Desde siempre me ha interesado la figura masculina, los hombres, sus cuerpos fuertes y erotizados, austeros como el roble. Cuerpos que en sociedad, iglesia y escuela, me enseñaron debían ser el camino de (mi) vida, esa ruta de género marcada por determinadas maneras, vocablos y expresiones. De niño me sentaba con las piernas cruzadas, me gustaba bailar el importe anglosajón de canciones pop que divas y mujeres embelesadas cantaban al son de sus brillantes vestidos. Desde pequeño me gustó el taconeo, el maquillaje y los accesorios, cosas que a mí no se me permitían. Cabello largo, casas de muñecas y –el privilegio que más envidiaba– la posibilidad de intercambiar cartas de cariño con los niños, de recibir o darles regalos, de compartir un dulce o una mirada inocente sobre la idea de atraerse.
Esa mirada sobre la figura masculina comienza en la familia. No comienza como una atracción, más bien, como un señalamiento. La manera de sentarme ya era juzgada por familiares cercanos como una incorrección: «Así se sientan las niñas, no cruce las piernas», me decían. Pero ese Sebastián de cinco años no pensaba en sentarse como una niña, sino, justamente, en hacer lo que hacía: sentarse. Esa cadena de juicio continuó en el colegio, la calle y la iglesia. Tal condicionamiento de género encaminó lo que era de esperarse: recluirme –y rechazarme– en un trauma sin sentido, que afortunadamente ya he detenido. Por esos y otros motivos, la figura masculina encabezó un gran interés en mi exploración de identidad homosexual-queer, es decir, mi gusto por los niños y mis ganas de deconstruir lo que el género masculino era para quienes me habían enseñado el canon.
En ese camino, las imágenes cumplieron un papel muy importante. En las revistas de compra que mi mamá tenía –en donde encontraba hombres en boxer publicitando mucho más que esas prendas interiores–, en los libros de orientación sexual del colegio, los videoclips y programas hipersexualizados de MTV, también las novelas nacionales. Esos fueron mis primeros empujones hacia la curiosidad. Los cuerpos descomunales ya generaban en mí un escándalo corporal. Me preguntaba: «¿Por qué sus brazos son tan grandes y por qué los deseo?» En cambio, las mujeres, en esa pasada de hojas, no me interesaban. Al contrario, me atraía el uso de sus prendas y accesorios. El deseo se convirtió en mecanismo dual de exploración identitaria. Por un lado, el cuerpo masculino (el deseo) y, por el otro, la búsqueda de la identidad (en lo aparentemente femenino).
De las películas no recuerdo mucho. Mi llegada al cine no es prematura. Las primeras películas que vi de niño fueron esas que las grandes cadenas de exhibición se permitían y las que, por obvios contenidos –películas aptas para niños y niñas, de animación y de superhéroes, comedias familiares, etc.–, mi familia me mostraba. Así las cosas, la cinefilia no fue una práctica común en mi infancia. Lo que sí recuerdo es una gran afición por la televisión. En un principio, sin televisión por cable, los únicos canales a mi disposición eran los canales nacionales, entre públicos y privados. Eso me lleva a comentar la desagradable representación de la figura masculina en los programas televisivos de mi infancia. Siendo más específico, en las telenovelas, los realitys y los programas de variedades y comedia. De la televisión se destacan esos galanes de novela que, con sus dotes viriles, cortejaban a las reinas de belleza del país y del exterior. Esos hombres de barbas frondosas, pectorales robustos y manos grandes ocasionaron distanciamientos en tanto no me identificaba con ellos, porque, justamente, yo me percibía como todo lo contrario. Ahora, ser todo lo contrario también fue problemático, porque jamás me identifiqué con un estereotipo constante de los programas televisivos: hombre, homosexual y peluquero. Yo no quería ser Laisa (Los Reyes, 2005), tampoco quería ser Hugo Lombardi (Yo soyBetty, la fea, 1999). Pareciera ser que no encontraba salida alguna: o era un ‘mero macho’, o era una ‘loca insufrible’. Yo no quería ser ninguno, o ninguna. Ni la televisión, ni el cine (hasta ese momento) me ofrecieron la opción de explorar otros caminos.
Esos lugares son contenedores de toda la representación de género que a las colombianas y colombianos se nos impone, y al que, como peligro inminente, las niñas y las niños siempre son vulnerables, siendo víctimas de una naturalización equívoca. Situaciones normalizadas en la formación y crianza de la infancia. El bullying, el señalamiento, la imposición de “maneras correctas”. No será en vano decir que el mundo está atestado de agentes vigilantes que obligan día a día, a niñas y a niños, a comportarse “como se supone” deben hacerlo, o, más bien, como ellos quieren que actúen, garantizando así un “buen” comportamiento a futuro.
