Me gusta el cine de Everardo González, un temible cineasta nacido en Fort Collins, Colorado, y formado en el prestigioso Centro de Capacitación Cinematográfica de Ciudad de México. González entrelaza la oralidad de sus personajes con pericia de tejedor experimentado, una destreza que va emparentada a unas estructuras cuidadas, toda una convicción narrativa que no es tiranizada por los patrones dramatúrgicos de manual. Everardo consigue esto desde la observación detallada, un ojo hábil para penetrar en las fisuras de los procesos sociales de las comunidades; así lo demuestra una obra inobjetable que desde La canción del pulque (2003) no hace sino crecer en posibilidades y formas, lo atestigua la pesadilla de horror estilizado de La libertad del diablo (2017) o su más celebrada película, Cuates de Australia (2011). Hoy me detendré un momento en El cielo abierto (2011), un seguimiento lúcido y doloroso por los últimos días de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980, en el marco de la cruenta guerra civil salvadoreña.
Todo empezó por un encargo de la Universidad de Notre Dame (Indianápolis) con motivo de la conmemoración del fallecimiento de Monseñor Romero. La institución le prometía una libertad creativa absoluta para abordar la figura de Romero, luchador incansable de los derechos humanos del pueblo salvadoreño. Cito este episodio particular porque pronto Everardo se daría cuenta de que la institución de Indianápolis andaba más enfocada en una campaña proselitista para promover la canonización de Romero, y el material de Everardo está lejos de lindar con esos fines; el comunicador social de Xochimilco estaba haciendo verdadero cine, recorriendo las mesetas y los valles salvadoreños, siguiendo el cauce del río Lempa; rastreando los filamentos rotos de oralidad de un pueblo fustigado por la tiranía del ejército de la guerra civil (1980-1992). En El cielo abierto, la voz es plañida y dispuesta como mosaico de una lucha que no cesa, una que nos enuncia directamente las contrastadas complejidades de sus personajes, dosificando el drama dentro de la misma investigación. Como en el cine de Tatiana Huezo, esa extraordinaria realizadora salvadoreña –Huezo dice sobre Tempestad (2016): “La columna vertebral de mi obra es el viaje, como una bitácora de sensaciones”–. Así se siente el cine de González, la cámara es un gran navío de Gericault y su narrativa va dilucidando el inminente naufragio y esta desazón vestida de Misa de Réquiem le llega a uno como una lanza en el costado. Lo de la misa de Réquiem no es gratuito ya que Everardo toma su estructura modélica para presentarnos a ese mártir que mira fijamente a la fosa; la teología de la liberación se mezcla con el Gloria, las alabanzas, la lacrimosa, el cordero de Dios y la piedad. El cruento asesinato de Monseñor Romero es la liturgia de la palabra inacabada y el plano final de la película un salmo responsorial sin eco. Un pueblo que se intuye entre la sangre seca. De ahí que Everardo luchará con tanto ahínco por su material ante la Universidad de Notre Dame, porque Romero no es ningún santo, no hay jaculatorias y estampas para él, hay un escuchar permanente, caminar beligerante y protesta inefable; los campesinos salvadoreños de la sierra no lo conjuran en silencio sino que lo lloran y lo sienten próximo: la constelación de la unicidad de un pueblo que no se doblega.
Ver El cielo abierto es sentir otra extremidad, la de un pueblo como el nuestro justo en estos turbios momentos; porque nuestros mártires también duermen en el campo yermo, como puede ser Monseñor Romero, puede ser también Álvaro Úlcue Chocué, el sacerdote indígena de etnia Páez, acribillado a tiros en Santander de Quilichao por defender la dignidad, la cultura y el territorio de su pueblo.
Gracias Everardo por luchar por la película, la que realmente querías hacer, no te la dejaste arrebatar y nos devolviste un manifiesto pleno de la dignidad del territorio que nos mece; San Agustín lo concretaría diciendo: es allí afianzada a la raíz de la tierra donde está nuestra vida y nuestro amor. En últimas, el retrato que hace Everardo González de Monseñor Romero no es un panfleto de militancia sino una epístola que emerge del suelo bermellón para celebrar la lucha de un territorio que jadea envalentonado hacia sus verdugos.
No dejen de visitar la obra del maestro documentalista en Eyelet, desde El Paso (2016) hasta La libertad del diablo (2017), todas disponibles para hacer un viaje, ahora más que nunca necesario.
