Nuestras batallas (Nos batailles, 2018), de Guillaume Senez
Una diminuta oficina, en medio de una bodega laberíntica, fría y hostil, sirve para presentarnos una conversación entre el protagonista de la película y su jefa inmediata. Discuten sobre el desempeño de un trabajador, cercano a los 55, que muestra “achaques” y lentitud en el trabajo. Conoceremos después al trabajador que, entre hipérbole y plan definitivo, dice que si pierde el trabajo se suicidará. Nuestro protagonista ya conoce la decisión de sus jefes. No dice nada. Siguiente escena: la llamada que revela el hecho. Aquel compañero no ha muerto pero se cortó las venas. Empezamos a creer que la película alargará su argumento frente a la queja del protagonista a sus amigos por no haberle dicho nada. Todo lo contrario. Lo que sí sabemos con seguridad es que estamos frente una película de la “tradición laboral”.
El deseo del cine por filmar y escrutar el trabajo es un asunto de nacimiento (los Lumiére filmaron la salida de una fábrica y, sin saberlo, fundaron una tradición). Muchas películas han hecho del mundo laboral su argumento. Sin ir muy lejos, los hermanos Dardenne convirtieron la relación entre individuo y trabajo en el núcleo de toda su filmografía. Esa primera escena nos hace pensar que estamos ante un discípulo: un hombre arrastra un dilema moral impuesto por las relaciones modernas del lugar de trabajo. Sí y no. Nuestras Batallas parte de ahí pero abre su propio camino.
Romain Duris encarna a Olivier, trabaja en una bodega donde suponemos se preparan los envíos que clientes anónimos virtuales ordenan y es el director –responsable ante los jefes– de un equipo. Hay que ordenar y registrar mientras un sistema contabiliza los segundos que se demora en su labor cada empleado. Tiene dos hijos. La madre se ocupa de ellos mientras él hace horas extras nocturnas. Decíamos que al inicio la película aparenta querer anclarse al espacio laboral. Sin embargo, Nuestras Batallas se va abriendo y empieza a pensar, sobre todo, los efectos en las rutinas, y la organización de las vidas de esta familia y su órbita más cercana, que imprime las particularidades del trabajo moderno. Entonces: al mismo tiempo que esta película se inscribe en una tradición se fuga de ella.
Al tratarse de un “argumento laboral”, uno como espectador podría estar siempre delante del film, suponiendo lo que la película va a decir a continuación: el trabajo en exceso es terrible, los jefes son malignos, la cooperación no existe, etc. Acá es todo lo contrario, imposible ir más rápido que la película. Mientras avanza, el film se va convirtiendo en otras cosas, y no se trata de giros absurdos de guion, se trata de una construcción fina de la narración y de un deseo decidido por incidir más lejos de las simples consignas a las que un cierto cine “laboral” (francés también) acostumbra. La apertura es permanente. La desaparición repentina de la madre incorpora una pequeña investigación –que habilmente no convierte a la película en suspenso vacío, sino en rastro de una emoción secreta– al meollo del asunto (cosa que nos hace emparentar la película con Burning, estrenada el mismo año en el mismo festival); después se suman cosas como la aparición de las preguntas por la paternidad, el ambiente amigable y festivo de un sindicato, el cumpleaños del hijo mayor, otra fuga, un despido inesperado y, al final, un ofrecimiento que revela la actitud ética de toda la película (volveremos a esto).