En la actualidad el audiovisual es una práctica inquebrantable en mi calendario. A través de ella he podido lograr una emancipación respecto a la camisa de fuerza que solía ser la exploración por la identidad. Es solamente hasta hace un par de años que comencé a considerar personajes poderosos y admirables respecto a su identidad de género dentro del audiovisual. Es en las películas de Almodóvar, de Fassbinder y de Gus Van Sant donde encuentro el final y el cierre de una identificación de género en mi vida. Es fascinante la capacidad de construcción tanto psicológica como social que se le otorga a dichos personajes; la interacción de hombres que no necesariamente son abiertamente homosexuales, pero que se tocan, se miran y se desean en películas como Love is Colder than Death (1969); la algarabía y la emocionalidad de las travestis de Almodóvar, su capacidad de enamoramiento y no su vana reducción a la comedia; asimismo, los jóvenes sexualmente incipientes de Mala Noche (1986), que abren caminos narrativos en tanto se relacionan en un contexto sociopolítico agreste y violento. Por eso me atrevo a decir que, aunque importantes para la historia del cine nacional, nunca sentí con entusiasmo la existencia de personajes ‘queer’ en el cine colombiano, como la travesti en La Estrategia del Caracol (1993), de Sergio Cabrera.
Toda esa experiencia tortuosa de no identificación con personajes que representaran mi derecho –nuestro derecho– a una cercanía con un audiovisual mucho más consciente de nuestra existencia como hombres aislados de la regla o parados sobre otros horizontes, me llevó a indagar en un audiovisual colombiano que –a diferencia de esa travesti en la película de Cabrera– sí me entusiasmara comentar. El ejercicio surgió gracias a varios archivos patrocinados por los contenedores de nuestra memoria audiovisual: Patrimonio Fílmico, el Ministerio de Cultura y la BECMA. El archivo se vuelve ese mediador entre pasado y presente que me permite revisar diferentes puntos en torno a la figura masculina colombiana, tanto de niños como de adultos. Revisé algunos fragmentos de programas televisivos para adultos que circularon durante mi niñez e infancia.
Programas como ‘Señales de vida’ y ‘ASOMOS’, transmitidos en 1991 y 1998 respectivamente, me revelaron personajes y situaciones que no reducen la condición de género a la persona misma, sino que la vinculan con lo social y cultural. Llegar a estos dos episodios no fue un objetivo trazado desde el principio del laboratorio. Coinciden únicamente con este interés de explorar una esquina del universo masculino que tanto me interesa. Ambos son de corte experimental y documental, con espacio para el magazín y el periodismo. Me intriga esa valoración masculina en la década justamente en que nací, para 1996 Señales de vida saldría del aire, y tendría 2 años cuando ASOMOS aún se transmitía. Para entonces, quizás, la insistencia sobre ‘qué es ser hombre’ era mucho más punzante.
UN CASO APARTE, EL HOMBRE MODERNO
el magazín
Entre los archivos que encontré apareció este magazín transmitido por Señales de vida, titulado ‘El hombre moderno’. Un niño poeta es reprimido por su maestro en el videoclip Another Brick in The Wall de Pink Floyd, que a su vez hace parte de la película The Wall (1982), del director británico Alan Parker. Con el videoclip comienza este programa fechado el 24 de junio de 1991. Entre la canción, las imágenes de Another Brick in The Wall y los temas a debatir durante el programa, pareciera haber una estrecha relación entre el mundo moderno comentado y el señalamiento ‘negativo’ de ese mundo. Sin embargo, la relación se torna decorativa: durante el programa se utilizan fragmentos de otras partes de la película para construir interludios o generar espacios de descanso. El videoclip nos anima. El mensaje, en últimas, corresponde a una necesidad de usar ese ideal ‘revolucionario’ de las canciones del álbum The Wall y del propósito final del programa: conversar y debatir sobre el mundo actual del “hombre moderno” –el hombre de la década de los 90–.
Como término, “el hombre”, se ha usado genérica e indiscriminadamente para referirse a la totalidad de la población mundial. Por razones hegemónicas y machistas “el hombre” ha representado durante siglos a la mujer, a la transexual, al queer, al afro, al indígena y a otros tantos. Es un término colonizador. Mi interés por este magazín en particular comenzó pensando que su título hacía referencia exclusivamente al hombre, y no a la mujer. Esa inocencia me llevó a considerarlo, sin antes verlo, como uno dedicado a las exuberancias del cuerpo masculino, su estereotipación y su mundo. Es decir, a la figura masculina patriarcal, la que me enseñaron debía emular. Sin embargo, entrar a examinar el archivo generó en mí una confusión fugaz que se disipó al entender la calidad del debate, uno realizado en el año 1991, cuando el término “hombre” seguía rigiendo –aún lo es, pero los índices se han reducido– esa referencia generalizada del mundo en su totalidad.
Reunidos en lo que parece ser un café gringo vintage de los años 50, participaron en el programa dos mujeres y dos hombres (parece ser equitativo, ¿verdad?), una de las mujeres moderaba la conversación. Fueron Germán Muñoz, el entonces coordinador de la maestría en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana; Augusto Ángel, historiador y exdirector del Instituto de Estudios Ambientales de la Universidad Nacional de Colombia; Leonor Noguera, psicóloga y terapeuta, y Miguel Urrutia, economista y exdirector de Fedesarrollo. La pregunta: «¿Cuáles son los miedos del hombre actual, sus potencialidades y sus expectativas?» fue planteada por la moderadora y extendida a los invitados para que luego compartieran opiniones tibias y sorprendentemente pueriles teniendo en cuenta su nivel de experiencia intelectual. El hombre sería, como ya he señalado, todo el mundo, pero la representación de la que hablaron no se centró en el género directamente, sino más bien de manera inconsciente indirectamente, enfocándose en temas políticos, de cultura e ideología.
