Daniel Zorrilla empieza a recorrer el laberinto de películas que es siempre un festival de cine. Desde Berlín, reflexiona sobre la ansiedad de sentidos que empiezan a crear las películas de/sobre un mundo transformado
No tengo experiencia previa para comparar las versiones anteriores de la Berlinale, donde los protocolos higiénicos, las mascarillas, la austeridad y el no poder estar en un solo lugar, al resguardo del frío, sin el peligro del contagio y la estricta vigilancia que a cada segundo exige un tipo de certificado específico no existían. Todo eso hace más evidente el hecho de estar en un lugar donde no se pertenece del todo.
Por suerte el cine es un hogar, una forma de hogar, o por lo menos de hoguera para protegerse del frío y calentar el espíritu (y el cuerpo). Mientras, las pruebas de antígenos, el peregrinaje hacia la acreditación, el balbuceo entre inglés y alemán, resultaban un reto y una barrera constante, así como los constantes chequeos del carné de vacunación, el rechazo por no tener un QR europeo y un sinfín de acontecimientos, eran el resultado del festival (y la ciudad) adaptándose a las dinámicas impuestas por el virus.
A pesar de ello, las salas de cine, su silencio ceremonial entre desconocidos de distintos países y las películas de este año, congregaban de manera acogedora a las y los viajeros. Mientras muchas personas veían expectantes la película Peter von Kant, de François Ozon, que en la noche sería la inauguración para el festival, yo decidí ver el primer largometraje del director portugués Jorge Jácome, que en su cortometraje Flores había capturado la vida de unos soldados, una isla lejana y las hortensias, cubiertas todas por una capa de rosas y púrpuras; las imágenes, un jardín botánico. Su largometraje, Super Natural, que se presenta en la sección Forum del festival, fue un acontecimiento de ternura y acompañamiento. Unos subtítulos, que parecen ser el resultado de una transcripción de un discurso alienígena, modulado en ondas intraducibles a palabras, hablan directamente a las y los espectadores. Las trata constantemente de “tú” o de “nosotros”. Es un texto que pregunta, que trata con ternura, que habla y “mira” el mundo con asombro y belleza (algo que no parece ser la constante del festival, en la que la experiencia me ha llevado a películas desoladoras, sin esperanza, sólo a la espera). A esta extraña voz, traducida al lenguaje escrito, la acompañan una serie de constelaciones visuales. La primera es una serie de colores brillantes, que fluyen por su propia gama, alterando sus tonos y su intensidad, mientras la voz invita a ver la película. A ello le seguirán otras constelaciones aún más extraordinarias: el canto de una sirena, bello e inefable; la travesía por un bosque; una fruta que grita de dolor porque le han sacado el relleno de su centro; unos cangrejos de colores, cibernéticos, que alumbran la noche. Las distintas constelaciones tienen formas únicas, formatos de imagen que les corresponden exclusivamente a ellas. Se pasa del video digital a cámaras análogas y otros formatos hacen de cada pedazo de estrella un mundo independiente y particular. Cada pequeño universo visual (porque es también una constelación, un universo de imágenes reunidas que, vistas de lejos, crean figuras) hay una postura sobre lo que está más allá de la naturaleza. La gran mayoría de los cuerpos allí presentes son de personas con distintas discapacidades, quienes en su mayoría (salvo por la sirena) hablan con sus rostros y sus gestos, sin mover los labios.
Esa primera impresión de la película fue un reto, un choque, pero también un consuelo (“¿Estás bien?; ¿Me estás viendo?” preguntaba la ininteligible voz de Super Natural). Sin embargo, esa emoción se disipó inmediatamente con Father’s Day, de Kivu Ruhorahoza. Un tríptico sobre la crisis personal, familiar, emocional y económica a raíz de la pandemia. El virus se esparció por las pantallas en varias películas del festival, inevitable, inminente. La obra de Ruhorahoza tiene como telón de fondo el virus, al que con frecuencia se alude y menciona como el mayor mal de todos. Las tres historias se entretejen por este factor en común, así como sus tres protagonistas enfrentan situaciones críticas: la muerte de un hijo y la crisis matrimonial; la enfermedad de un padre a quien sólo su hija puede salvar, aunque el padre participó (o eso se puede leer de unos cortos planos que se muestran con mucha velocidad) en los genocidios de Rwanda; un padre y un hijo que están en la pobreza y deciden robar perros para luego revenderlos. Los personajes comparten una manera errática de ser, en tanto que sus acciones y motivos detrás de este marco narrativo los hacen errar por la ciudad, tomar decisiones que parecen precipitadas, inesperadas, misteriosas por la falta de información. Los planos de la película fijan su mirada con mucho cuidado en la naturaleza y en la relación del espacio con los personajes. Sin embargo, esa mirada expansiva, hacia afuera, acentúa aquello que adentro se carece; la falta de desarrollo en las historias, en las motivaciones, en las historias que intentan ser conmovedoras, pero llenas de vacíos y decisiones que parecieran ser exclusivamente el resultado del azar.
