porque lo tengo taladrandome la cabeza y no me deja dormir.
Siempre la misma imagen: Diego cayendo y el ruido de su cuerpo
al impactar contra el suelo.
Brenda Navarro, Ceniza en la boca
Los primeros minutos de la nueva película de Juan Sebastián Quebrada preparan el terreno para la irrupción de la tragedia, la muerte inesperada de Simón, el primogénito de una desarticulada familia, en medio de una fiesta. En este retrato de la cotidianidad de los personajes (intimidad entre una joven pareja que ya no consigue restablecer la confianza perdida, una discusión en la mesa que revela viejas fracturas familiares, una fiesta a la que se llega acompañado de los amigos) se perfilan los lugares emocionales ―la pareja, la familia, los amigos―en donde se manifestarán las tensiones, incertidumbres e impotencias que acarrea el duelo.
Cada uno de los personajes (en el cine de Quebrada son el corazón del relato: nada importa tanto como un personaje y su destino) lidia con su dolor de manera individual y colectiva porque el duelo se vive de las dos maneras, de manera pública y privada. Lo público se hace evidente en los rituales que hemos creado para marcar un cierre, decir adiós de una manera simbólica y acompañar a los dolientes ―la funeraria, la misa y el entierro―. Quebrada, prefiriendo para ellos la elipsis, los deja de lado para centrarse en las manifestaciones de lo colectivo que surgen después, las pequeñas reuniones familiares con las que se espera recrear una especie de normalidad perdida, las visitas que buscan aportar algún consuelo, las fiestas que pierden en ligereza y ganan en introspección porque se convierten en el espacio en el que se manifiesta la ausencia. En lo privado cada uno transita, como puede, su propio dolor. Quebrada focaliza toda la película en Federico, el hermano menor, el otro hijo, que es una manera menos abrupta de decir el que no murió, el que ahora debe seguir viviendo.
Las preguntas surgen de manera espontánea, algunas expresadas, otras apenas sugeridas por la actitud de los personajes. ¿Alguien lo empujó?, ¿fue un accidente?, y, pesada, desafiante, la que no se quiere ni enunciar: ¿fue una elección? Cada duda resuena de maneras diferentes en los personajes. Mientras intentan entender cómo sigue la vida después de la muerte, hay un despliegue minucioso de rabia, desconsuelo, culpabilidad e impotencia.
En ese sentido, me parece que es posible rastrear una especie de hilo conductor en las películas de Juan Sebastián Quebrada. Todas, en grados variables, están pobladas de personajes atrapados en una situación que no controlan. Los vemos, azarosos, participar en la fatua búsqueda de maneras para no quedarse estancados en ese descontrol. Tanto en su ópera prima, Días extraños (2015), como en su cortometraje, La casa en el árbol (2017), se filman relaciones de pareja en donde los límites entre el amor, el deseo y la crueldad se han difuminado y los personajes oscilan entre el deseo de quedarse y de huir, entre amarse o lastimarse, sin saber bien cómo detener ese vaivén.
Esto lo discuto con el propio director durante el tiempo que me concedió para entrevistarlo, él añade que para los personajes de su primera película y el cortometraje “pelear era necesario para que la relación pudiera seguir en movimiento”. Son parejas que no han descubierto aún cómo tramitar ciertas emociones, “lo más difícil fue descubrir cómo retratar ese momento de incertidumbre, dificultad y dolor sin enjuiciarlos”. Esta intención de no juzgar a sus personajes es evidente también en El otro hijo, en donde sus sujetos afrontan, como pueden, la muerte inesperada de un ser querido.