En la conversación, el lugar de “todos” fue ocupado por “el hombre”, relacionado con la modernidad y sus favores a la humanidad. Entre las invitadas y los invitados destacó únicamente la figura de Germán Muñoz, quien parecía ser el único pensador crítico frente a las imposiciones genéricas de los demás y quienes incluso adjudicaron la felicidad del hombre actual al mundo moderno y su avance en la consolidación de un esquema neoliberal. Por su parte, la consigna de Muñoz se dirigió a repensar la comunicación, porque ahora más que nunca somos libres de decidir qué hacer con los medios regentes. Verlos, leerlos o no hacerlo. Diferente fue lo que opinaron los restantes: «Somos felices gracias al progreso tecnológico, al desarrollo en picada del modelo norteamericano y europeo».
Tanto Miguel Urrutia como Augusto Ángel idealizaron el norte frente al sur y la ciudad frente al campo, señalando que es en la ciudad en donde reina la libertad y la democracia. “El hombre”, además, es siempre el propietario. Noguera, por otro lado, comentó la situación política del ‘hombre de hoy’ asegurando que este se ha retirado por completo de las posiciones e ideologías totalitarias. Poco sabía ella de eso, o poco pensaba en el cambio y el futuro de su continente. En nuestra actualidad, enfrentamos con multitudinarias marchas y protestas los regímenes totalitarios latinoamericanos. Incluido el interés de miles de mujeres feministas y aliados por señalar la sociedad patriarcal que tanto nos ha rechazado. No pensaba ella en que “el hombre” dejaría de ser un término acuñado para referirse al mundo en su totalidad, y que nosotros, los jóvenes de hoy y los que vendrán, hemos considerado una reestructuración de los valores y en lograr una blindada autonomía de la identidad sexual.
El programa como tal resultó siendo caduco hoy, pero reveló miradas del pasado cercano. No representa nuestra actualidad y los invitados no consideraron un futuro progresista ni diverso. El hombre era una figura idealizada, piedra angular de una conversación frente a “un estado moderno donde la felicidad es posible”.
UN CASO ADMIRABLE, LA EXPERIENCIA DEL AMOR
el reportaje
El amor me parece crucial en la discusión de género, el romance, la seducción y todo aquello con que se le pueda relacionar. En esa búsqueda se revela este programa del Ministerio de Cultura transmitido por ASOMOS en julio de 1998, titulado ‘La experiencia del amor’. La canción ‘Mujer Divina’ de Joe Cuba acompaña a una pareja de enamorados bailando en un bar y nos abre camino al tema a tratar.
“La primera noche que te vi
yo sabía que eras para mí
jamás otros besos preferí
porque siempre estás en mí
Mujer divina
cómo fascinas
y me dominas
el corazón…”
El programa fue codirigido por Alfredo Molano y Natalia Peña. En él, director y directora redescubren la experiencia de amar y sus dinámicas, definidas por tres personajes en particular: una bongosera y dos homosexuales. La bongosera narra su historia de vida, mezclada con elementos feministas y progresistas en una época ortodoxa: los 70 (su juventud) y los 90 (su actualidad). Por otro lado, los dos hombres homosexuales, uno de ellos bailador asiduo y recurrente de bares chapinerescos, y el otro una persona que probablemente “debía comportarse” según “las reglas” en su zona de trabajo. Para mi sorpresa, las tres perspectivas ofrecen, en formato televisivo, esas esquinas del amor tan poco relevantes para las familias tradicionales. El programa se distancia por completo del contenido que vi de niño respecto a la representación de la familia en la televisión colombiana.
La mujer es grabada en su casa y en el bar donde toca el bongó —por aquí, el programa ya deja ver su espacio para la música—. Los homosexuales, por su parte, son grabados tanto en sus casas como en el bar. Esos lugares nos permiten hallar otros espacios para la confianza y la honestidad de los testimonios. No son impostores y sabemos que, tanto Molano como Peña, decidieron explorar su entorno, sus sentimientos y sus consideraciones a través de la intimidad, más no desde la representación estereotipada. En ese sentido, la entrevista y el testimonio juegan pilares fundamentales para sostener a los personajes. De sus palabras escuchamos enunciados del tipo: «Los hombres han sido obligados al sexo y las mujeres al sentimiento». Así es como se nos ha condicionado a diferentes conductas, maneras y expresiones que, según ellos, no están dispuestos a secundar. El reportaje documental dibuja clara y particularmente el ordenamiento del amor a saber de los entrevistados.
La mujer, de unos 43 años, comenta el tradicional ritual de seducción antes del sexo: la pasividad del hombre, su amabilidad, sus regalos y la suavidad que todo ello desprende. Le parece una puesta en escena bien montada que puede ser totalmente explícita y que puede acarrear una transformación (negativa) cuando se llega al culmen del objetivo sexual. Para ella, esto se materializa como “un ataque” físico y psicológico, y que ejemplifica la clásica idea del ‘príncipe azul’, tan fecunda en niñas de temprana edad. La bongosera termina por acusar vehementemente la posibilidad de los hombres de tener múltiples relaciones, opacando el hecho de que las mujeres puedan hacer lo mismo. Todo ello lo convierte, más bien, en una práctica de infidelidad y saciedad de la líbido sexual, no, como ellos creen en un acto “poliamoroso”.