Hay una escena extraordinaria que es de los mejores momentos de la película, donde sentimos que el comentario contra lo corporativo adquiere visos nunca vistos: la madre (Lucie Debay), que trabaja en un almacén de ropa quiere vender un vestido, la clienta que se mide la prenda está emocionada. La madre lo va a lograr, pensamos que le deben pagar por comisión (nada de esto se dice, todos son detalles que se acumulan bajo la cámara orgánica y realista, propia de la “tradición laboral”). Hay un inesperado cambio en el precio del vestido (un detalle aparentemente banal, pero de resonancias inesperadas en las fracciones de segundos que dura esa revelación). Sufre la madre porque cree que su compra se ha esfumado. La cliente insiste en llevarlo. Suspiro. Felicidad. Euforia contenida. Luego, el momento del pago. La tarjeta rechaza la transacción. Terror. El vestido ya está en una bolsa. Se vuelve a pasar el plástico. La clienta está extrañada. “¿Hoy es 12, cierto?”, pregunta ella. Tiene que haber dinero ahí. ¿Qué pasa? La voz de la clienta empieza a quebrarse. Se asoman unas cuantas lágrimas que son reprimidas de inmediato. No hay dinero para el vestido. La madre, detrás del mostrador, es contagiada por el llanto, ella no puede reprimirlo. No ha podido hacer la venta, había convencido a alguien de una compra pero la tarjeta las devuelve a cierta realidad. El vestido se quedará en los ganchos de exhibición. Llena de lágrimas, la madre pide que la excusen un momento. Intentando salir del almacén, se desmaya.
El pasaje nos puede hacer pensar, también, en Bresson y su última película, L’argent. Ya no es un billete falso el que alberga una especie de semilla para enloquecer una vez perdida la batalla con la sociedad, sino que es un dinero invisible, un dinero esperado que nunca llega, es ya la ausencia del dinero, aquello que determina una inestabilidad profunda, un hueco emocional y psicológico dispuesto a propagarse. Contrario al desenfreno y la incisiva denuncia de Bresson, la excelente película de Guillaume Senez, con un rigor formal muy distinto, se niega a la extensión de ese virus fantasma, necesita de una escena para mostrarlo en acción y hacer que se convierta en el agente central de su película. Aquella extinción que propone Senez no es fácil y requiere de grandes cantidades de valentía, hay que escapar, detener el camino. La consecuencia inmediata es la fuga de la madre.
Si mientras la película entraba en calor, en un dominio total de sus posibilidades, pensaba que la elección de Duris, estrella del cine francés, como el protagonista se estaba sintiendo contraproducente –¿cómo creerme que este hombre tiene preocupaciones tan lejanas a la vida que intuimos lleva?–, para la mitad de la película se olvida todo esto. Duris es ya un silencioso hombre que da una batalla sin tregua en distintos campos –y que sin titubeos la película se niega a convertir en héroe (dos ejemplos: (1) cuando Duris ya no tiene cómo sostenerse y rompe en llanto, (2) cuando destruye iracundo una postal que ha enviado la madre y grita a sus hijos por considerarla un objeto digno de guardarse)–, inseparable de su personaje. Algo similar a lo que lograron los Dardenne con Marion Cotillard en la obra maestra que es Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, 2014). Tendremos que estar siempre agradecidos por los actores franceses, que con un (o dos) gran director al lado levantan una película con sus propios hombros. Nuestras Batallas es, al mismo tiempo, punzante retrato de un hombre común, nunca pesimista, y despliegue de un grupo de actores que nos hacen, por momentos, querer que la película no acabe nunca. La aparición de la hermana (Laetitia Dosch en estado de gracia) sella la devoción del film con la vena humanista.
El final, que resuelve un ofrecimiento que recibe el protagonista, materializa un compromiso de la película con algo más profundo y difícil de filmar que la denuncia de una vida moderna absorta en las leyes de la rentabilidad. Es un final de sello ético que desentiende de cualquier impacto extravagante (algún hecho determinante que haga concluir la película, por ejemplo una muerte o un suicidio) al metraje. Olivier recibe una propuesta para ocupar un puesto de mayor rango económico y de poder. Eso sucede en una conversación, plano y contraplano, de Olivier y su nuevo jefe directo. Si creíamos que el dilema al que se iba a enfrentar este personaje iba por la ruta de lo que decidió no decirle a un compañero de trabajo, a esta altura ya sabemos que no es así. El dilema verdadero se revela: “¿Existe en mí deseo de ascender en esta resbalosa y traicionera cadena de mandos? ¿Deseo el poder de mandar?”, se podrá decir a sí mismo el personaje. La película no nos muestra cómo termina la conversación. En la siguiente escena vemos a Olivier empacar sus cosas. La necesidad de no mandar, según la película, es más importante que cualquier otra cosa. Esa es su doble propuesta para la revolución: el escape absoluto (la madre) y el rechazo del poder (el padre).