En Días extraños, Quebrada pudo permitirse filmar antes de tener claro qué germen de relato estaba contando. Sin un plan de grabación establecido, ni una idea clara del rumbo que deseaba tomar, empezó a grabar a su primo y a una amiga. Posteriormente, lo mostraba en clase ―estudió cine en la Universidad del Cine de Buenos Aires― y escuchaba a sus compañeros opinar sobre lo que veían, “fue un proceso intuitivo, los demás veían cosas que yo no veía. Ese ejercicio libre me permitió seguir una intuición e ir descifrando la historia que quería contar”. Encontró un tono y una manera muy personal de narrar sin la certeza de que lo que iba filmando tenía el potencial de una “película”. Ese proceso de tanteo e intuición in situ permitió el devaneo, planos que estaban siempre en tránsito. “Cuando uno estudia cine le enseñan que va a filmar lo que se imagina. A uno le venden ese cuento. Eso paraliza mucho porque se supone que uno ya sabe lo que quiere. ¿Cómo puede el rodaje tener vida propia de esa manera? Los actores actúan lo que uno escribe pero si eso no funciona tiene que poderse cambiar”.
Para El otro hijo, Quebrada tuvo que realizar un proceso que parecería lo contrario, necesitó la certeza del flujo de trabajo normativo: primero, escribir un guión (ojalá del que pudiera decirse que era “sólido”) que pasó por varios momentos de reescritura. La explicación a este cambio es simple: “Para hacer cine se necesita dinero, así que era necesario un guión con el que fuera posible presentarse a convocatorias”. Ese tiempo de escritura y reescritura, de todas maneras muy nutritivo, lo enfrentó a “cómo construir una historia no artificial en un espacio de ficción”. Fue una época en la que dice haber visto mucho cine de terror porque descubrió que ese es el género que más ha reflexionado sobre la muerte. Don't Look Now (1973) de Nicolas Roeg, The Other (1972) de Robert Mulligan, The Hand that Rocks the Cradle (1992), de Curtis Hanson, Possession (1981), de Andrzej Zulawski, son algunos de los títulos que menciona. Finalmente, como lo dice él mismo, “el duelo es el horror.”
Al igual que en el cine de terror, la emoción como materia primera es parte fundamental de esta película, lo único que interesa, su elemento rector. A veces desbordada o descarnada, en otras contenida, al borde de estallar, es "el aura" que une las escenas. Como se sabe, la emoción en el cine tiene dos grandes agentes: el rostro del actor y la música. Consciente de esto, Quebrada realizó, junto a Franco Lolli y Capucine Mahé de Evidencia films, un largo y dispendioso proceso de casting. Se hicieron convocatorias por distintas redes sociales y se realizaron múltiples audiciones. Desde su primer largo, Quebrada tenía claro que buscaba “gente que quisiera mirar”, que su sola presencia hablara de un mundo interno rico. “Me fijé más en las entrevistas, en lo que revelaban del interior de las personas, que en lo que hacían al actuar, eso, en últimas, se puede ir puliendo sobre la marcha, lo otro no”. Esto se evidencia en el resultado final. Como sucede en sus obras anteriores, Quebrada consigue interpretaciones que logran dar cuerpo a contradicciones estructurales de “la situación humana”. Prefiere para esa encarnación utilizar, sobre todo, actores naturales. Es el caso de Miguel Gónzalez, quién asume el papel de Federico, el hijo sobreviviente. En él recae gran parte del peso dramático de la película. Su sola mirada revela las diversas capas de un personaje que se debate ante el duelo y las distintas emociones que este suscita a una edad que, de por sí, ya implica sus propios combates. En González los cambios de registro, los momentos en que intenta ser fuerte para contener a su madre, en los que se culpa, en los que busca aligerarse y olvidar lo sucedido por un momento, en los que asume responsabilidades que lo sobrepasan o en los que busca conectarse de alguna manera, así sea desde el dolor, con el hermano fallecido, son interpretados con gran sensibilidad y acierto. Sus gestos mezclan lo estoico, la libertad que viene con su propia edad y aquello que solo tiene aquel que ha conocido la desgracia.