Por otro lado, el tercer personaje (uno de los homosexuales) comenta la idea de ‘formación/desviación’ hablando desde su experiencia al estudiar en un colegio masculino. Allí encontró camino abierto a la exploración sexual desde temprana edad. «Los niños y adolescentes se reúnen para medir sus capacidades viriles o para ver sus órganos sexuales», dice. Creo, que si a las niñas se les obliga a competir por belleza e inocencia, a los niños se les obliga a competir por fuerza y determinación. El hombre conoce su propio cuerpo, sus esquinas y sus sensibilidades. En ese sentido, lo que pasa, cree él, es que «a los hombres homosexuales nos gusta investigar muchísimo». La fuerza, la caricia, el beso, el juego de roles y el practicismo que conducen a estados de erotismo y sensualidad. Pero el hombre se vuelve «un número más en la cama de otro», lo afectivo, en consecuencia, queda en un segundo plano, o no existe en su totalidad.
Entiendo, por ejemplo, ese enunciado del personaje que dice que seamos expertos en «investigar el cuerpo del otro», nuestro límite de riesgo, nuestra voluntad frente al sexo como espacio liberador, nuestro derecho a la sexualidad no reprimida, etc. Esas ideas parecen tener resonancias en lo que el personaje considera sobre el “sexo homosexual consensuado”. Es una esquina estereotipada, pero claramente presentada por el personaje desde una sinceridad que no plantea ningún problema frente a su estilo de vida, hace parte de su identidad y de su relación con el mundo. El sexo y su cuerpo son suyos, no le pertenecen a nadie más. La dignidad y la medida son suyas. Con su defensa y su testimonio nos deja claro que no permite por ningún motivo que instituciones o cánones ya establecidos lo empujen a buscar otro sentido de vida.
Eso me lleva a pensar, por ejemplo, que el baño (para el hombre homosexual) es un terreno de curiosidad muy vasto. Siempre nos hemos escondido en spots anónimos, desde el colegio hemos aprendido que el baño es nuestro y en la adultez hemos recurrido a los saunas o a los teatros pornográficos. Incluso se ha fetichizado el secretismo de nuestras prácticas sexuales. A la gente también le gusta pensar que nos gusta escondernos. De niños a adultos, en un juego de esconder y mostrar. Creo, a pesar de todo, que la promiscuidad ha caracterizado al hombre homosexual por culpa del estigma (debe caer) y nos ha condicionado al acto sexual per se.
Por distintas razones se nos etiqueta, se nos condiciona, se nos dice usted es esto y usted es lo otro. «Un pantalón es un símbolo masculino», o lo era hasta hace algunas décadas. La bongosera lo comenta, cuando en su tiempo caminaba por los pasillos de la Universidad Nacional, siendo una de las primeras en vestir dicha prenda. Fue perseguida e insultada. Así como ella, muchas personas que no se identifican con las especificidades masculinas, han sido rechazadas, golpeadas y desaparecidas.
Cuando ciertos familiares me decían que eso o tal cosa era de ‘gais’, yo no entendía de donde provenía la palabra y por qué se me acusaba de tal manera. En días regulares me pregunto, ¿debe un niño saber que es gay desde los 6 o 7 años? A lo mejor se arruina por completo su propia y acompasada exploración sexual –que sí creo debe ser estimulada por la educación y en la que las imágenes tiene una fuerte influencia–, esa por la que abogo respecto a las instituciones de control, entregando no de primera mano la etiqueta, sino: el aprecio por sí mismos, el control sobre sus propios cuerpos y sexualidades, y, finalmente, un blindaje de personalidad a futuro.
Si queremos hablar de una configuración del modelo masculino tradicional en nuestro país, que aporte desde el feminismo y la consideración de otras identidades sexuales, debemos entonces revisitar la televisión nacional. La televisión es el formato más visto y el que siempre se tiene a disposición en casas familiares. Determinadas novelas y noticieros aún siguen siendo vistos por millones de colombianos. Son biblia de la mañana y tarde, de niñas y niños que no despegan sus rostros de la pantalla. Ahora, me parece que la televisión incluye los contenidos digitales, el celular, el streaming y YouTube, ahora más, que se encuentran en estado expansivo. Ese contenido también debe dinamitarse, propiciar la formación de nuevos hombres (y mujeres) desde el audiovisual. Nunca con fines eugenésicos, ni reformadores. Se trata de evitar más acoso y rechazo. Necesitamos consideraciones inmediatas sobre la libertad sexual de todas, todos y todes.
Los episodios presentados, entregan, a diferencia de todo lo confrontado, ventanas posibles sobre dicha discusión. Es certero, tanto el programa caduco, por su discusión en torno a un tema de masculinidades, que confirma de primera mano que la identidad sexual masculina si ha sido regente en tanto puede representar todo lo que nos rodea, haciendo a un lado otros lugares perfectos para la exploración en dicha cuestión. Por otro lado, la pieza de ASOMOS, es ese audiovisual educativo e íntimo, que sin dejar a un lado su carácter televisivo, nos presenta personajes honestos, diversos y animados por refutar el canon comentado anteriormente. Son dos programas, por lo tanto, que se enfrentan en condiciones divergentes, tanto por su forma –uno siendo magazín y el otro reportaje– como por su contenido –uno que confirma la hegemonía masculina, y el otro que la emancipa–.