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LA TRADICIÓN LABORAL REVISITADA
Nuestras batallas (Nos batailles, 2018), de Guillaume Senez
Una diminuta oficina, en medio de una bodega laberíntica, fría y hostil, sirve para presentarnos una conversación entre el protagonista de la película y su jefa inmediata. Discuten sobre el desempeño de un trabajador, cercano a los 55, que muestra “achaques” y lentitud en el trabajo. Conoceremos después al trabajador que, entre hipérbole y plan definitivo, dice que si pierde el trabajo se suicidará. Nuestro protagonista ya conoce la decisión de sus jefes. No dice nada. Siguiente escena: la llamada que revela el hecho. Aquel compañero no ha muerto pero se cortó las venas. Empezamos a creer que la película alargará su argumento frente a la queja del protagonista a sus amigos por no haberle dicho nada. Todo lo contrario. Lo que sí sabemos con seguridad es que estamos frente una película de la “tradición laboral”.
El deseo del cine por filmar y escrutar el trabajo es un asunto de nacimiento (los Lumiére filmaron la salida de una fábrica y, sin saberlo, fundaron una tradición). Muchas películas han hecho del mundo laboral su argumento. Sin ir muy lejos, los hermanos Dardenne convirtieron la relación entre individuo y trabajo en el núcleo de toda su filmografía. Esa primera escena nos hace pensar que estamos ante un discípulo: un hombre arrastra un dilema moral impuesto por las relaciones modernas del lugar de trabajo. Sí y no. Nuestras Batallas parte de ahí pero abre su propio camino.
Romain Duris encarna a Olivier, trabaja en una bodega donde suponemos se preparan los envíos que clientes anónimos virtuales ordenan y es el director –responsable ante los jefes– de un equipo. Hay que ordenar y registrar mientras un sistema contabiliza los segundos que se demora en su labor cada empleado. Tiene dos hijos. La madre se ocupa de ellos mientras él hace horas extras nocturnas. Decíamos que al inicio la película aparenta querer anclarse al espacio laboral. Sin embargo, Nuestras Batallas se va abriendo y empieza a pensar, sobre todo, los efectos en las rutinas, y la organización de las vidas de esta familia y su órbita más cercana, que imprime las particularidades del trabajo moderno. Entonces: al mismo tiempo que esta película se inscribe en una tradición se fuga de ella.
Al tratarse de un “argumento laboral”, uno como espectador podría estar siempre delante del film, suponiendo lo que la película va a decir a continuación: el trabajo en exceso es terrible, los jefes son malignos, la cooperación no existe, etc. Acá es todo lo contrario, imposible ir más rápido que la película. Mientras avanza, el film se va convirtiendo en otras cosas, y no se trata de giros absurdos de guion, se trata de una construcción fina de la narración y de un deseo decidido por incidir más lejos de las simples consignas a las que un cierto cine “laboral” (francés también) acostumbra. La apertura es permanente. La desaparición repentina de la madre incorpora una pequeña investigación –que habilmente no convierte a la película en suspenso vacío, sino en rastro de una emoción secreta– al meollo del asunto (cosa que nos hace emparentar la película con Burning, estrenada el mismo año en el mismo festival); después se suman cosas como la aparición de las preguntas por la paternidad, el ambiente amigable y festivo de un sindicato, el cumpleaños del hijo mayor, otra fuga, un despido inesperado y, al final, un ofrecimiento que revela la actitud ética de toda la película (volveremos a esto).