El rostro de "el otro hijo"
Jenny Navarrete, que contaba con experiencia actoral, es la madre. En ciertas escenas, semeja a un animal herido dispuesto a atacar a todo el que se atraviese en su camino. La vemos, de manera simultánea, agresiva y frágil. Por momentos el dolor materno parece imposible de encauzar y se explaya destruyendo todo a su paso, en otros, derrotada, solo desea poder sentir que no ha perdido del todo, ni de esa manera tan terrible e inexplicable, a su hijo. Los planos cerrados, sin jamás ser intrusivos, nos acercan a los protagonistas, nos permiten acompañarlos en sus luchas por restablecer el orden, por retomar las rutinas o entonar una canción feliz. En esta indagación emocional no se descuida a los demás personajes, construidos con pocos pero representativos trazos.
Para Quebrada es evidente que los involucrados en el proyecto conectaban, de una u otra manera, con lo que se explora en él. El rodaje terminó siendo un proceso catártico para todo el equipo, con momentos, como lo esperaba el director, que modificaron lo planeado por el guion. Esto seguramente explica uno de los mayores logros conseguidos por la película, la sensación de profunda naturalidad, el retrato de escenas cotidianas donde se manifiesta el dolor y también otras, en las que los personajes, en particular los más jóvenes, buscan maneras de seguir adelante y surgen la complicidad y la ternura.
Como en sus películas anteriores, a pesar de no ser protagonista, la ciudad es un elemento que se siente siempre presente. Buenos Aires en Días extraños, Bogotá en La casa en el árbol y El otro hijo. En esta última los espacios parecen rodear a los personajes, los elementos que los acompañan, sin embargo, no son anodinos y nos brindan información emocional y narrativa. De esa manera aparecen con sutileza las diferencias sociales, la vibración particular de una ciudad y sus dinámicas entre jóvenes privilegiados que por serlo no están menos rotos, menos solos, menos tristes.
El duelo, que muchos asocian con el silencio, aquí se retrata con baile, luces de colores que iluminan el rostro y adolescentes que quieren cantar a grito herido la canción que les permite desahogarse. Así, decidir aproximarse desde una perspectiva juvenil implicaba una presencia importante de música preexistente que los actores/personajes conocieran. Filmar fiestas que parecieran reales —una de las cosas más difíciles de lograr— implicaba un enorme reto al que se le suma la dificultad que implica acceder a los derechos de las canciones que, fácilmente, podrían acabar con el presupuesto. “Una gran lucha para esta película era cómo rodar sin tanto artificio, que en la fiesta pudiéramos poner música a todo volumen y que esa fuera la que quedara”. Este deseo, además de ser un reto en el momento de hacer la mezcla de sonido, implicaba usar música ya existente para esas escenas que a los actores realmente les gustara y cantaran con genuina emoción. En este tema la participación del músico Carlos Quebrada, hermano del director, fue fundamental. Él ya había sido responsable de musicalizar sus trabajos anteriores. En esta oportunidad, además de componer, aportó canciones que él había producido que pudieran sonar en las fiestas. Entre las que aparecen están, por ejemplo, una de Simón Trujillo, quien interpreta al hermano que muere, y, en un emotivo momento hacia el final de la película, Enséñame a soñar, que ―en una seguidilla más de las conexiones que se establecieron entre quienes participaron en la realización de esta película― la cantante Susan Díaz compuso inspirada en la muerte de su abuelo como supieron tiempo después de grabada la escena. “Carlos trabajó la música incidental después del primer montaje. Como era una película también tan personal para él a veces sus emociones se iban para muchos lados, tocaba encontrar ese tono particular para que no se sintiera una música como tan empática, es decir que en una escena triste sonara una música triste. Tomó un tiempo pero lo fuimos logrando”.
La irrupción de la muerte hace tambalear los vínculos de pareja. Los padres de Simón se separaron hace tiempo y han construido una vida nueva junto a otras personas. Estos nuevos núcleos familiares no quedan indemnes tras la tragedia y sus integrantes buscan, a tientas, maneras de reorganizarse. Vemos a Federico atrapado entre esas dos fuerzas, a él le asignan recoger la ropa de su hermano, él, que ve el dolor de sus padres sin poder tramitar el propio, él, que se sentía tan cerca de Simón y que ahora siente que no vio sus sombras, ni supo leer su desasosiego.