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NOSOTROS SENTADOS, ELLOS EN LA PANTALLA
Desde siempre me ha interesado la figura masculina, los hombres, sus cuerpos fuertes y erotizados, austeros como el roble. Cuerpos que en sociedad, iglesia y escuela, me enseñaron debían ser el camino de (mi) vida, esa ruta de género marcada por determinadas maneras, vocablos y expresiones. De niño me sentaba con las piernas cruzadas, me gustaba bailar el importe anglosajón de canciones pop que divas y mujeres embelesadas cantaban al son de sus brillantes vestidos. Desde pequeño me gustó el taconeo, el maquillaje y los accesorios, cosas que a mí no se me permitían. Cabello largo, casas de muñecas y –el privilegio que más envidiaba– la posibilidad de intercambiar cartas de cariño con los niños, de recibir o darles regalos, de compartir un dulce o una mirada inocente sobre la idea de atraerse.
Esa mirada sobre la figura masculina comienza en la familia. No comienza como una atracción, más bien, como un señalamiento. La manera de sentarme ya era juzgada por familiares cercanos como una incorrección: «Así se sientan las niñas, no cruce las piernas», me decían. Pero ese Sebastián de cinco años no pensaba en sentarse como una niña, sino, justamente, en hacer lo que hacía: sentarse. Esa cadena de juicio continuó en el colegio, la calle y la iglesia. Tal condicionamiento de género encaminó lo que era de esperarse: recluirme –y rechazarme– en un trauma sin sentido, que afortunadamente ya he detenido. Por esos y otros motivos, la figura masculina encabezó un gran interés en mi exploración de identidad homosexual-queer, es decir, mi gusto por los niños y mis ganas de deconstruir lo que el género masculino era para quienes me habían enseñado el canon.
En ese camino, las imágenes cumplieron un papel muy importante. En las revistas de compra que mi mamá tenía –en donde encontraba hombres en boxer publicitando mucho más que esas prendas interiores–, en los libros de orientación sexual del colegio, los videoclips y programas hipersexualizados de MTV, también las novelas nacionales. Esos fueron mis primeros empujones hacia la curiosidad. Los cuerpos descomunales ya generaban en mí un escándalo corporal. Me preguntaba: «¿Por qué sus brazos son tan grandes y por qué los deseo?» En cambio, las mujeres, en esa pasada de hojas, no me interesaban. Al contrario, me atraía el uso de sus prendas y accesorios. El deseo se convirtió en mecanismo dual de exploración identitaria. Por un lado, el cuerpo masculino (el deseo) y, por el otro, la búsqueda de la identidad (en lo aparentemente femenino).
De las películas no recuerdo mucho. Mi llegada al cine no es prematura. Las primeras películas que vi de niño fueron esas que las grandes cadenas de exhibición se permitían y las que, por obvios contenidos –películas aptas para niños y niñas, de animación y de superhéroes, comedias familiares, etc.–, mi familia me mostraba. Así las cosas, la cinefilia no fue una práctica común en mi infancia. Lo que sí recuerdo es una gran afición por la televisión. En un principio, sin televisión por cable, los únicos canales a mi disposición eran los canales nacionales, entre públicos y privados. Eso me lleva a comentar la desagradable representación de la figura masculina en los programas televisivos de mi infancia. Siendo más específico, en las telenovelas, los realitys y los programas de variedades y comedia. De la televisión se destacan esos galanes de novela que, con sus dotes viriles, cortejaban a las reinas de belleza del país y del exterior. Esos hombres de barbas frondosas, pectorales robustos y manos grandes ocasionaron distanciamientos en tanto no me identificaba con ellos, porque, justamente, yo me percibía como todo lo contrario. Ahora, ser todo lo contrario también fue problemático, porque jamás me identifiqué con un estereotipo constante de los programas televisivos: hombre, homosexual y peluquero. Yo no quería ser Laisa (Los Reyes, 2005), tampoco quería ser Hugo Lombardi (Yo soy Betty, la fea, 1999). Pareciera ser que no encontraba salida alguna: o era un ‘mero macho’, o era una ‘loca insufrible’. Yo no quería ser ninguno, o ninguna. Ni la televisión, ni el cine (hasta ese momento) me ofrecieron la opción de explorar otros caminos.
Esos lugares son contenedores de toda la representación de género que a las colombianas y colombianos se nos impone, y al que, como peligro inminente, las niñas y las niños siempre son vulnerables, siendo víctimas de una naturalización equívoca. Situaciones normalizadas en la formación y crianza de la infancia. El bullying, el señalamiento, la imposición de “maneras correctas”. No será en vano decir que el mundo está atestado de agentes vigilantes que obligan día a día, a niñas y a niños, a comportarse “como se supone” deben hacerlo, o, más bien, como ellos quieren que actúen, garantizando así un “buen” comportamiento a futuro.
