Television School en Beaconsfield, ya Terence Davies tenía a su haber dos cortometrajes, Children (1976) y Madonna and Child (1980). El primero surgió gracias a la financiación del British Film Institute, a donde Davies envió el guion y logró conseguir el dinero para hacerlo. Al completar el tercero, Death and Transfiguration (1983), los reunió y fueron presentados como un largometraje, The Terence Davies Trilogy (1983), que debutó en el Festival de Cine de Chicago. Robert Tucker es el nombre que Davies inventó para el alter ego que protagoniza los tres cortometrajes, son evidentes las similitudes entre el personaje y su creador, un hombre que desde niño se sintió diferente, aislado, sometido al bullying de sus compañeros de colegio, castigado, abusado, incomprendido, temeroso de su padre y de Dios. Son cintas amargas, confesiones a cielo abierto, ajustes de cuenta con la vida y con él mismo. Visualmente se observa una evolución interesante, entre el realismo –herencia del free cinema inglés- de Children hasta las alegorías visuales, la fluidez del movimiento de la cámara y el uso expresivo de la música popular en Death and Transfiguration.
Su primer auténtico largometraje y el primero a color fue Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), de nuevo una reflexión sobre su infancia, sublimada en la historia de una familia compuesta por un padre agresivo e ignorante, una madre tolerante y tres hijos: dos mujeres y un hombre. La película, que va y viene en el tiempo, habla de la resiliencia frente a la violencia –familiar y la derivada de la guerra- utilizando un arma infalible: las canciones de infancia, las tonadas de moda, las melodías que todos cantan a viva voz. Voces distantes es una celebración de la música popular como bálsamo, anestesia y analgesia.
¿Cómo suenan los recuerdos? Si usted fue un niño inglés a mediados de los años cincuenta del siglo XX, probablemente sus recuerdos suenen a canciones y a cine. O a canciones del cine. A Nat “King” Cole cantando, a la familia interpretando entre todos I don`t know why (I just do), a jugar con la hermana mayor a ser Judy y Fred, y cantar ambos We`re a couple of swells como en la película Easter Parade… esa es la esencia de su segundo largometraje, El largo día acaba (The Long Day Closes, 1992), otra vuelta de tuerca a su infancia, a su amor por el cine, a su soledad. Ahora el protagonista es “Bud”, un niño entrando a la adolescencia que comparte las mismas inquietudes y soledades de Robert Tucker en Children: ambos sufren del bullying de sus compañeros del colegio, ambos reciben castigos físicos de sus profesores, ambos saben que su sensibilidad es diferente a la de los demás. “Bud” es el menor de una familia numerosa, su padre está ausente, su madre lo es todo para él. El largo día acaba es la película que debió ser Children si Davies hubiera tenido la experiencia y los recursos, por eso volvió por ese camino ya recorrido.
Pero El largo día acaba no es solo acerca del poder evocador de la música, sino también sobre el paso del tiempo sobre las cosas, sobre el marchitarse, el irse. Davies recuerda esa época ya pasada con nostalgia, pero también con dolor: pétalos que se caen, alfombras que se deterioran, calles cuyo pavimento se abre, edificios que se clausuran, afiches en una pared destrozados por la lluvia, vidas que concluyen, días –largos- que se terminan. Poesía absoluta en esta película mágica con la que Davies cierra la etapa autobiográfica de su filmografía.
Hasta ese punto todos los guiones de sus películas eran originales suyos, pero con La biblia de neón (The Neon Bible, 1995) tomó la novela homónima de John Kennedy Toole y el mismo Davies hizo una adaptación bastante particular: sublimó la narración y convirtió la novela en una serie de escenas poco cohesionadas entre sí, pero imbuidas todas con el lirismo del que hace gala su cine y de ese formalismo extremo –la cámara hace un constante paneo de derecha a izquierda cuando quiere hacer transiciones en el tiempo o el espacio; el humo y el vapor dan paso a otras escenas, la música actúa siempre como catalizadora de recuerdos- que estaba a punto de volverse ya repetitivo. Pareciera que en el protagonista y narrador de La biblia de neón, un niño que se convierte en adolescente, Davies se hubiera reconocido y por eso buscó integrar a su propio universo autobiográfico la historia que John Kennedy Toole escribió. Pero realmente la película solo tiene sentido para quienes hayan leído la novela, para los demás resulta ser un filme demasiado alegórico e inconexo para ser disfrutado, pese a la magnífica actuación de Gena Rowlands. Ella se convirtió en la primera gran actriz de renombre en trabajar en una película de Davies.
Distant Voices, Stills Lifes, de Terence Davies
La biblia de neón es un filme transicional y así hay que entenderlo. Para su siguiente proyecto Davies parece haberse hecho consciente de las constricciones formales que él mismo se había impuesto y decide liberarse de ellas haciendo de The House of Mirth (2000), su adaptación de la novela homónima de Edith Wharton, un éxito de taquilla y de la crítica. Presentada en los festivales de Locarno, Toronto y Nueva York, la película contó con un reparto inusitado para sus estándares, encabezado por Gillian Anderson, Laura Linney, Eric Stoltz y Dan Aykroyd. The House of Mirth, pese a su linealidad temporal y narrativa, está dotada de un diseño de producción suntuoso y una recreación de la Inglaterra de albores del siglo XX, que son dignas de una producción de la Merchant Ivory. El mundillo de las apariencias sociales de las clases privilegiadas es traído a nosotros con su esplendor, pero también con su hipocresía y su maldad. Lily Bart, la protagonista, es una mujer soltera, pretendida por muchos, pero que por su orgullo y exigencias terminará víctima de sus propios congéneres, en una espiral trágica perfectamente desenvuelta ante nuestros ojos.