Laura (interpretada por Ilona Almansa) tenía una relación con Simón, no se sabe cuánto tiempo estuvieron juntos, poco importa, es claro que se hicieron daño de distintas maneras. Tras su muerte, Laura, además de cargar con el desenlace de esa problemática relación, se convierte, sin buscarlo, en una especie de lazo al Simón vivo, como lo demuestra la dolorosa escena en que, incómoda, le permite escuchar a la desolada madre los mensajes amorosos que le enviaba su hijo. Se espera de ella que dé coherencia al relato, que devele el enigma; no solo era la novia, fue en su casa, y después de hablar con ella, que Simón cayó al vacío. Federico, que la conoce desde siempre ―van al mismo colegio― no puede evitar verla desde esa nueva óptica y se le acerca con la ansiedad propia del que espera encontrar algún tipo de respuesta o de redención. Algo de su hermano habita en ella, algo de Simón está en ese hermano dolido y desubicado, ¿cómo no atraerse?
Privilegiar la focalización desde la mirada adolescente en la que la vida, palpitante, se niega a sucumbir ante la muerte permite la aparición natural del deseo en medio del duelo. Eros y Tanatos, dos caras de una misma moneda. Si en las obras anteriores de Quebrada los personajes parecían a veces atrapados por su deseo y lo manifestaban de maneras incluso hirientes, aquí este permite canalizar y convertirse en una herramienta de sanación. “Esta no era una historia de amor”, dice categórico el director. Estoy de acuerdo con él, aunque añadiría que no lo es de la manera clásica y sí desde la idea de que sólo a través del amor, el de nuestra familia, el de nuestros amigos y el propio, que debemos reconstruir a pedazos tras una pérdida tan dolorosa, podremos seguir adelante, así esto signifique traicionar al que ha decidido partir no muriendo con él, o no deseando morir, sino aferrándonos a la vida a pesar de lo doloroso que sea hacerlo sin su compañía.
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Sobre El otro hijo, de Juan Sebastián Quebrada.
No lo vi yo, pero como si lo hubiera visto,
porque lo tengo taladrandome la cabeza y no me deja dormir.
Siempre la misma imagen: Diego cayendo y el ruido de su cuerpo
al impactar contra el suelo.
Brenda Navarro, Ceniza en la boca
Los primeros minutos de la nueva película de Juan Sebastián Quebrada preparan el terreno para la irrupción de la tragedia, la muerte inesperada de Simón, el primogénito de una desarticulada familia, en medio de una fiesta. En este retrato de la cotidianidad de los personajes (intimidad entre una joven pareja que ya no consigue restablecer la confianza perdida, una discusión en la mesa que revela viejas fracturas familiares, una fiesta a la que se llega acompañado de los amigos) se perfilan los lugares emocionales ―la pareja, la familia, los amigos―en donde se manifestarán las tensiones, incertidumbres e impotencias que acarrea el duelo.
Cada uno de los personajes (en el cine de Quebrada son el corazón del relato: nada importa tanto como un personaje y su destino) lidia con su dolor de manera individual y colectiva porque el duelo se vive de las dos maneras, de manera pública y privada. Lo público se hace evidente en los rituales que hemos creado para marcar un cierre, decir adiós de una manera simbólica y acompañar a los dolientes ―la funeraria, la misa y el entierro―. Quebrada, prefiriendo para ellos la elipsis, los deja de lado para centrarse en las manifestaciones de lo colectivo que surgen después, las pequeñas reuniones familiares con las que se espera recrear una especie de normalidad perdida, las visitas que buscan aportar algún consuelo, las fiestas que pierden en ligereza y ganan en introspección porque se convierten en el espacio en el que se manifiesta la ausencia. En lo privado cada uno transita, como puede, su propio dolor. Quebrada focaliza toda la película en Federico, el hermano menor, el otro hijo, que es una manera menos abrupta de decir el que no murió, el que ahora debe seguir viviendo.