En la actualidad el audiovisual es una práctica inquebrantable en mi calendario. A través de ella he podido lograr una emancipación respecto a la camisa de fuerza que solía ser la exploración por la identidad. Es solamente hasta hace un par de años que comencé a considerar personajes poderosos y admirables respecto a su identidad de género dentro del audiovisual. Es en las películas de Almodóvar, de Fassbinder y de Gus Van Sant donde encuentro el final y el cierre de una identificación de género en mi vida. Es fascinante la capacidad de construcción tanto psicológica como social que se le otorga a dichos personajes; la interacción de hombres que no necesariamente son abiertamente homosexuales, pero que se tocan, se miran y se desean en películas como Love is Colder than Death (1969); la algarabía y la emocionalidad de las travestis de Almodóvar, su capacidad de enamoramiento y no su vana reducción a la comedia; asimismo, los jóvenes sexualmente incipientes de Mala Noche (1986), que abren caminos narrativos en tanto se relacionan en un contexto sociopolítico agreste y violento. Por eso me atrevo a decir que, aunque importantes para la historia del cine nacional, nunca sentí con entusiasmo la existencia de personajes ‘queer’ en el cine colombiano, como la travesti en La Estrategia del Caracol (1993), de Sergio Cabrera.
Toda esa experiencia tortuosa de no identificación con personajes que representaran mi derecho –nuestro derecho– a una cercanía con un audiovisual mucho más consciente de nuestra existencia como hombres aislados de la regla o parados sobre otros horizontes, me llevó a indagar en un audiovisual colombiano que –a diferencia de esa travesti en la película de Cabrera– sí me entusiasmara comentar. El ejercicio surgió gracias a varios archivos patrocinados por los contenedores de nuestra memoria audiovisual: Patrimonio Fílmico, el Ministerio de Cultura y la BECMA. El archivo se vuelve ese mediador entre pasado y presente que me permite revisar diferentes puntos en torno a la figura masculina colombiana, tanto de niños como de adultos. Revisé algunos fragmentos de programas televisivos para adultos que circularon durante mi niñez e infancia.
Programas como ‘Señales de vida’ y ‘ASOMOS’, transmitidos en 1991 y 1998 respectivamente, me revelaron personajes y situaciones que no reducen la condición de género a la persona misma, sino que la vinculan con lo social y cultural. Llegar a estos dos episodios no fue un objetivo trazado desde el principio del laboratorio. Coinciden únicamente con este interés de explorar una esquina del universo masculino que tanto me interesa. Ambos son de corte experimental y documental, con espacio para el magazín y el periodismo. Me intriga esa valoración masculina en la década justamente en que nací, para 1996 Señales de vida saldría del aire, y tendría 2 años cuando ASOMOS aún se transmitía. Para entonces, quizás, la insistencia sobre ‘qué es ser hombre’ era mucho más punzante.
UN CASO APARTE, EL HOMBRE MODERNO
el magazín
Entre los archivos que encontré apareció este magazín transmitido por Señales de vida, titulado ‘El hombre moderno’. Un niño poeta es reprimido por su maestro en el videoclip Another Brick in The Wall de Pink Floyd, que a su vez hace parte de la película The Wall (1982), del director británico Alan Parker. Con el videoclip comienza este programa fechado el 24 de junio de 1991. Entre la canción, las imágenes de Another Brick in The Wall y los temas a debatir durante el programa, pareciera haber una estrecha relación entre el mundo moderno comentado y el señalamiento ‘negativo’ de ese mundo. Sin embargo, la relación se torna decorativa: durante el programa se utilizan fragmentos de otras partes de la película para construir interludios o generar espacios de descanso. El videoclip nos anima. El mensaje, en últimas, corresponde a una necesidad de usar ese ideal ‘revolucionario’ de las canciones del álbum The Wall y del propósito final del programa: conversar y debatir sobre el mundo actual del “hombre moderno” –el hombre de la década de los 90–.
Como término, “el hombre”, se ha usado genérica e indiscriminadamente para referirse a la totalidad de la población mundial. Por razones hegemónicas y machistas “el hombre” ha representado durante siglos a la mujer, a la transexual, al queer, al afro, al indígena y a otros tantos. Es un término colonizador. Mi interés por este magazín en particular comenzó pensando que su título hacía referencia exclusivamente al hombre, y no a la mujer. Esa inocencia me llevó a considerarlo, sin antes verlo, como uno dedicado a las exuberancias del cuerpo masculino, su estereotipación y su mundo. Es decir, a la figura masculina patriarcal, la que me enseñaron debía emular. Sin embargo, entrar a examinar el archivo generó en mí una confusión fugaz que se disipó al entender la calidad del debate, uno realizado en el año 1991, cuando el término “hombre” seguía rigiendo –aún lo es, pero los índices se han reducido– esa referencia generalizada del mundo en su totalidad.
Reunidos en lo que parece ser un café gringo vintage de los años 50, participaron en el programa dos mujeres y dos hombres (parece ser equitativo, ¿verdad?), una de las mujeres moderaba la conversación. Fueron Germán Muñoz, el entonces coordinador de la maestría en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana; Augusto Ángel, historiador y exdirector del Instituto de Estudios Ambientales de la Universidad Nacional de Colombia; Leonor Noguera, psicóloga y terapeuta, y Miguel Urrutia, economista y exdirector de Fedesarrollo. La pregunta: «¿Cuáles son los miedos del hombre actual, sus potencialidades y sus expectativas?» fue planteada por la moderadora y extendida a los invitados para que luego compartieran opiniones tibias y sorprendentemente pueriles teniendo en cuenta su nivel de experiencia intelectual. El hombre sería, como ya he señalado, todo el mundo, pero la representación de la que hablaron no se centró en el género directamente, sino más bien de manera inconsciente indirectamente, enfocándose en temas políticos, de cultura e ideología.