Pueden aquí mismo ver El cielo abierto y otras películas de Everardo González:
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EVERARDO Y EL MÁRTIR
El cielo abierto, de Everardo González.
Me gusta el cine de Everardo González, un temible cineasta nacido en Fort Collins, Colorado, y formado en el prestigioso Centro de Capacitación Cinematográfica de Ciudad de México. González entrelaza la oralidad de sus personajes con pericia de tejedor experimentado, una destreza que va emparentada a unas estructuras cuidadas, toda una convicción narrativa que no es tiranizada por los patrones dramatúrgicos de manual. Everardo consigue esto desde la observación detallada, un ojo hábil para penetrar en las fisuras de los procesos sociales de las comunidades; así lo demuestra una obra inobjetable que desde La canción del pulque (2003) no hace sino crecer en posibilidades y formas, lo atestigua la pesadilla de horror estilizado de La libertad del diablo (2017) o su más celebrada película, Cuates de Australia (2011). Hoy me detendré un momento en El cielo abierto (2011), un seguimiento lúcido y doloroso por los últimos días de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980, en el marco de la cruenta guerra civil salvadoreña.
Todo empezó por un encargo de la Universidad de Notre Dame (Indianápolis) con motivo de la conmemoración del fallecimiento de Monseñor Romero. La institución le prometía una libertad creativa absoluta para abordar la figura de Romero, luchador incansable de los derechos humanos del pueblo salvadoreño. Cito este episodio particular porque pronto Everardo se daría cuenta de que la institución de Indianápolis andaba más enfocada en una campaña proselitista para promover la canonización de Romero, y el material de Everardo está lejos de lindar con esos fines; el comunicador social de Xochimilco estaba haciendo verdadero cine, recorriendo las mesetas y los valles salvadoreños, siguiendo el cauce del río Lempa; rastreando los filamentos rotos de oralidad de un pueblo fustigado por la tiranía del ejército de la guerra civil (1980-1992). En El cielo abierto, la voz es plañida y dispuesta como mosaico de una lucha que no cesa, una que nos enuncia directamente las contrastadas complejidades de sus personajes, dosificando el drama dentro de la misma investigación. Como en el cine de Tatiana Huezo, esa extraordinaria realizadora salvadoreña –Huezo dice sobre Tempestad (2016): “La columna vertebral de mi obra es el viaje, como una bitácora de sensaciones”–. Así se siente el cine de González, la cámara es un gran navío de Gericault y su narrativa va dilucidando el inminente naufragio y esta desazón vestida de Misa de Réquiem le llega a uno como una lanza en el costado. Lo de la misa de Réquiem no es gratuito ya que Everardo toma su estructura modélica para presentarnos a ese mártir que mira fijamente a la fosa; la teología de la liberación se mezcla con el Gloria, las alabanzas, la lacrimosa, el cordero de Dios y la piedad. El cruento asesinato de Monseñor Romero es la liturgia de la palabra inacabada y el plano final de la película un salmo responsorial sin eco. Un pueblo que se intuye entre la sangre seca. De ahí que Everardo luchará con tanto ahínco por su material ante la Universidad de Notre Dame, porque Romero no es ningún santo, no hay jaculatorias y estampas para él, hay un escuchar permanente, caminar beligerante y protesta inefable; los campesinos salvadoreños de la sierra no lo conjuran en silencio sino que lo lloran y lo sienten próximo: la constelación de la unicidad de un pueblo que no se doblega.
Ver El cielo abierto es sentir otra extremidad, la de un pueblo como el nuestro justo en estos turbios momentos; porque nuestros mártires también duermen en el campo yermo, como puede ser Monseñor Romero, puede ser también Álvaro Úlcue Chocué, el sacerdote indígena de etnia Páez, acribillado a tiros en Santander de Quilichao por defender la dignidad, la cultura y el territorio de su pueblo.
Gracias Everardo por luchar por la película, la que realmente querías hacer, no te la dejaste arrebatar y nos devolviste un manifiesto pleno de la dignidad del territorio que nos mece; San Agustín lo concretaría diciendo: es allí afianzada a la raíz de la tierra donde está nuestra vida y nuestro amor. En últimas, el retrato que hace Everardo González de Monseñor Romero no es un panfleto de militancia sino una epístola que emerge del suelo bermellón para celebrar la lucha de un territorio que jadea envalentonado hacia sus verdugos.
No dejen de visitar la obra del maestro documentalista en Eyelet, desde El Paso (2016) hasta La libertad del diablo (2017), todas disponibles para hacer un viaje, ahora más que nunca necesario.
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