Las preguntas surgen de manera espontánea, algunas expresadas, otras apenas sugeridas por la actitud de los personajes. ¿Alguien lo empujó?, ¿fue un accidente?, y, pesada, desafiante, la que no se quiere ni enunciar: ¿fue una elección? Cada duda resuena de maneras diferentes en los personajes. Mientras intentan entender cómo sigue la vida después de la muerte, hay un despliegue minucioso de rabia, desconsuelo, culpabilidad e impotencia.
En ese sentido, me parece que es posible rastrear una especie de hilo conductor en las películas de Juan Sebastián Quebrada. Todas, en grados variables, están pobladas de personajes atrapados en una situación que no controlan. Los vemos, azarosos, participar en la fatua búsqueda de maneras para no quedarse estancados en ese descontrol. Tanto en su ópera prima, Días extraños (2015), como en su cortometraje, La casa en el árbol (2017), se filman relaciones de pareja en donde los límites entre el amor, el deseo y la crueldad se han difuminado y los personajes oscilan entre el deseo de quedarse y de huir, entre amarse o lastimarse, sin saber bien cómo detener ese vaivén.
Esto lo discuto con el propio director durante el tiempo que me concedió para entrevistarlo, él añade que para los personajes de su primera película y el cortometraje “pelear era necesario para que la relación pudiera seguir en movimiento”. Son parejas que no han descubierto aún cómo tramitar ciertas emociones, “lo más difícil fue descubrir cómo retratar ese momento de incertidumbre, dificultad y dolor sin enjuiciarlos”. Esta intención de no juzgar a sus personajes es evidente también en El otro hijo, en donde sus sujetos afrontan, como pueden, la muerte inesperada de un ser querido.
En Días extraños, Quebrada pudo permitirse filmar antes de tener claro qué germen de relato estaba contando. Sin un plan de grabación establecido, ni una idea clara del rumbo que deseaba tomar, empezó a grabar a su primo y a una amiga. Posteriormente, lo mostraba en clase ―estudió cine en la Universidad del Cine de Buenos Aires― y escuchaba a sus compañeros opinar sobre lo que veían, “fue un proceso intuitivo, los demás veían cosas que yo no veía. Ese ejercicio libre me permitió seguir una intuición e ir descifrando la historia que quería contar”. Encontró un tono y una manera muy personal de narrar sin la certeza de que lo que iba filmando tenía el potencial de una “película”. Ese proceso de tanteo e intuición in situ permitió el devaneo, planos que estaban siempre en tránsito. “Cuando uno estudia cine le enseñan que va a filmar lo que se imagina. A uno le venden ese cuento. Eso paraliza mucho porque se supone que uno ya sabe lo que quiere. ¿Cómo puede el rodaje tener vida propia de esa manera? Los actores actúan lo que uno escribe pero si eso no funciona tiene que poderse cambiar”.
Para El otro hijo, Quebrada tuvo que realizar un proceso que parecería lo contrario, necesitó la certeza del flujo de trabajo normativo: primero, escribir un guión (ojalá del que pudiera decirse que era “sólido”) que pasó por varios momentos de reescritura. La explicación a este cambio es simple: “Para hacer cine se necesita dinero, así que era necesario un guión con el que fuera posible presentarse a convocatorias”. Ese tiempo de escritura y reescritura, de todas maneras muy nutritivo, lo enfrentó a “cómo construir una historia no artificial en un espacio de ficción”. Fue una época en la que dice haber visto mucho cine de terror porque descubrió que ese es el género que más ha reflexionado sobre la muerte. Don't Look Now (1973) de Nicolas Roeg, The Other (1972) de Robert Mulligan, The Hand that Rocks the Cradle (1992), de Curtis Hanson, Possession (1981), de Andrzej Zulawski, son algunos de los títulos que menciona. Finalmente, como lo dice él mismo, “el duelo es el horror.”