En la conversación, el lugar de “todos” fue ocupado por “el hombre”, relacionado con la modernidad y sus favores a la humanidad. Entre las invitadas y los invitados destacó únicamente la figura de Germán Muñoz, quien parecía ser el único pensador crítico frente a las imposiciones genéricas de los demás y quienes incluso adjudicaron la felicidad del hombre actual al mundo moderno y su avance en la consolidación de un esquema neoliberal. Por su parte, la consigna de Muñoz se dirigió a repensar la comunicación, porque ahora más que nunca somos libres de decidir qué hacer con los medios regentes. Verlos, leerlos o no hacerlo. Diferente fue lo que opinaron los restantes: «Somos felices gracias al progreso tecnológico, al desarrollo en picada del modelo norteamericano y europeo».
Tanto Miguel Urrutia como Augusto Ángel idealizaron el norte frente al sur y la ciudad frente al campo, señalando que es en la ciudad en donde reina la libertad y la democracia. “El hombre”, además, es siempre el propietario. Noguera, por otro lado, comentó la situación política del ‘hombre de hoy’ asegurando que este se ha retirado por completo de las posiciones e ideologías totalitarias. Poco sabía ella de eso, o poco pensaba en el cambio y el futuro de su continente. En nuestra actualidad, enfrentamos con multitudinarias marchas y protestas los regímenes totalitarios latinoamericanos. Incluido el interés de miles de mujeres feministas y aliados por señalar la sociedad patriarcal que tanto nos ha rechazado. No pensaba ella en que “el hombre” dejaría de ser un término acuñado para referirse al mundo en su totalidad, y que nosotros, los jóvenes de hoy y los que vendrán, hemos considerado una reestructuración de los valores y en lograr una blindada autonomía de la identidad sexual.
El programa como tal resultó siendo caduco hoy, pero reveló miradas del pasado cercano. No representa nuestra actualidad y los invitados no consideraron un futuro progresista ni diverso. El hombre era una figura idealizada, piedra angular de una conversación frente a “un estado moderno donde la felicidad es posible”.
UN CASO ADMIRABLE, LA EXPERIENCIA DEL AMOR
el reportaje
El amor me parece crucial en la discusión de género, el romance, la seducción y todo aquello con que se le pueda relacionar. En esa búsqueda se revela este programa del Ministerio de Cultura transmitido por ASOMOS en julio de 1998, titulado ‘La experiencia del amor’. La canción ‘Mujer Divina’ de Joe Cuba acompaña a una pareja de enamorados bailando en un bar y nos abre camino al tema a tratar.
El programa fue codirigido por Alfredo Molano y Natalia Peña. En él, director y directora redescubren la experiencia de amar y sus dinámicas, definidas por tres personajes en particular: una bongosera y dos homosexuales. La bongosera narra su historia de vida, mezclada con elementos feministas y progresistas en una época ortodoxa: los 70 (su juventud) y los 90 (su actualidad). Por otro lado, los dos hombres homosexuales, uno de ellos bailador asiduo y recurrente de bares chapinerescos, y el otro una persona que probablemente “debía comportarse” según “las reglas” en su zona de trabajo. Para mi sorpresa, las tres perspectivas ofrecen, en formato televisivo, esas esquinas del amor tan poco relevantes para las familias tradicionales. El programa se distancia por completo del contenido que vi de niño respecto a la representación de la familia en la televisión colombiana.
La mujer es grabada en su casa y en el bar donde toca el bongó —por aquí, el programa ya deja ver su espacio para la música—. Los homosexuales, por su parte, son grabados tanto en sus casas como en el bar. Esos lugares nos permiten hallar otros espacios para la confianza y la honestidad de los testimonios. No son impostores y sabemos que, tanto Molano como Peña, decidieron explorar su entorno, sus sentimientos y sus consideraciones a través de la intimidad, más no desde la representación estereotipada. En ese sentido, la entrevista y el testimonio juegan pilares fundamentales para sostener a los personajes. De sus palabras escuchamos enunciados del tipo: «Los hombres han sido obligados al sexo y las mujeres al sentimiento». Así es como se nos ha condicionado a diferentes conductas, maneras y expresiones que, según ellos, no están dispuestos a secundar. El reportaje documental dibuja clara y particularmente el ordenamiento del amor a saber de los entrevistados.
La mujer, de unos 43 años, comenta el tradicional ritual de seducción antes del sexo: la pasividad del hombre, su amabilidad, sus regalos y la suavidad que todo ello desprende. Le parece una puesta en escena bien montada que puede ser totalmente explícita y que puede acarrear una transformación (negativa) cuando se llega al culmen del objetivo sexual. Para ella, esto se materializa como “un ataque” físico y psicológico, y que ejemplifica la clásica idea del ‘príncipe azul’, tan fecunda en niñas de temprana edad. La bongosera termina por acusar vehementemente la posibilidad de los hombres de tener múltiples relaciones, opacando el hecho de que las mujeres puedan hacer lo mismo. Todo ello lo convierte, más bien, en una práctica de infidelidad y saciedad de la líbido sexual, no, como ellos creen en un acto “poliamoroso”.