A pesar de esa pequeña decepción, dos películas más salvaron la noche. La primera fue À vendredi, Romain, de la directora iraní Mitra Faharani. La premisa es sencilla: ¿pueden dos grandes directores, que nunca han hablado pero que hicieron cine durante la misma época, corresponderse? Estos directores son Jean-Luc Godard y Ebrahim Golestan, quien ha resurgido en las pantallas (y la verdad ha sido descubierto para muchas personas) desde 2018 gracias al festival de Venecia, que presentó una restauración de su largometraje Brick and Mirror.
La postura de Faharani va por la misma línea que tuvo cuando dirigió el documental Fifi Howls from Happiness: rendir honor a la tradición artística iraní. A diferencia de Goleman, Godard no necesita presentación; la tradición soporta su peso, su talento y el canon que se ha edificado alrededor de su figura. Buscar la posibilidad de diálogo entre estos dos directores es, por un lado, reescribir la idea del canon cinematográfico (por lo menos en su geografía) y, además, reconocer a Goleman como un interlocutor equiparable a Godard. Durante la película hay una idea constante puesta en cuestión: las líneas paralelas. El director iraní y el director francés son como líneas paralelas, parecen haber partido desde el mismo punto, pero nunca se tocaron. La idea de correspondencia no se queda en el intercambio de textos o imágenes, sino en un sentido más profundo de la palabra: armonizar, reciprocar, dar al otro lo que de manera equivalente me ha dado. Durante el intercambio de mensajes entre ellos, Goleman, constantemente, se enfrenta al desconcierto. Con mucha sabiduría, pero también con algo de perplejidad, entiende que Godard es juguetón y que jugar es algo muy serio. Es encantador ver a dos hombres que no hablan sino con el eco de sus propias voces, especialmente Godard, sólo para luego escucharse de verdad, reconocerse en lo esencial de la vida: la vejez y el hecho de que todos vamos a morir. La fragilidad de ambos cuerpos será uno de los puntos clave para la unión y el entendimiento. Goleman parece siempre entender el juego que le propone Godard, resulta un detective que hace de las y los espectadores sus cómplices, aunque siempre la respuesta parece estar en otro lado, en un rincón de la mente del director suizo, inaccesible para todo menos para él mismo.
Detrás del trabajo de Faharani con Goleman hay que reconocer también el de Fabrice Aragno con Godard, que es la persona encargada de filmarlo en Suiza. Cabe mencionar que por estos días hay una exposición de Aragno con base en El libro de las imágenes. Aquí, el alumno y la alumna empuñan la cámara, apuntan a sus maestros y capturan todo despliegue de sabiduría y sagacidad de sus maestros, pero también de ternura y cotidianidad. Goleman detecta que, si de algo está hecho Godard, no es de células, sino de celuloide; su mundo son las imágenes y las asociaciones. Goleman comprende lo imposible de corresponderse con Godard, de sentirse correspondido, porque su interlocutor es una red de conexiones intuitivas, viscerales, confusas, crípticas y, sobre todo, desorientadoras. La tensión entre ambos directores nace y se difumina en un mismo punto: el lenguaje. No sólo el lenguaje cinematográfico, sino el problema del lenguaje visto como imagen, incluso la caligrafía y la forma de las letras, que son sólo imagen a la que llamamos “texto”.
La segunda salvadora cerró la noche, además, con un giro inesperado. El “evento” se llamó Flux Gourmet. Peter Strickland no había vuelto a estrenar un largometraje desde The Duke of Burgundy. Siguiendo esa línea entre el deseo, el erotismo y la crítica política, logra una película que, como su nombre ya parece indicar, es un banquete de emociones y estímulos sensibles. Su herramienta predilecta en la película es el sonido, ya que la historia de la película es la narración de Stones, un periodista de ascendencia griega con problemas severos de gastritis, siempre con dolor de estómago, constantemente clavado a un inodoro, que prepara un texto sobre una academia especializada en performances de culinaria y sonido, en el que se entrenan Elle, Billy y Lamina. Es una película donde abunda la comedia y en el que los temas escatológicos, que fácilmente caen en chistes repetitivos, excesivos y grotescos, son narrados con ingenio, rapidez y sagacidad.
Así como en The Duke of Burgundy, el cuerpo y el deseo son centro de su película. Cuerpos enfermos, incapaces de contener lo que tienen dentro; cuerpos recompensados con sexo, bañados en luces de colores en orgías en las que amalgamas de personas pasean sus labios y sus manos a lo largo de los cuerpos de los artistas. Acompañando esta secuencia orgiástica, está ese amplio despliegue del trabajo sonoro de la película, con una potencia tal que, junto a la comida responsable del origen de los sonidos, estimula el tacto y el paladar.
Flux Gourmet es un banquete de sentidos, es una invitación a la congregación, a la discusión, al deleite y también al asco, porque el cine no está atado a la experiencia exclusivamente agradable, sino a la búsqueda de lo sensible y la invitación al pensamiento crítico.
Que placentera participación nos hace Daniel, con su descriptiva generosa y sensible, transmite con suficiente riqueza las emociones vividas en su experiencia, captando el alma del filme y la intención de sus creadores. Gracias, lo disfrute.