Van a pasar ocho años para que Davies reaparezca ante el público y lo hará ahora con un documental sobre Liverpool, Of Time and the City (2008), narrado por él mismo en primera persona. “Entre el sueño y el despertar la tierra no gira. Y gira lenta la vida de precario tono, del más apagado aliento. Entre el nacimiento y la muerte crecen algunos momentos encantadores. Y penas no conocidas hasta mañana nublan las horas felices gastadas soñando al sol. Entre la dicha y el consuelo no hay un sendero fácil. Algunos vuelos de la imaginación, algún color”, nos dice Davies con su voz grave, adornada por una elegante cadencia al pronunciar las palabras. Su documental –hecho de imágenes de material de archivo- es un poema, un canto lírico lleno de amor y de melancolía por esa ciudad que él evoca en sus recuerdos y que ya no existe.
Si uno quisiera resumir la obra de Terence Davies en un solo filme, yo optaría por The Deep Blue Sea (2011), la adaptación que él mismo hizo de la obra teatral de Terence Rattigan, estrenada en 1952, y que ya había sido llevada previamente al cine por Anatole Litvak en 1955. No he visto este drama en las tablas, pero Davies sin duda se deleitó con el material. Está ambientado en los años cincuenta, la década de su niñez, lo protagoniza una mujer –Hester Collyer– que primero es victimaria y luego víctima de unas circunstancias que se vuelven en su contra, como le ocurrió a Lily Bart en The House of Mirth (2000); hay remordimiento, culpa, adulterio, malas relaciones entre Hester y su padre, y está además la sombra de una suegra castradora y una tentativa de suicido.
La película mira permanentemente al pasado, con unos flashbacks muy elaborados, que casi siempre llegan cuando la cámara hace un largo paneo de derecha a izquierda y nos introducimos a un ambiente neblinoso, causado a veces por el humo de un cigarrillo. Los personajes añoran ese pretérito feliz en el que vivían, donde había música, canciones populares que todos cantan y alegría. Ahora solo hay ruinas, como el último plano de The Deep Blue Sea así nos lo muestra. La elegancia formal de la cinta es arrobadora y, aunque ya Davies no recurre a los planos estáticos, hay un juego circular con la cámara del cuerpo desnudo de Hester (a la que interpreta Rachel Weisz) y de su amante, que nos recuerda a sus primeros filmes.
En 2015 estrenó Sunset Song, una versión del idolatrado clásico homónimo de la literatura escocesa, publicada en 1932 por Lewis Grassic Gibbon como la primera parte de una trilogía que él llamó A Scots Quair. De nuevo la protagonista es una mujer, Chris Guthrie, que habita el poblado escocés de Kinraddie en los albores del siglo XX. La novela y el filme comparten los monólogos interiores de la protagonista, una joven que habla de ella misma en tercera persona del singular, como distanciándose de unos acontecimientos que van a constituir su existencia. La modelo inglesa Agyness Deyn -nacida en 1983- da vida a Chris, y lo hace con el recato de su edad y de la época en que vivió, pero también con la fuerza y el optimismo necesarios para simbolizar la resiliencia frente a todas las adversidades. Sunset Song es mucho más clásica y convencional formalmente que otros largometrajes suyos, pero no por ello menos digno de su filmografía: la belleza de cada encuadre, la música, los himnos, la luz en los trigales… todo honra a la vida y a la tierra.
Una serena pasión (A Quiet Passion, 2016), es una biopic -escrita por el propio Terence Davies- de la poeta Emily Dickinson (1830-1856), con una dinámica de monólogos interiores similar a la de Sunset Song, pero esta vez extraídos de las cartas y los poemas que esta mujer escribió. La película no pretende ser realista, pues todos sus diálogos y parlamentos están artificiosamente elaborados, llenos de ironías, sarcasmos, aguijones y punzadas. Constituyen una delicia los enfrentamientos verbales que escuchamos.
Sin embargo, Una serena pasión es la historia de una mujer talentosa con una baja autoestima y con mala fortuna afectiva que vivió en una época en que su género estaba casi que encarcelado por las convenciones y costumbres. La poesía fue su válvula de escape, pero las frustraciones que la rodearon fueron una carga demasiada pesada para ella, que terminó sola y aislada. Es evidente la admiración que Davies siente por ella, por su lucha personal y por su obra. Una serena pasión es su homenaje.
Tal como ocurrió con Emily Dickinson mientras vivía, Terence Davies tampoco ha tenido el reconocimiento que se merece. Su estilo y sus filmes son admirados, pero ante todo en círculos académicos. No ha contado con éxito en las taquillas y los premios le han sido esquivos. Él sabe que está destinado a la Historia del cine y a ser recordado como un autor fuera de toda duda y para eso trabaja. Calladamente. Convencido de que su huella artística será indeleble.
1. Wendy Everett, Terence Davies, Manchester, Manchester University Press, 2004, p. 217
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