Hay una escena extraordinaria que es de los mejores momentos de la película, donde sentimos que el comentario contra lo corporativo adquiere visos nunca vistos: la madre (Lucie Debay), que trabaja en un almacén de ropa quiere vender un vestido, la clienta que se mide la prenda está emocionada. La madre lo va a lograr, pensamos que le deben pagar por comisión (nada de esto se dice, todos son detalles que se acumulan bajo la cámara orgánica y realista, propia de la “tradición laboral”). Hay un inesperado cambio en el precio del vestido (un detalle aparentemente banal, pero de resonancias inesperadas en las fracciones de segundos que dura esa revelación). Sufre la madre porque cree que su compra se ha esfumado. La cliente insiste en llevarlo. Suspiro. Felicidad. Euforia contenida. Luego, el momento del pago. La tarjeta rechaza la transacción. Terror. El vestido ya está en una bolsa. Se vuelve a pasar el plástico. La clienta está extrañada. “¿Hoy es 12, cierto?”, pregunta ella. Tiene que haber dinero ahí. ¿Qué pasa? La voz de la clienta empieza a quebrarse. Se asoman unas cuantas lágrimas que son reprimidas de inmediato. No hay dinero para el vestido. La madre, detrás del mostrador, es contagiada por el llanto, ella no puede reprimirlo. No ha podido hacer la venta, había convencido a alguien de una compra pero la tarjeta las devuelve a cierta realidad. El vestido se quedará en los ganchos de exhibición. Llena de lágrimas, la madre pide que la excusen un momento. Intentando salir del almacén, se desmaya.
El pasaje nos puede hacer pensar, también, en Bresson y su última película, L’argent. Ya no es un billete falso el que alberga una especie de semilla para enloquecer una vez perdida la batalla con la sociedad, sino que es un dinero invisible, un dinero esperado que nunca llega, es ya la ausencia del dinero, aquello que determina una inestabilidad profunda, un hueco emocional y psicológico dispuesto a propagarse. Contrario al desenfreno y la incisiva denuncia de Bresson, la excelente película de Guillaume Senez, con un rigor formal muy distinto, se niega a la extensión de ese virus fantasma, necesita de una escena para mostrarlo en acción y hacer que se convierta en el agente central de su película. Aquella extinción que propone Senez no es fácil y requiere de grandes cantidades de valentía, hay que escapar, detener el camino. La consecuencia inmediata es la fuga de la madre.
Si mientras la película entraba en calor, en un dominio total de sus posibilidades, pensaba que la elección de Duris, estrella del cine francés, como el protagonista se estaba sintiendo contraproducente –¿cómo creerme que este hombre tiene preocupaciones tan lejanas a la vida que intuimos lleva?–, para la mitad de la película se olvida todo esto. Duris es ya un silencioso hombre que da una batalla sin tregua en distintos campos –y que sin titubeos la película se niega a convertir en héroe (dos ejemplos: (1) cuando Duris ya no tiene cómo sostenerse y rompe en llanto, (2) cuando destruye iracundo una postal que ha enviado la madre y grita a sus hijos por considerarla un objeto digno de guardarse)–, inseparable de su personaje. Algo similar a lo que lograron los Dardenne con Marion Cotillard en la obra maestra que es Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, 2014). Tendremos que estar siempre agradecidos por los actores franceses, que con un (o dos) gran director al lado levantan una película con sus propios hombros. Nuestras Batallas es, al mismo tiempo, punzante retrato de un hombre común, nunca pesimista, y despliegue de un grupo de actores que nos hacen, por momentos, querer que la película no acabe nunca. La aparición de la hermana (Laetitia Dosch en estado de gracia) sella la devoción del film con la vena humanista.
El final, que resuelve un ofrecimiento que recibe el protagonista, materializa un compromiso de la película con algo más profundo y difícil de filmar que la denuncia de una vida moderna absorta en las leyes de la rentabilidad. Es un final de sello ético que desentiende de cualquier impacto extravagante (algún hecho determinante que haga concluir la película, por ejemplo una muerte o un suicidio) al metraje. Olivier recibe una propuesta para ocupar un puesto de mayor rango económico y de poder. Eso sucede en una conversación, plano y contraplano, de Olivier y su nuevo jefe directo. Si creíamos que el dilema al que se iba a enfrentar este personaje iba por la ruta de lo que decidió no decirle a un compañero de trabajo, a esta altura ya sabemos que no es así. El dilema verdadero se revela: “¿Existe en mí deseo de ascender en esta resbalosa y traicionera cadena de mandos? ¿Deseo el poder de mandar?”, se podrá decir a sí mismo el personaje. La película no nos muestra cómo termina la conversación. En la siguiente escena vemos a Olivier empacar sus cosas. La necesidad de no mandar, según la película, es más importante que cualquier otra cosa. Esa es su doble propuesta para la revolución: el escape absoluto (la madre) y el rechazo del poder (el padre).
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