Por otro lado, el tercer personaje (uno de los homosexuales) comenta la idea de ‘formación/desviación’ hablando desde su experiencia al estudiar en un colegio masculino. Allí encontró camino abierto a la exploración sexual desde temprana edad. «Los niños y adolescentes se reúnen para medir sus capacidades viriles o para ver sus órganos sexuales», dice. Creo, que si a las niñas se les obliga a competir por belleza e inocencia, a los niños se les obliga a competir por fuerza y determinación. El hombre conoce su propio cuerpo, sus esquinas y sus sensibilidades. En ese sentido, lo que pasa, cree él, es que «a los hombres homosexuales nos gusta investigar muchísimo». La fuerza, la caricia, el beso, el juego de roles y el practicismo que conducen a estados de erotismo y sensualidad. Pero el hombre se vuelve «un número más en la cama de otro», lo afectivo, en consecuencia, queda en un segundo plano, o no existe en su totalidad.
Entiendo, por ejemplo, ese enunciado del personaje que dice que seamos expertos en «investigar el cuerpo del otro», nuestro límite de riesgo, nuestra voluntad frente al sexo como espacio liberador, nuestro derecho a la sexualidad no reprimida, etc. Esas ideas parecen tener resonancias en lo que el personaje considera sobre el “sexo homosexual consensuado”. Es una esquina estereotipada, pero claramente presentada por el personaje desde una sinceridad que no plantea ningún problema frente a su estilo de vida, hace parte de su identidad y de su relación con el mundo. El sexo y su cuerpo son suyos, no le pertenecen a nadie más. La dignidad y la medida son suyas. Con su defensa y su testimonio nos deja claro que no permite por ningún motivo que instituciones o cánones ya establecidos lo empujen a buscar otro sentido de vida.
Eso me lleva a pensar, por ejemplo, que el baño (para el hombre homosexual) es un terreno de curiosidad muy vasto. Siempre nos hemos escondido en spots anónimos, desde el colegio hemos aprendido que el baño es nuestro y en la adultez hemos recurrido a los saunas o a los teatros pornográficos. Incluso se ha fetichizado el secretismo de nuestras prácticas sexuales. A la gente también le gusta pensar que nos gusta escondernos. De niños a adultos, en un juego de esconder y mostrar. Creo, a pesar de todo, que la promiscuidad ha caracterizado al hombre homosexual por culpa del estigma (debe caer) y nos ha condicionado al acto sexual per se.
Por distintas razones se nos etiqueta, se nos condiciona, se nos dice usted es esto y usted es lo otro. «Un pantalón es un símbolo masculino», o lo era hasta hace algunas décadas. La bongosera lo comenta, cuando en su tiempo caminaba por los pasillos de la Universidad Nacional, siendo una de las primeras en vestir dicha prenda. Fue perseguida e insultada. Así como ella, muchas personas que no se identifican con las especificidades masculinas, han sido rechazadas, golpeadas y desaparecidas.
Cuando ciertos familiares me decían que eso o tal cosa era de ‘gais’, yo no entendía de donde provenía la palabra y por qué se me acusaba de tal manera. En días regulares me pregunto, ¿debe un niño saber que es gay desde los 6 o 7 años? A lo mejor se arruina por completo su propia y acompasada exploración sexual –que sí creo debe ser estimulada por la educación y en la que las imágenes tiene una fuerte influencia–, esa por la que abogo respecto a las instituciones de control, entregando no de primera mano la etiqueta, sino: el aprecio por sí mismos, el control sobre sus propios cuerpos y sexualidades, y, finalmente, un blindaje de personalidad a futuro.
Si queremos hablar de una configuración del modelo masculino tradicional en nuestro país, que aporte desde el feminismo y la consideración de otras identidades sexuales, debemos entonces revisitar la televisión nacional. La televisión es el formato más visto y el que siempre se tiene a disposición en casas familiares. Determinadas novelas y noticieros aún siguen siendo vistos por millones de colombianos. Son biblia de la mañana y tarde, de niñas y niños que no despegan sus rostros de la pantalla. Ahora, me parece que la televisión incluye los contenidos digitales, el celular, el streaming y YouTube, ahora más, que se encuentran en estado expansivo. Ese contenido también debe dinamitarse, propiciar la formación de nuevos hombres (y mujeres) desde el audiovisual. Nunca con fines eugenésicos, ni reformadores. Se trata de evitar más acoso y rechazo. Necesitamos consideraciones inmediatas sobre la libertad sexual de todas, todos y todes.
Los episodios presentados, entregan, a diferencia de todo lo confrontado, ventanas posibles sobre dicha discusión. Es certero, tanto el programa caduco, por su discusión en torno a un tema de masculinidades, que confirma de primera mano que la identidad sexual masculina si ha sido regente en tanto puede representar todo lo que nos rodea, haciendo a un lado otros lugares perfectos para la exploración en dicha cuestión. Por otro lado, la pieza de ASOMOS, es ese audiovisual educativo e íntimo, que sin dejar a un lado su carácter televisivo, nos presenta personajes honestos, diversos y animados por refutar el canon comentado anteriormente. Son dos programas, por lo tanto, que se enfrentan en condiciones divergentes, tanto por su forma –uno siendo magazín y el otro reportaje– como por su contenido –uno que confirma la hegemonía masculina, y el otro que la emancipa–.
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