Al igual que en el cine de terror, la emoción como materia primera es parte fundamental de esta película, lo único que interesa, su elemento rector. A veces desbordada o descarnada, en otras contenida, al borde de estallar, es "el aura" que une las escenas. Como se sabe, la emoción en el cine tiene dos grandes agentes: el rostro del actor y la música. Consciente de esto, Quebrada realizó, junto a Franco Lolli y Capucine Mahé de Evidencia films, un largo y dispendioso proceso de casting. Se hicieron convocatorias por distintas redes sociales y se realizaron múltiples audiciones. Desde su primer largo, Quebrada tenía claro que buscaba “gente que quisiera mirar”, que su sola presencia hablara de un mundo interno rico. “Me fijé más en las entrevistas, en lo que revelaban del interior de las personas, que en lo que hacían al actuar, eso, en últimas, se puede ir puliendo sobre la marcha, lo otro no”. Esto se evidencia en el resultado final. Como sucede en sus obras anteriores, Quebrada consigue interpretaciones que logran dar cuerpo a contradicciones estructurales de “la situación humana”. Prefiere para esa encarnación utilizar, sobre todo, actores naturales. Es el caso de Miguel Gónzalez, quién asume el papel de Federico, el hijo sobreviviente. En él recae gran parte del peso dramático de la película. Su sola mirada revela las diversas capas de un personaje que se debate ante el duelo y las distintas emociones que este suscita a una edad que, de por sí, ya implica sus propios combates. En González los cambios de registro, los momentos en que intenta ser fuerte para contener a su madre, en los que se culpa, en los que busca aligerarse y olvidar lo sucedido por un momento, en los que asume responsabilidades que lo sobrepasan o en los que busca conectarse de alguna manera, así sea desde el dolor, con el hermano fallecido, son interpretados con gran sensibilidad y acierto. Sus gestos mezclan lo estoico, la libertad que viene con su propia edad y aquello que solo tiene aquel que ha conocido la desgracia.
El rostro de "el otro hijo"
Jenny Navarrete, que contaba con experiencia actoral, es la madre. En ciertas escenas, semeja a un animal herido dispuesto a atacar a todo el que se atraviese en su camino. La vemos, de manera simultánea, agresiva y frágil. Por momentos el dolor materno parece imposible de encauzar y se explaya destruyendo todo a su paso, en otros, derrotada, solo desea poder sentir que no ha perdido del todo, ni de esa manera tan terrible e inexplicable, a su hijo. Los planos cerrados, sin jamás ser intrusivos, nos acercan a los protagonistas, nos permiten acompañarlos en sus luchas por restablecer el orden, por retomar las rutinas o entonar una canción feliz. En esta indagación emocional no se descuida a los demás personajes, construidos con pocos pero representativos trazos.
Para Quebrada es evidente que los involucrados en el proyecto conectaban, de una u otra manera, con lo que se explora en él. El rodaje terminó siendo un proceso catártico para todo el equipo, con momentos, como lo esperaba el director, que modificaron lo planeado por el guion. Esto seguramente explica uno de los mayores logros conseguidos por la película, la sensación de profunda naturalidad, el retrato de escenas cotidianas donde se manifiesta el dolor y también otras, en las que los personajes, en particular los más jóvenes, buscan maneras de seguir adelante y surgen la complicidad y la ternura.
Como en sus películas anteriores, a pesar de no ser protagonista, la ciudad es un elemento que se siente siempre presente. Buenos Aires en Días extraños, Bogotá en La casa en el árbol y El otro hijo. En esta última los espacios parecen rodear a los personajes, los elementos que los acompañan, sin embargo, no son anodinos y nos brindan información emocional y narrativa. De esa manera aparecen con sutileza las diferencias sociales, la vibración particular de una ciudad y sus dinámicas entre jóvenes privilegiados que por serlo no están menos rotos, menos solos, menos tristes.
El duelo, que muchos asocian con el silencio, aquí se retrata con baile, luces de colores que iluminan el rostro y adolescentes que quieren cantar a grito herido la canción que les permite desahogarse. Así, decidir aproximarse desde una perspectiva juvenil implicaba una presencia importante de música preexistente que los actores/personajes conocieran. Filmar fiestas que parecieran reales —una de las cosas más difíciles de lograr— implicaba un enorme reto al que se le suma la dificultad que implica acceder a los derechos de las canciones que, fácilmente, podrían acabar con el presupuesto. “Una gran lucha para esta película era cómo rodar sin tanto artificio, que en la fiesta pudiéramos poner música a todo volumen y que esa fuera la que quedara”. Este deseo, además de ser un reto en el momento de hacer la mezcla de sonido, implicaba usar música ya existente para esas escenas que a los actores realmente les gustara y cantaran con genuina emoción. En este tema la participación del músico Carlos Quebrada, hermano del director, fue fundamental. Él ya había sido responsable de musicalizar sus trabajos anteriores. En esta oportunidad, además de componer, aportó canciones que él había producido que pudieran sonar en las fiestas. Entre las que aparecen están, por ejemplo, una de Simón Trujillo, quien interpreta al hermano que muere, y, en un emotivo momento hacia el final de la película, Enséñame a soñar, que ―en una seguidilla más de las conexiones que se establecieron entre quienes participaron en la realización de esta película― la cantante Susan Díaz compuso inspirada en la muerte de su abuelo como supieron tiempo después de grabada la escena. “Carlos trabajó la música incidental después del primer montaje. Como era una película también tan personal para él a veces sus emociones se iban para muchos lados, tocaba encontrar ese tono particular para que no se sintiera una música como tan empática, es decir que en una escena triste sonara una música triste. Tomó un tiempo pero lo fuimos logrando”.
La irrupción de la muerte hace tambalear los vínculos de pareja. Los padres de Simón se separaron hace tiempo y han construido una vida nueva junto a otras personas. Estos nuevos núcleos familiares no quedan indemnes tras la tragedia y sus integrantes buscan, a tientas, maneras de reorganizarse. Vemos a Federico atrapado entre esas dos fuerzas, a él le asignan recoger la ropa de su hermano, él, que ve el dolor de sus padres sin poder tramitar el propio, él, que se sentía tan cerca de Simón y que ahora siente que no vio sus sombras, ni supo leer su desasosiego.
Laura (interpretada por Ilona Almansa) tenía una relación con Simón, no se sabe cuánto tiempo estuvieron juntos, poco importa, es claro que se hicieron daño de distintas maneras. Tras su muerte, Laura, además de cargar con el desenlace de esa problemática relación, se convierte, sin buscarlo, en una especie de lazo al Simón vivo, como lo demuestra la dolorosa escena en que, incómoda, le permite escuchar a la desolada madre los mensajes amorosos que le enviaba su hijo. Se espera de ella que dé coherencia al relato, que devele el enigma; no solo era la novia, fue en su casa, y después de hablar con ella, que Simón cayó al vacío. Federico, que la conoce desde siempre ―van al mismo colegio― no puede evitar verla desde esa nueva óptica y se le acerca con la ansiedad propia del que espera encontrar algún tipo de respuesta o de redención. Algo de su hermano habita en ella, algo de Simón está en ese hermano dolido y desubicado, ¿cómo no atraerse?
Privilegiar la focalización desde la mirada adolescente en la que la vida, palpitante, se niega a sucumbir ante la muerte permite la aparición natural del deseo en medio del duelo. Eros y Tanatos, dos caras de una misma moneda. Si en las obras anteriores de Quebrada los personajes parecían a veces atrapados por su deseo y lo manifestaban de maneras incluso hirientes, aquí este permite canalizar y convertirse en una herramienta de sanación. “Esta no era una historia de amor”, dice categórico el director. Estoy de acuerdo con él, aunque añadiría que no lo es de la manera clásica y sí desde la idea de que sólo a través del amor, el de nuestra familia, el de nuestros amigos y el propio, que debemos reconstruir a pedazos tras una pérdida tan dolorosa, podremos seguir adelante, así esto signifique traicionar al que ha decidido partir no muriendo con él, o no deseando morir, sino aferrándonos a la vida a pesar de lo doloroso que sea hacerlo sin su compañía.
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